Apóyanos

Prólogos quijotescos y humores cervantinos

“Avellaneda, sea quien sea, compone su prólogo, junto con los demás liminares del libro, con ánimo malhumorado, acopiando chanzas y agravios contra el primer autor y su obra entera. De ahí la tristeza de Cervantes, acaso agravada al comprobar que se trata de una traición” Por MARÍA PILAR PUIG MARES Retráteme el que quisiere, pero […]
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“Avellaneda, sea quien sea, compone su prólogo, junto con los demás liminares del libro, con ánimo malhumorado, acopiando chanzas y agravios contra el primer autor y su obra entera. De ahí la tristeza de Cervantes, acaso agravada al comprobar que se trata de una traición”

Por MARÍA PILAR PUIG MARES

Retráteme el que quisiere, pero no me maltrate.

Miguel de Cervantes.

Don Quijote de la Mancha. II. LIX

Lector mío…

en topando a aquel mi maldiciente autor,

dile que se enmiende, pues yo no ofendo a nadie.

Miguel de Cervantes. “Prólogo al lector”.

Ocho comedias y ocho entremeses nuevos nunca representados

Desde la antigüedad clásica el prólogo es parte importante de la obra que precede, pues, en principio, como informa Barthes, es “función del proema (…) exorcizar lo arbitrario de todo comienzo”; además, en especial los prólogos de autor, facilitan a este su labor de domesticación del lector. E, igualmente, crean la atmósfera necesaria para que el lector dé al escrito la clase de lectura que el autor exige y el texto precisa. Luego de su decadencia en el Alto y Pleno Medioevo el prólogo vuelve a recuperar su vigor en la etapa bajo medieval y renacentista; pero mantiene tanto su obligación de incluir sentencias y ejemplos morales como la inclinación a convertirse en diálogo cómplice entre autor y lector, pues es aquí donde se sella el pacto ficcional entre ellos.

En su prólogo a la primera parte del Quijote, Cervantes se queja de la obligación, aún vigente, de incluir en él prédicas morales y citas de autoridad provenientes de los maestros clásicos, pues no es el suyo un libro pedagógico al estilo medieval sino de entretenimiento, con lo cual ya ofrece una primera valoración de su obra y estilo. Sin embargo, como los mejores y más “originales” de sus predecesores, se vale de la retórica y de la variadísima tópica al uso, empleándolas con genial ironía.

La clara afición de Cervantes por los prólogos, por una parte; por otra, su manera de valerse de ellos, como quien conoce muy bien la retórica al uso y el arte de subvertirla empleando sus mismos códigos culturales, han convertido estas piezas en inestimables canteras para conocer su pensamiento, su sentir y emociones, sus más caras inclinaciones personales, su ironía y bondad, sus afectos y desafectos; su opinión acerca del oficio de la escritura, su juicio sobre sus contemporáneos y sus obras. Y su estimación del arte creativo.

En el ingenioso prólogo a la primera parte del Quijote el tópico dedicado a conquistar la benevolencia del lector (captatio benevolentiae), y falsa modestia aledaña, constituye el mejor aliado para hacerlo favorable a las propuestas del autor. Y una de ellas no puede resultar más irónica, porque al confesar su propia incapacidad intelectual y erudita para acopiar citas de autores famosos, Cervantes hace crítica de todos aquellos que (como Lope de Vega, aunque no lo nombra, pero reconocía cualquier lector de su entorno) son diestros al consultar los florilegios, compendios y antologías de frases y autores célebres (la Wikipedia del momento) con el propósito de incluir en sus escritos referencias de “alta cultura”, y pasar por doctos. Cervantes construye su prólogo con lúdica alegría, mientras critica y parodia la tradición retórica prologal, de la cual se vale, y emite juicio sobre las costumbres literarias de sus contemporáneos. Por ello le incluye burlonamente todas las sentencias y ejemplos morales consagrados por la tradición antigua.

