
En días recientes, las palabras del diputado chileno Jaime Araya —proponiendo la expulsión masiva de venezolanos a bordo de barcos— han sacudido no solo a la comunidad migrante, sino a todos aquellos que aún creen en la dignidad humana como piedra angular del pacto democrático. No es una simple declaración. Es una señal de alarma. Y es preciso alzar la voz.
No se puede tolerar que un representante del Estado recurra al lenguaje de la exclusión para ganar aplausos fáciles en tiempos difíciles. Porque criminalidad no es nacionalidad. Y reducir a toda una comunidad —diversa, esforzada, viva— a una caricatura delictiva no solo es una injusticia, sino una distorsión peligrosa que siembra división donde debería haber diálogo.
Las afirmaciones del diputado Araya no son solo ofensivas: son una negación del espíritu latinoamericano que, entre exilios y abrazos, ha tejido puentes entre pueblos golpeados por la historia. Su propuesta evoca fantasmas del pasado: barcos no como símbolos de comercio o encuentro, sino como instrumentos de expulsión y desarraigo. ¿Acaso olvidamos que, en 1973, miles de chilenos encontraron en Venezuela un refugio digno frente a la persecución? ¿Acaso no recordamos a diplomáticos como Orlando Tovar y Milos Alcalay, que arriesgaron su seguridad para salvar a perseguidos políticos del Cono Sur?
Los venezolanos en Chile no son invasores. Son médicos que sostuvieron hospitales durante la pandemia, son maestras que hoy enseñan en zonas vulnerables, son técnicos, repartidores, músicos, académicos, emprendedores y obreros que, con sus manos, han revitalizado espacios y comunidades. Han llegado a sumar, no a restar. A construir, no a destruir.
Los datos son claros: según cifras del INE y del Servicio Jesuita a Migrantes, más del 80% de los venezolanos en Chile trabaja activamente. Su aporte económico al país en 2023 superó los 863.000 millones de pesos chilenos, representando 0,3% del PIB nacional. Además, contribuyen con más de 1% de la recaudación fiscal. ¿Cómo se puede negar esta realidad con una frase altisonante y un llamado a “llenar barcos”?
No negamos que existan delitos cometidos por personas migrantes. Pero la respuesta no puede ser la estigmatización colectiva. La justicia debe ser firme, sí, pero también ciega a la nacionalidad, y guiada por el Estado de Derecho, no por el populismo punitivo. Atribuir el delito a una nacionalidad específica es una forma moderna de discriminación sistemática, contraria tanto a la Constitución chilena como a tratados internacionales como la Convención contra la Discriminación Racial de 1965.
Lo que está en juego no es solo la seguridad pública, sino la calidad moral de la democracia chilena. ¿Seremos capaces de garantizar el orden sin sacrificar la humanidad? ¿O caeremos en la trampa de los discursos fáciles que convierten a los más vulnerables en chivos expiatorios?
Quienes llegamos de Venezuela lo hicimos por necesidad, no por capricho. Huimos del hambre, de la persecución, del colapso de un país que nos fue arrebatado. No venimos a imponer, sino a integrarnos; no pedimos privilegios, sino respeto. Venimos a trabajar, a estudiar, a vivir en paz. Y a soñar con regresar, algún día, a una patria que también nos reciba con brazos abiertos.
Chile ha sido tierra de acogida. Venezuela también lo fue. Que no se naufrague en el miedo lo que fue sembrado con solidaridad. Que las políticas migratorias sean firmes, sí, pero también humanas, justas, sin prejuicios ni estigmas. Que se persiga al delincuente, no se expulse al inocente.
Y que quienes ostentan cargos públicos recuerden que sus palabras no son inofensivas: pueden alimentar odios, pueden justificar atropellos, pueden tener consecuencias legales internacionales. La historia juzgará a quienes usaron el poder para dividir, como también reconocerá a quienes, aun en la tormenta, eligieron defender la dignidad humana por encima de la demagogia.
Porque los discursos de odio tienen consecuencias reales. Ya no son metáforas, ya no son advertencias abstractas. El asesinato de Yaidy Gárnica Carvajalino, mujer venezolana de 43 años, apaleada y asesinada de un escopetazo por un vecino en Chile, es prueba dolorosa de lo que ocurre cuando el prejuicio se instala como norma. El conflicto, al parecer, surgió por un reclamo de ruidos molestos, una situación que bien hubiese podido resolverse por los canales que ofrece el Estado de Derecho. Ciertamente, algunos venezolanos debemos aprender a respetar ciertas normas locales. Pero eso jamás justifica la barbarie. El asesinato a sangre fría de una mujer desarmada, en su propio hogar, no es un caso aislado: es el eco brutal de un clima que se envenena cuando desde el poder se sugiere que hay vidas menos dignas que otras.
Nuestra presencia en este país hermano es transitoria. Estamos en Chile como en un refugio ante la opresión, no por elección sino por necesidad. Nuestra lucha no ha cesado: es por el retorno a una Venezuela libre, donde la justicia y la dignidad vuelvan a ser el horizonte de nuestro pueblo. Y mientras estemos aquí, pedimos solo lo esencial: que se respete nuestra humanidad. Porque en tiempos de crisis, lo único que no puede naufragar es la memoria. Ni la dignidad.