
No puedo esconder mi profunda satisfacción ante la heroica acción del ejercito ucraniano, al observar las cámaras de los drones que impactaron contra la aviación rusa el pasado domingo 1º de junio. El presidente Zelenski ha explicado que el Servicio de Seguridad de Ucrania (SSU) dedicó año y medio a la operación culminada exitosamente con la destrucción de más de 41 aviones estratégicos, entre los que figuraban bombarderos con capacidad de lanzar misiles de largo alcance y daños estimados en 7.000 millones de euros.
Desde la invasión rusa a Ucrania en febrero de 2022 he seguido a diario cómo el ejército de la Federación Rusa ha masacrado un país: ha secuestrado a decenas de miles de niños, asesinado a cientos de miles de soldados y civiles, y destruido su infraestructura industrial y de servicios públicos. Todo un holocausto transmitido en directo por redes sociales y medios de comunicación.
Por tanto, no oculté también mi regocijo cuando el valiente ejército ucraniano hizo retroceder al ejército ruso al 0riente de Ucrania, en el Donbass, después de la batalla del Aeropuerto de Hostomel (2022).
Han transcurrido 3 años y 3 meses de atrocidades cometidas por las huestes rusas para que el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, expresara el domingo 25 de mayo de 2025 su descontento con Vladimir Putin, tras el mayor ataque aéreo de Moscú contra Ucrania. “Se ha vuelto completamente loco”, dijo sobre el mandatario de Rusia.
Por el contrario, en lugar de ser una ingenuidad es una alerta para la Unión Europea, la OTAN y el resto de instituciones del mundo libre, cuyos preceptos impulsan los valores democráticos, sobre el verdadero peligro que se cierne sobre la humanidad ante el resurgimiento de un tirano inspirado en las cavernas de Stalin y la Gran Rusia de los Zares, lo que proyectaría una amenaza para el resto de Europa Oriental y de las antiguas colonias de la URSS.
El nivel de cinismo del dictador Putin no tiene límites al presentarse como defensor de la paz en la mesa de negociaciones en Estambul, aun cuando bombardea sin compasión alguna un día sí y el otro también el territorio del país invadido; mientras que el ejército ucraniano, cuando ataca justificadamente en suelo ruso, privilegia los objetivos militares.
Entre tanto, la historiadora Galia Ackerman (27/05/2025) opina que el presidente de Rusia sigue una estrategia a largo plazo, una política perversa basada en una reescritura de la historia, al señalar que el deseo de sumisión y asimilación del pueblo ucraniano es muy antiguo en Rusia. La política de violencia sistemática y obsesiva fue ejercida contra Ucrania por los tres regímenes que se sucedieron en Rusia durante los últimos doscientos años: el Imperio zarista, luego el poder bolchevique y soviético, y finalmente la Rusia postsoviética. Y la guerra a gran escala lanzada por Vladimir Putin el 24 de febrero de 2022 contra Ucrania, tras la anexión de Crimea y la guerra desatada en el Donbass, es solo la versión más reciente y extrema de este deseo de destruir, erradicar y aniquilar al país vecino de Rusia.
Por otra parte, no es de extrañar -como señala el periodista Ivan Nechepurenko (29/05/2025)- que el Kremlin haya abrazado cada vez más al dictador soviético Joseph Stalin y su legado, utilizándolos para exaltar la historia rusa en tiempos de guerra, aunque sigue siendo una figura profundamente divisiva en Rusia. Tras casi seis décadas de ausencia, el rostro de Joseph Stalin, el tirano que no es conocido por escatimar vidas para conseguir sus objetivos, vuelve a saludar a los viajeros en una de las ornamentadas estaciones de metro de Moscú.
Desde que Vladimir Putin asumió el poder hace más de 25 años, se han erigido al menos 108 monumentos a Stalin en toda Rusia y el ritmo se ha acelerado desde la invasión a Ucrania en 2022, dijo Iván Zheyanov, historiador y periodista que ha llevado la cuenta de las estatuas. Este año se instaló una en la ciudad ucraniana de Melitópol, actualmente ocupada por las fuerzas de Moscú.
“La progresiva reestalinización del país es peligrosa no solo para la sociedad, ya que justifica las mayores atrocidades gubernamentales de la historia del país, sino también para el Estado”, indicó Lev Shlosberg, político de la oposición rusa y miembro del partido liberal Yabloko, que inició una petición para desmantelar el monumento en el metro de Moscú. “Tarde o temprano, la represión consume al propio gobierno”.
En estas circunstancias Maduro, valioso peón de Putin en América Latina, debe estar mortificado ante los recientes sucesos en la guerra de Ucrania, de hecho, ha sido su costumbre demostrar perruna fidelidad al tirano ruso con su incondicional respaldo a su política internacional, de agresión permanente a la civilización occidental, integrando el coro de una sola nota junto con los dictadores del Caribe, de Cuba y Nicaragua.
La precariedad del régimen condiciona el guion que le asigne el Kremlin, lo vimos en tercera fila como relleno en el Desfile de la Victoria de Moscú que conmemoró el 80 aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial en Europa, como apoyo al depuesto sanguinario régimen de Bashar al-Assad en Siria o como “testigo electoral” de los ilegales plebiscitos de anexión de territorios de Ucrania en el Donbass.
Definitivamente, cuando se conoce la historia del Kremlin, Putin puede ser de todo menos loco.