El pacto con el lector que Cervantes establece en este prólogo contiene la cláusula de adherencia al bando de los detractores —más o menos molestos y enconados— de Lope de Vega, rival vencedor de Cervantes en las contiendas teatrales, jamás en la prosa; a pesar de lo cual Cervantes, en sus obras, revela el malestar que tal superioridad le causa; porque Lope de Vega, su teatro, su “nuevo arte” de componer comedias, constituyen referentes perennes e importantes a lo largo de la creación cervantina. La amistad entre ambos escritores se había quebrado hacia 1604, pues poco antes de esta fecha se habían valido mutuamente como testigos de descargo en querellas judiciales. Incluso Cervantes otorgó a Lope un soneto laudatorio para la tercera edición de La Dragontea. Y Lope elogia a su futuro rival al hacer de su imagen de poeta adorno en uno de esos “retratos que para tiempos futuros estaban puestos” (La Arcadia: Libro V). Así pues, las razones del distanciamiento no resultan claras: envidias, piques literarios, oposición generacional, etc. El caso es que en los tres prólogos objeto de nuestra consideración hoy (Cervantes, Primera y Segunda partes del Quijote, y Avellaneda), el “monstruo de naturaleza”, como lo llamó Cervantes, se convierte en clave y motivo relevante de su composición.

Cervantes, criticando el exceso de florituras y demostraciones eruditas empleadas tan profusamente por Lope, no sólo va componiendo su propio prólogo, sino que critica igualmente la falsa erudición y cultura, esa que con tanta velocidad se obtiene de los catálogos retóricos y florilegios y se demuestra en la excesiva anotación marginal de las obras. Dice Avellaneda respecto a este asunto —y se ha repetido después— que Cervantes lo critica por carecer él mismo de erudición suficiente para adornar su obra con sentencias y ejemplos clásicos. Que lo mueve la envidia. Todo puede ser, diría Sancho. Pero lo cierto es que a Cervantes sus contemporáneos no lo acusan de tal práctica, menos aún manifiesta interés por pasar por docto, ni afecto por los manuales de fácil consulta, mientras Lope “se puede presentar —en esos años al menos— como prototipo de autor obsesionado por demostrar erudición, fue un gran fatigador de los que él calificaría años después en La Dorotea (1632) como ‘librotes de lugares comunes”. (Pedro Conde y Javier García. Ravisio Téxtor entre Cervantes y Lope de Vega: una hipótesis de interpretación y una coda teórica).

Apreciemos, entonces, el estilo de ironía propuesto por Cervantes en su prólogo, al tiempo de ofrecer su propia consideración acerca de ciertos aspectos de la literatura de ficción, de la tradición retórica y del uso que a ésta dan algunos escritores de su tiempo. Pero rescata por igual, e irónicamente, siempre irónicamente, la bondad de la retórica, pues esta no es sólo “una concepción del lenguaje y de la literatura, sino una filosofía, una cultura y un ideal intelectual” (Pierre Guiraud, La estilística). Sabe bien Cervantes cómo la retórica se constituye en un metalenguaje que sufre a través del tiempo las necesarias variaciones, pero siempre se vale de la maravillosa ambigüedad de la palabra. Una vez más recordaré el afecto de Curtius por esas extrañas relaciones que unen al mundo arcaico del alma con la tópica literaria.

En 1614 salió de las prensas tarraconenses, según dice el propio libro, aunque en verdad se imprimió en Barcelona, el “Segvndo / tomo del / ingenioso hidalgo / Don Qvixote de la Mancha, / que contiene su tercera salida: y es la / quinta parte de sus auenturas. / Compuesto por el Licenciado Alonso Fernández de / Auellaneda, natural de la Villa de / Tordesillas. (…) Con licencia, en Tarragona, en casa de Felipe / Roberto, Año 1614”. Se trata de lo que se ha llamado “Quijote apócrifo”.

El libro lleva aprobaciones y licencias tanto del Arzobispado de Tarragona como del representante del “Consejo de Su Majestad”, es decir, de lo “espiritual y temporal”,  y es sabido que sólo a libros de autor conocido se les otorgaban, no a los anónimos ni escritos bajo seudónimos no identificables con personas reales. Incluso, el anonimato literario era tratado por la Inquisición como delito de herejía.

