Pocas cosas le gustan más a los “dirigentes” que acuñar siglas, establecer denominaciones, estructurar –¡Cómo les encanta una estructura!– nuevas organizaciones; en fin, sentirse que son la salsa donde acude el pan a revolcarse. Son todos cortados con la misma tijera, pocos, muy escasos, se salvan de esa tendencia. Pero, debo destacar que los más furibundos en tales menesteres son aquellos que se arrogan la condición de progresistas. Esos mismos que antes se ufanaban de ser de izquierda, luego indigenistas, más tarde defensores de la diversidad y hoy en día andan al garete, sin encontrar en qué palo ahorcarse.
Algo en lo que se debe hacer énfasis es en que esa pléyade de actores, y actrices, del mundo político se comporta tales ganadores de un Oscar, cuando menos de un Globo de Oro. Se les puede ver pasearse ufanos por claustros universitarios, bautizos de libros, asambleas legislativas, y hasta por velorios o bodas, ningún escenario es poco para ellos. No es extraño verlos deambular, como obispo impartiendo confirmaciones, orondos y de paso majestuoso. Mi abuela hubiera dicho: Es que van como que si no les cabe un maní por donde no les pega el sol…
Los “progres” son de los mejores, a ellos ni Marlon Brando, ni seguidor alguno del método de Konstantin Stanislavski logra superarlos. Son apabullantes, no hay escenario que se les pueda resistir. Ahora, cuando uno se pone a escarbar en actitudes y hechos de tal fauna, no sabe si mearse de la risa o llorar de triste impotencia. Aquello que definen como congruencia, concordancia, coherencia, eso que mi padre llamaba sindéresis, deslumbran por su ausencia.
En realidad, todos proclaman un aire feudal en esencia, conducta que en el siglo pasado fue renombrada estalinismo. No de balde el hijo de Georgia se convirtió en un santo patrono de toda esa vasta cofradía de vagos empoderados. Los mendigos y necesitados se transformaron en proletariado, no tuvieron empacho en manipular a quien hubiera lugar con la heroica defensa de los derechos de los despojos sociales. A fin de cuentas, no importan los medios, solo el fin, al que debemos llamar por su nombre de pila: el poder.
Una vez alcanzada la meta, el ganador, y/o ganadora, se convierte en el señor, o ama, feudal al que debe rendirse voluntades y alabanzas al son de tambores y chirimías. La rendición necesita ser absoluta y a prueba de lo que sea. Se revalidan los derechos a pernada. Conozco infinidad de catedráticos, tanto hombres como mujeres; autoridades de medio pelo, de ambos géneros también; dirigentes gremiales; sin olvidar a ciertos representantes eclesiásticos; quienes convirtieron sus posiciones en exitosas sendas a sus respectivos lechos.
Otra costumbre ratificada es la de abolir los cuestionamientos o críticas de cualquier tenor o forma. La voluntad del líder es ley, es mandamiento divino que debe ser acatado sin demoras so pena del mayor escarmiento posible. En estos tiempos, por lo general, es ser expuesto a través de las benditas redes sociales al desprecio público. No hay matices posibles, solo obediencia ciega y sumisión absoluta. El señor, digo: el líder, es el Dios-amo de todo aquel que respire en su feudo. Si es un sindicato o colegio profesional se hará lo que el compañero secretario general diga. Si es un instituto de investigación, será como anuncie el vicerrector administrativo, por algo es el de los reales. Y así podría ir citando hasta medianoche casos de similar índole.
Todos anhelan encontrar su menesteroso para venderle las vitrinas de siempre llenas de oropeles que encandilan. No es cuestión de razón, se trata de jugar con la emoción de a quienes logran enredar con sus verbos ágiles y poco consecuentes. Después de todo, ¿para qué más me sirves?
Luego los vemos quejarse como camión cargado de cerdos cuando la gente, ese pueblo con el que suelen llenarse los hocicos, les da una somanta de carajazos bien administrada.
© Alfredo Cedeño
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