
La emigración cumplida desde el país de origen o partiendo de alguna parada intermedia, es acto voluntario de quien se traslada y se establece temporal o definitivamente en otro sitio. Como concepto, suele diferenciarse de la inmigración, que es igualmente el traslado a un lugar distinto a la nación de origen —usualmente de manera compulsiva—, con el propósito de permanecer efectivamente y convertirlo en patria adoptiva. En ambos casos habrá causas diversas, unas económicas, para quienes buscan mejores oportunidades y mayores ingresos, otras políticas, provocadas por algún desencuentro con determinada autoridad constituida, incluso hostigamiento por razones diversas —i.e. la supresión del orden público, que no es exclusiva de los países en vías de desarrollo—. Naturalmente, habrá motivaciones sociales como el reencuentro familiar, o el afán de obtener una mejor educación o acceder a servicios especializados de salud. Se produce un mismo efecto sobre el país de origen —i.e. fuga de talentos, pérdida de mano de obra calificada—, tanto como en el entorno del país receptor —i.e. refuerzo a la innovación y al crecimiento económico, aunado a mayores exigencias para la seguridad social y los servicios en general—. En el largo plazo, el fenómeno migratorio, sea temporal o permanente, contribuye poderosamente a la diversidad cultural y desde allí a vigorizar la coexistencia pacífica entre las naciones civilizadas.
El Acuerdo o Tratado de Schengen, suprime los controles migratorios en las fronteras interiores de los países que conforman la Unión Europea. De igual manera, traslada la inspección de documentos de identidad y visados correspondientes a viajeros de nacionalidades ajenas al tratado, a las fronteras exteriores de la Unión Europea. El Acuerdo en comentarios, fue suscrito en 1985 y entró en vigor a partir de 1995, estableciendo el espacio común —nombrado Schengen—, sobre el cual se permite la libre circulación a quien haya ingresado de manera legítima o regular por una de las fronteras exteriores de cualquiera de los países vinculados al convenio.
El flujo de viajeros —entre ellos los migrantes— a las naciones europeas, ha sido creciente en los últimos tiempos. Las puertas de Europa han dado natural recepción y acogida a millones de turistas que solo buscan conocer sus encantos con ánimo de sana diversión y aprendizaje. Pero igual han penetrado el espacio Schengen numerosos turistas que llevan consigo intenciones de permanecer indefinidamente en alguno de los países de Europa, convirtiéndose por tanto en migrantes ilegales, con todas las consecuencias que ello acarrea. Esto último —a lo cual se añaden quienes entran subrepticiamente a los países miembros de la Unión Europea—, ha devenido en crisis migratoria, vale decir, la situación humanitaria provocada por el creciente flujo de refugiados que por motivos políticos llegan procedentes de zonas colapsadas —i.e. Medio Oriente, Afganistán, países de América o del África ecuatorial—. En casos como los de Oriente Medio y el África central, los conflictos han desatado oleadas migratorias provocadas por guerras civiles, insurgencias y tensiones étnicas que han subyugado a la población civil e impactado negativamente sobre la estabilidad política y económica regional —la violencia extremista y el terrorismo, también han ejercido presiones sobre el común de la gente—.
La situación planteada en Europa —no menos comprometida es la que afrontan ciertos países de América, comenzando por Estados Unidos—, pone a prueba no solo la capacidad de absorber buena parte del flujo migratorio, sino además los alcances de las políticas mismas que tienden a favorecer el acceso y acogida de genuinos portadores de tecnología, conocimientos diversos, capacidades y experiencia comprobada en áreas de significativa importancia para el desarrollo económico y los servicios —comenzando, en este último caso, por la salud pública—. En este orden de ideas, los países receptores enfrentan ascendentes desafíos en la gestión de ingresos —aun siendo legales—, procesamiento de solicitudes de asilo y dotación de alojamiento y servicios básicos —se añaden los asuntos de integración laboral y social de los migrantes—.
Todo esto ha generado inevitables respuestas, algunas de ellas muy chocantes, como hemos visto últimamente. Pero el asunto no puede verse únicamente desde el punto de vista de los países receptores, quienes con derecho propio reaccionan ante un hecho agobiante para sus respectivos gobiernos y sociedades nacionales. Cabe ante todo abordar el origen del problema —el país y su circunstancia o el gobierno que incita el desasosiego social—, que no se resolverá con una simple revisión y ajuste de políticas migratorias en los países receptores. No olvidemos que buena parte del flujo migratorio tiene su causa fundamental en cuestiones humanitarias que envuelven a los países de origen —ello se extiende al trayecto de la huida, donde han fallecido o desaparecido personas en el mar o en accesos terrestres aventurados—. Por añadidura, las crisis migratorias determinan desencuentros políticos en Europa y en los Estados Unidos, tanto internos como en las relaciones con terceros países, atizando debates sobre la solidaridad humana —y los derechos humanos—, el manejo de la diversidad cultural y la asignación de responsabilidades. Estamos pues ante un hecho disruptivo, una realidad compleja con muchas y muy variadas causas y consecuencias.
Comencemos pues por adquirir sentido de la realidad —el origen del problema, insistimos—, con responsabilidad, equidad y plena conciencia de la magnitud del desafío que se nos impone como sociedades humanas de alguna manera interconectadas. Porque la única respuesta no puede seguir siendo el fomento de un sentimiento contrario a la inmigración, tal y como han promovido ciertas posturas políticas.