El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha (la segunda parte del Quijote cervantino. 1615) resiente la aparición de este falso Quijote de autor desconocido, no sólo por la imitación de que ha sido objeto, asunto mucho menos vilipendiado entonces que hoy, ni porque el libro sea de muy inferior calidad literaria y maltrate sin piedad a sus héroes, sino en especial por el tratamiento recibido por el autor Miguel de Cervantes, a quien se tilda de viejo soldado con más lengua que manos, “pues confiesa de sí que tiene sola una”, y es “mal contentadizo, que todo y todos le enfadan, y por ello está tan falto de amigos”; además sufre del pecado de envidia, que consiste en “odio, susurración, detracción del prójimo, gozo de sus pesares y pesar de sus buenas dichas”, todo lo cual lo impulsa a “ofender a mí, y particularmente a quien tan justamente celebran las naciones más estranjeras y la nuestra debe tanto, por haber entretenido honestísima y fecundamente tantos años los teatros de España con estupendas e inumerables comedias”.

Por todo esto Avellaneda se siente en la obligación moral de desagraviarse y desagraviar al genial teatrero, cuya genialidad y buen uso de la tradición tanto reconoció Cervantes, igual que sus contemporáneos, si bien a todos enojasen sus envidias, vanagloria, malquerencias y soberbia. Para ello, el imitador propone “entremesar la presente comedia —no la llama novela— con las simplicidades de Sancho Panza, [aunque] huyendo de ofender a nadie”. De este modo, compone un libro que, según él, se verá libre de los defectos del de Cervantes; es decir, no será quejoso ni murmurador ni impaciente ni colérico, pues no sale “tiznado” de estos vicios porque no ha sido compuesto en la cárcel. El libro de Avellaneda se diferenciará del de Cervantes en el “opuesto humor” de sus autores. De este modo, el apócrifo imprimirá “las segundas sandeces sin medida / del manchego Fidalgo don Quijote” con la limpieza moral del que no “enseña a ser deshonesto sino a no ser loco”. Y este “opuesto humor” será el único acierto de Avellaneda, quien cuando se burla lo hace sin gracia ni ironía, pero sí con iracundia y crueldad.

Avellaneda, sea quien sea, compone su prólogo, junto con los demás liminares del libro, con ánimo malhumorado, acopiando chanzas y agravios contra el primer autor y su obra entera. De ahí la tristeza de Cervantes, acaso agravada al comprobar que se trata de una traición.

Indicios claros aseguran que el seudónimo es apenas una transparente máscara de alguien a quien Cervantes bien conocía, aunque lo calle. Ahora bien, si la ofensa contra Lope se hace evidente, Avellaneda no da a conocer la suya, ni nadie hasta hoy la ha descubierto. Seguramente Cervantes sí debió poseer todos los datos, que el propio Avellaneda se ocuparía de darle a conocer, porque —como Poe nos recuerda— no existe venganza en el anonimato. Entonces, por qué Cervantes no revela en su apenado prólogo a la segunda parte del Quijote la identidad de Avellaneda. Creemos encontrar respuesta precisamente en el hecho de que, al mantener el anonimato, la venganza no se cumple en tu totalidad; además del derecho a negar alguna fama a su contendor. De este modo Cervantes se muestra legítimamente agraviado por alguien vil y cobarde, capaz de esconder su identidad. Ese alguien, pues, vale muy poco.

El prólogo de Avellaneda comienza alegando que el Quijote de Cervantes “casi es comedia”; apelativo que en este sitio no parece empleado como solía a todo género de representación, sino sólo referir a asunto jocoso y divertido, es decir, de poca monta, pues viene en compañía de la palabra “entremesar”. Sería así el Quijote una comedia de entremés. De cualquier modo, este intento de “entremesar” una comedia que en verdad no lo es, sino que es novela, representa el deseo de rebajar la condición del texto criticado porque el entremés constituye una bufonada muy satírica, una mojiganga. En definitiva, Avellaneda está consciente de hacer con su obra una burla llena de todos los excesos propios de este estilo de composición.

