La unión de individualidades, organizaciones o, si fuere el caso, verificada entre estados soberanos, generalmente persigue objetivos comunes, lo que implica todas las formas posibles de colaboración para alcanzar niveles superiores de innovación, de desarrollo económico y humano, de bienestar colectivo, de salud pública, así como la erradicación o reducción apreciable de la pobreza. Las alianzas comerciales se convierten en iniciativas que apuntan al logro de metas y propósitos compartidos, las más de las veces alcanzables en el largo plazo —la creación de valor y ante todo la consolidación de modelos sustentables, no suelen ser ganancias instantáneas—. Entre otras cosas, las alianzas podrían favorecer el acceso a nuevos mercados de bienes y servicios, mejorando de tal manera la competitividad de los agentes económicos comprometidos.
El gran economista inglés David Ricardo, en sus celebrados Principios de Economía Política y Tributación, nos dice que “…en un sistema de comercio perfectamente libre, cada país, naturalmente, dedica su capital y trabajo a los empleos que le son más beneficiosos. Esta tendencia a la ventaja individual está admirablemente relacionada con el bien universal del mundo. Estimulando la industria, recompensando la laboriosidad y utilizando más eficazmente las facultades peculiares conferidas por la naturaleza, distribuye el trabajo más eficazmente y más económicamente; y a la vez, aumentando la masa general de producciones, difunde el beneficio general y une, por medio de los lazos del interés y el intercambio, la sociedad universal de las naciones de todo el mundo civilizado…”. En tiempos de Ricardo, el principio que acogía su doctrina determinaba que el mejor vino fuese producido en Francia y en Portugal, que el trigo se cultivase en América y en Polonia, y que la ferretería y otros artículos se manufacturasen en Inglaterra. Hablamos pues, de la Teoría de las Ventajas Comparativas, según la cual las individualidades, las empresas o los países, se benefician notablemente de la especialización en su producción y exportación de aquellos bienes y servicios en los que poseen facilidades o atributos particulares —menores costos de oportunidad, si se les compara con otras naciones—. Así las cosas, los países y sus nacionales, aunque puedan producir y manufacturar sobre menores costos —la ventaja absoluta—, se beneficiarían aún más si se especializan en todo aquello para lo cual son más eficientes en un sentido pleno. Por razones obvias, la especialización termina beneficiando a todos los copartícipes y en esa medida incrementa el bienestar general de la población.
Si la España de nuestros días es más eficiente produciendo —por citar solo dos ejemplos característicos— vinos y aceites de oliva que Alemania, de suyo como contrapartida los germanos lo serán fabricando automóviles y equipos médicos, entre otros haberes. Ambos países resultarían beneficiarios de su propia especialización y comercio internacional de aquellos productos y servicios alistados entre sus ventajas comparativas. A los ejemplos citados, podríamos añadir la especialización en desarrollo de nuevas tecnologías y la prestación de servicios de alto valor —propios de las naciones más desarrolladas—, frente a la simple manufactura de bienes de consumo que, para ser en muchos casos verdaderamente competitiva, requerirá —entre otras cosas— menores costos en mano de obra —es obvio que abunda en países de menor desarrollo económico, como demuestran los hechos—.
Entramos entonces en la esfera del comercio internacional, donde la OMC se ha erigido en la única organización que determina las normas aplicables al intercambio entre los países miembros. Su actuación se instituye sobre los acuerdos negociados y firmados por la mayoría de los países actuantes sobre el intercambio mundial —naturalmente, cuando han sido ratificados por sus respectivos poderes parlamentarios—. Y vaya que su objetivo primordial —así lo establece el acuerdo fundacional— se circunscribe a utilizar el comercio como medio para elevar el nivel de vida de la población, fomentar la creación de nuevos empleos y promover el desarrollo sostenible.
Las uniones aduaneras, vienen a ser acuerdos suscritos entre varios países con miras a eliminar o reducir el impacto de las barreras comerciales, estableciendo un arancel externo común para las importaciones provenientes de terceros países. Las mercancías originarias de los miembros integrantes de la unión aduanera circulan libremente entre ellos, lo cual se traduce en estímulo al comercio, a la inversión y a la creación de empleo. Los más denotados estudios económicos resaltan el beneficio de los tratados que han sustentado a la Unión Europea y al libre comercio de la América del Norte —el TLCAN suscrito entre México, Estados Unidos y Canadá—, tanto para las economías participantes como para el ciudadano promedio, aunque no cejan en anotar ciertos perjuicios que agobian a minorías de trabajadores enrolados en industrias más o menos expuestas a una competencia comercial que, supuestamente, ha sido establecida en términos asimétricos. Sea lo que fuere, la evidencia nos muestra mayores beneficios que los presuntos perjuicios invocados con algo de razón, sin duda. Quede claro que el trabajo manual tiende inexorablemente a ser desplazado por las nuevas prácticas y tecnologías derivadas del mayor desarrollo económico, lo cual inexorablemente —a qué dudarlo, cuando lo estamos viendo en los Estados Unidos de nuestros días— tendrá consecuencias políticas.
La contienda comercial desatada últimamente tras las órdenes de la Casa Blanca que imponen aranceles prácticamente universales a los productos de las principales economías europeas, americanas y asiáticas, no parece ser el camino que garantice un desarrollo sostenible. Como tal, el mayor arancel, aumentará el precio del producto importado/exportado, forzando una baja en los precios que restará competitividad a la industria de que se trate, para no ceder espacios de mercado. Puede que algunas industrias locales resulten favorecidas, aunque otras sufrirán el encarecimiento de los insumos importados. Habrá nuevos empleos en algunas industrias locales, mientras que otras reducirán puestos de trabajo en la medida que caigan las exportaciones. En definitiva, la imposición de aranceles disuasivos significará, para todas las partes involucradas, la pérdida de mercados-meta determinantes, aunada a una inevitable caída de ingresos.
Por todo lo anterior, vale resaltar la vigencia de la Teoría de las Ventajas Comparativas, la pertinencia y beneficios palmarios de las uniones aduaneras, así como la preeminencia del espíritu de cooperación como alternativa inteligente frente al conflicto —la confrontación de intereses, propósitos y valores—. Ojalá lo entienda de una vez por todas el liderazgo mundial.