Venezuela, nación con una de las mayores reservas de petróleo del mundo, vive hoy una paradoja que solo es posible en regímenes autoritarios con industrias estatales colapsadas: Pdvsa está produciendo más petróleo que el año pasado, pero exporta menos, gana menos y depende de compradores que exigen descuentos insostenibles.
Según el informe de junio de la OPEP, la producción petrolera venezolana alcanzó en mayo los 896.000 barriles diarios, un aumento de 10,3% en comparación con mayo de 2024. Sin embargo, lejos de significar una recuperación económica, esta cifra solo confirma la trampa estructural en la que se encuentra la industria: más volumen no significa más ingresos.
El precio del crudo Merey, la mezcla insignia de Pdvsa, se cotizó en mayo en apenas 51,73 dólares por barril, el más bajo de toda la cesta OPEP y casi 12 dólares por debajo del Brent. Este diferencial no es un incentivo comercial: es un síntoma de debilidad geopolítica y aislamiento financiero.
Pero la caída más alarmante es otra: según datos preliminares de la Administración de Información Energética de Estados Unidos (EIA), las importaciones estadounidenses de crudo venezolano cayeron 32,6% entre abril y mayo. Esto ocurrió tras la expiración de licencias temporales que permitían a empresas como Chevron operar parcialmente bajo el régimen de sanciones.
Quienes, dentro y fuera del país, alimentaban la ilusión de una reapertura progresiva del sector petrolero venezolano mediante negociaciones con Washington, deben leer este momento con claridad. Sin reformas políticas y jurídicas profundas, Pdvsa seguirá atrapada en una economía de subsistencia disfrazada de producción.
El régimen de Nicolás Maduro ha demostrado que puede mantener a flote una producción mínima con apoyo técnico limitado y acuerdos opacos con intermediarios asiáticos. Pero cada barril vendido en esas condiciones representa una derrota estratégica: más dependencia, menos transparencia, y ningún desarrollo.
El drama de Pdvsa no es solo el de una empresa mal administrada. Es el de una nación cuyo recurso más valioso ha sido transformado en una cadena. Se produce, pero no se factura. Se exporta, pero no se cobra. Y cuando se cobra, rara vez el dinero entra al país.
Mientras no cambien las reglas del juego —ni en Caracas ni en Washington—, el petróleo venezolano seguirá fluyendo por debajo de su valor real, como un recordatorio permanente de lo que pudo ser y no fue.
Pdvsa ya no es símbolo de soberanía energética. Es el monumento a una abundancia desperdiciada.