Todo esto y definir las Novelas Ejemplares como “comedias en prosa” permite acaso reconocer nuevas e hirientes alusiones al fracaso teatral de Cervantes. Incluso podríamos especular en que nuestro autor, visto su escaso éxito en las tablas, decidiera dar a viejas comedias nueva traza como novelas, porque sí, las novelas ejemplares son absolutamente plásticas, teatrales, lo cual no es un defecto. Hasta podríamos considerar que esta conversión de comedias en novelas estaba en conocimiento de Avellaneda. Si además consideramos la tardanza de casi nueve años para contestar la supuesta ofensa, lo cual hace solo después de la aparición de las Novelas Ejemplares en 1613, cuyo prólogo tanto lo molesta, todo hace pensar en un Avellaneda muy ligado a los círculos teatrales. Si defiende o no a Lope, si emplea su nombre sólo para molestar a Cervantes, es otra cuestión.

Encuentra excusa Avellaneda para su continuación en la tradición retórica y en el mismo Cervantes cuando concluye su Primera parte con la cita tópica de Ariosto: “Forse altro canterà con miglior plectro” (“Quizá otro cantará con mejor plectro”). De este modo el autor se entiende a sí mismo como legítimo continuador de una costumbre de larga data, pero que en su tiempo se extiende a muchísimas obras y en especial a las sagas de las novelas de caballerías. La imitación no es per se un defecto ni un “pecado” (aunque Cervantes pide que al imitador lo castigue “su pecado”). El propio Cervantes ha escrito a imitación de las novelas de caballerías, parodiándolas cuanto reconociendo en el espíritu que las alienta esa capacidad iniciática suya para educar el alma joven (novelas de iniciación o de formación). Incluso ha llamado a sus propias novelas “ejemplares”, en atención a su calidad y ofreciéndolas como modelo. Pero en la continuación de su Quijote no observa Cervantes este estilo de imitación, sino un remedo vulgar, una falsificación y una burla. El Quijote apócrifo se resuelve en anecdotario sin sombras ni relieves. Y aunque de hábil escritura, resulta cáscara vacía.

Hiriente es la mención contra la manquedad del viejo soldado, señalada por Avellaneda con propósito de injuria. Mas no puede haberla porque no la ganó Cervantes en una taberna sino en la gloriosa batalla de Lepanto, luchando heroicamente. Este párrafo del apócrifo trae feas vejaciones sobre el carácter descontentadizo de Cervantes, su falta de ingenio y de amigos, pues, asegura, nadie quiere ser por él aludido. Es esta la razón de que ponga en su obra sonetos del emperador de Trapisonda. Avellaneda se hace el que no entiende la burla retórica, ni menos el ánimo risueño de todo el prólogo, con la intención de transformarla en una ofensa y un desenmascaramiento.

Se defenderá Cervantes en su segundo prólogo recurriendo asimismo al bagaje cultural común y ratificará que de las dos envidias que hay, él sólo conoce la santa, la buena, la promotora de la emulación del bien.  Luego menciona Avellaneda la cárcel, con muy poca caridad cristiana, cuando él mismo ha tildado a su adversario de carecer de ella. A la mención de la cárcel Cervantes, seguramente afrentado, no da respuesta.

Una cosa es la ironía hacia todos, empezando por sí mismo, otra es la humillación. Y Cervantes, como él mismo dice, a nadie ofende. Mientras que al continuador su vileza le ha impedido desplegar su humor y entregarse a un juego intertextual con la Primera parte del Quijote y su autor. ¡Lástima grande!

Cervantes, sin embargo, no desaprovecha la ocasión, y aunque ofendido hasta la humillación, y triste en demasía, como muestra el claro cambio de humor a partir del capítulo LIX de la segunda parte, no puede ni quiere reprimir su inclinación lúdica y promueve un diálogo inteligente entre su obra y la del copiador.  A las ofensas de Avellaneda da respuesta por vías indirectas, empleando la herencia tópica de manera magistral. Defraudará al lector que aguarda este prólogo, tanto más que la propia obra, para enterarse del estado de ánimo del ofendido y de su respuesta a las “venganzas, riñas y vituperios” recibidos. A ese lector informa que su pecho no esconde cólera para cobrar a traición, sino nobleza; por eso da la cara, en oposición a quien su propia vileza obliga a esconderse tras el anonimato. De ninguna manera se le ocurrirá llamarlo, como el lector supone, “del asno, del mentecato y del atrevido”. No. Aunque, “Si por ventura llegares a conocerlo, dile de mi parte que no me tengo por agraviado; que bien sé lo que son tentaciones del demonio, y que una de las mayores es ponerle a un hombre en el entendimiento que puede componer e imprimir un libro con que gane tanta fama como dineros y tantos dineros cuanta fama”. Por otra parte, este Avellaneda que encubre su nombre y finge su patria, “como si hubiera hecho alguna traición”, será fácilmente reconocido porque la aflición “que debe de tener este señor sin duda es grande”.

Concluye el autor del prólogo del apócrifo en que a su libro se le debe dar licencia de impresión porque “no enseña a ser deshonesto”, apuntando a que el libro de Cervantes sí lo enseña, “sino a no ser loco”. Quien conozca a don Quijote apreciará de inmediato su honestidad, su bondad y buen juicio, éste en tanto no se le toque el tema de la verdad encerrada en los libros de caballerías. Aunque también sabemos que esa “verdad” le dio el ser, lo hizo mejor. Avellaneda sentencia: “Bien se puede permitir por los campos un don Quijote y un Sancho Panza, a quienes jamás se les conoció vicio; antes bien, buenos deseos”. El contrasentido ocurre porque en los nuevos personajes no destaca la bondad o la justicia. Veamos.

Avellaneda concluye su Quijote con un acto de desamor. Ya sabemos cuánto don Quijote se ofende con quienes lo llaman loco sin comprenderlo; pues bien, Avellaneda lo entrega a una casa de locos. La impiedad del autor para con su personaje conmueve. Y mueve a justa cólera tamaña insensatez. En el capítulo XXXV, penúltimo de su novela, concreta Avellaneda la separación de don Quijote y Sancho, merced al escamoteo de los sentimientos del escudero y la vulgar compra de su persona y vida por el Archipámpano, quien ofrece a un avariento Sancho el regalo de su hacienda con “abundancia y prosperidad”, a cambio de lo cual solo le pide que consienta encerrar a don Quijote en un manicomio,  traición que hace el zafio sin que le duela ni un poco, y abandona a don Quijote con un simple “se vaya con Dios”. Este capítulo de Avellaneda cierra con don Álvaro Tarfe recluyendo a don Quijote en el manicomio toledano, pero la noche antes de su viaje engañoso, muestra el narrador a un personaje tan lelo, ajeno de sí, tan inconsciente que se fue a la cama “sin reparar don Quijote más en Sancho que si nunca le hubiera visto” (XXXVI). Si el móvil de su escritura fue enseñar “a no ser loco”, la lección moral le resultó torpísima. Cuán distante de las muchas resonancias habidas en las palabras del Caballero del Verde Gabán o de Sancho: “le he visto hacer cosas del mayor loco del mundo y decir razones tan discretas, que borran y deshacen sus hechos” (II.XVIII). “¿Es posible que haya en el mundo personas que se atrevan a decir y a jurar que este mi señor es loco?” (II. LVIII). Porque la locura de don Quijote no es de las que apartan del mundo y derivan hacia la prisión de la casa de locos. Al contrario, se afinca en la vida para embellecerla y mejorarla.

La tacha que como lectora de buena fe hago al libro de Avellaneda, y siempre en la fatal comparación con el original, tiene que ver con su atmósfera de irrealidad, de cosa fingida, máscara y caricatura con solo los rasgos grotescos recalcados que tiene; pero sobre todo con su falta de ternura, con el desamor y vileza que lo impregnan. Cómo no va a preferir la péndola de Cide Hamete un don Quijote en su sepultura antes de verlo delineado “con pluma de avestruz grosera”, capaz de convertir al caballero en una piltrafa física y moral, en un ser tan lastimoso que, luego de “sanar”, se dedica a trashumar sin sentido ni conciencia de su nombre ni, mucho menos, decoro, y va tan pobre, para siempre acostumbrado a la humillación y la indignidad, que acepta una limosna de Sancho, quien vive ufano y “en prosperidad”.

Cervantes en el capítulo LIX de la segunda parte revela su conocimiento del libro de Avellaneda. El juego es magnífico. Se juntan en una posada dos amigos a quienes don Quijote y Sancho escuchan con estupor decir que para entretenerse leerán algún episodio de esta segunda parte, mas uno de ellos comenta: “¿Para qué quiere vuestra merced, señor don Juan, que leamos estos disparates, si el que hubiere leído la Primera parte de la historia de don Quijote de la Mancha no es posible que pueda tener gusto en leer esta segunda?”. No obstante, algo leen. Entonces, Don Quijote lleno de ira justísima porque lo califica el tal libro como desenamorado de Dulcinea, irrumpe tronante para desmentir tamaño desatino: “Dulcinea del Toboso ni puede ser olvidada, ni en don Quijote puede caber olvido: su blasón es la firmeza y su profesión el guardarla con suavidad y sin hacerse fuerza alguna”. Ahora los estupefactos son los caballeros lectores, los cuales, claro, los reconocen como verdaderos y emprenden entre todos la crítica del apócrifo y sus personajes. Al verdadero don Quijote, “norte y lucero de la andante caballería”,  lo tienen delante,  “a despecho y pesar” del que ha pretendido —vanamente— “usurpar vuestro nombre y aniquilar vuestras hazañas, como lo ha hecho el autor de este libro que aquí os entrego”. No lo leerá don Quijote, ojeará lo preciso para decretar que “lo confirmaba por todo necio”.

Tras el singular torneo donde es vencido mas no derrotado, y justo antes de volver a su aldea, en una de esas ventas donde ocurren los sucesos más extraordinarios, conoce don Quijote a don Álvaro Tarfe, compañero inseparable de las andanzas del libro de Avellaneda. Indiscutiblemente, con la inclusión de este personaje (secuestrado por Cervantes en una “jugada maestra”, como aprecia Riquer) los divertimentos retóricos cervantinos alcanzan su cumbre, mientras se acrecientan y exploran nuevamente las muchas posibilidades del género novelístico y el retorcimiento de la intertextualidad marca ejemplo. El reconocimiento de los personajes entre sí no puede ser más natural. Don Quijote al oírlo llamar recuerda haber leído el nombre cuando ojeó su falsa historia, pero como el extrapolado no los reconoce “de bulto”, debe ser convencido mediante acciones y palabras, todas en contraste con las mentidas de Avellaneda, cuyos personajes no dejan de ser caricaturas grotescas moviéndose en un ambiente prosaico y vulgar. Sancho, tan maltratado, se queja a don Álvaro Tarfe de haber sido rehecho como “algún grandísimo bellaco, frión y ladrón juntamente”, aunque no hace al caso, porque ése no es “el verdadero Sancho Panza”. Igual ocurre al caballero que es él, y no “ese desventurado que ha querido usurpar mi nombre y honrarse con mis pensamientos”.  Todo lo reconoce la autorizada opinión de don Álvaro, testigo, como se dijo, de las aventuras de la pareja ficticia desde el primer capítulo hasta el último, quien se admira de “ver dos don Quijotes y dos Sanchos a un mismo tiempo tan conformes en los nombres como diferentes en las acciones”; por lo tanto, “vuelvo a decir y me afirmo que no he visto lo que he visto, ni ha pasado por mí lo que ha pasado” (II. LXXII).

Cervantes/don Quijote solicitan, con sorprendente necesidad de legalidad, confirme don Álvaro Tarfe su testimonio ante notario público, lo cual hace el moro ahidalgado de muy buena gana, porque

[…] a su derecho [el de don Quijote] convenía que don Álvaro Tarfe […] declarase […] como no conocía a don Quijote de la Mancha, que asimismo estaba allí presente, y que no era aquel que andaba impreso en una historia intitulada Segunda parte de don Quijote de la Mancha, compuesta por un tal de Avellaneda, natural de Tordesillas. Finalmente, el alcalde proveyó jurídicamente; la declaración se hizo con todas las fuerzas que en tales casos debían hacerse, con lo que quedaron don Quijote y Sancho muy alegres, como si les importara mucho semejante declaración y no mostrara claro la diferencia de los dos Quijotes y la de los dos Sanchos sus obras y palabras (LXXII).

La conclusión es definitiva: “todo cualquier otro don Quijote y cualquier otro Sancho Panza es burlería y cosa de sueño”.  Aunque será el lector quien decida. Así pues, “háblale tú y toma el pulso a lo que sabe, y, pues eres discreto, juzga de su discreción o tontería lo que más puesto en razón estuviere” (II.XVIII).

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