
Nunca la frase “mundo cruel” ha tenido más sentido que en los momentos de conflictos internacionales o internos. La guerra, el hambre, la persecución y la miseria son síntomas visibles de una realidad que se repite: los Estados, grandes o pequeños, se arman para atacar o defenderse, y en ese proceso de supervivencia sacrifican vidas humanas, destruyen hogares y erosionan la dignidad de los pueblos.
La historia entera confirma la sentencia ancestral: “el hombre es lobo para el hombre cuando no conoce a su prójimo”. Siglos después, Hobbes retomó esa misma imagen en su obra De Cive, para advertir que fuera del orden civil el ser humano se convierte en fiera salvaje. Sin ley ni pacto social, la condición humana degenera en guerra de todos contra todos.
Esa misma lógica de ferocidad institucional ha marcado la historia contemporánea de América Latina. Golpe tras golpe, dictador tras dictador, la región ha sufrido represión, tortura, desapariciones y censura bajo el manto del orden. En la República Dominicana, Trujillo impuso un terror que exterminó la libertad. La represión devino doctrina y el silencio, método. Lo mismo en Chile, Argentina, Uruguay, Brasil y Paraguay, donde los desaparecidos son el eco del miedo institucionalizado.
¿Quién en su sano juicio puede justificar una dictadura, venga de donde venga? ¿Qué ideología puede avalar el secuestro, el hambre o la tortura?
Pero la crueldad no es patrimonio de la derecha ni de la izquierda: es enfermedad del poder absoluto. En Venezuela, Hugo Chávez llegó al poder prometiendo justicia social. Durante la bonanza petrolera (2004-2012) pareció reducir la pobreza y ampliar salud y educación… pero todo fue una ilusión. El crecimiento del PIB se sustentó exclusivamente en el petróleo, mientras el resto de la economía languidecía —la producción no petrolera se estancó y el índice era similar al de los años setenta. Chávez no sanó la economía; usó el petróleo para perpetuarse mediante populismo puro y rudo. Entregó las arcas del país a sus allegados, acalló el hambre con dádivas instantáneas, pero sin construir ciudadanía. Su objetivo fue domar al pueblo, no liberarlo. El Estado se militarizó, Pdvsa quedó controlada políticamente. El petróleo significaba 96 % de las exportaciones y más de 50 % de los ingresos fiscales en 2012, una muestra de “enfermedad holandesa”. El resultado fue una economía vacía, deuda en alza y una nación reducida a clientelismo.
Se persiguió a empresarios, expropiaron fincas, acallaron la prensa y militarizaron la vida civil. El PIB no avanzó, la deuda llegó a 106 000 M USD en préstamos hasta 2012. No fue emancipación: fue dominación.
Al morir en 2013, Chávez dejó el poder a Nicolás Maduro, quien llevó ese legado al extremo. La ruina llegó pronto: hiperinflación, escasez, éxodo de cinco millones, represión sistemática y caída del PIB en más del 80 % entre 2014 y 2020.
El culto a la personalidad, el control militar del Estado y el uso del petróleo como arma de control, no de desarrollo, fueron el núcleo de un proyecto que prometía redención y entregó miseria.
El mundo cruel no es un artificio. Es una marca indeleble. El lobo hobbesiano ya no es teoría: vive en uniformes, discursos, muros, urnas rotas y aldeas vacías. Lo vemos en cada migrante con los bolsillos vacíos, en cada disidente encarcelado, en cada periodista amenazado.
Sí, el mundo es cruel. Y sí, las dictaduras lo son aún más. Pero nuestra obligación es no rendirnos ante esa crueldad, sino denunciarla, resistirla y —algún día— sanarla con memoria.
Y ahora, un nuevo episodio de brutalidad sacude la estabilidad global: la guerra entre Israel e Irán. El 19 de junio de 2025, Irán lanzó misiles contra Israel, impactando hospitales y dejando decenas de heridos y daños graves. Israel respondió bombardeando instalaciones nucleares en Arak y Natanz, provocando cientos de muertes e intensificando la amenaza regional. Este intercambio deja un saldo doloroso y aumenta el riesgo de una guerra mayor.
Sería un acto de verdadero humanismo que el régimen opresivo de Irán desapareciera y que la fuerza diera paso al diálogo. Pero la paz exige algo más profundo: Israel debe reconocer que los palestinos tienen el mismo derecho a su tierra que los judíos lograron en 1948. En 1947, la ONU aprobó la Resolución 181 —la “Hoja de Ruta”— para crear dos Estados y Jerusalén como zona internacional. Cumplir ese plan no solo sería justicia histórica, sino la mejor oportunidad para garantizar una paz duradera.
Solo así, mediante fronteras claras, respeto a Jerusalén y un Estado palestino viable, podrá Israel encontrar la legitimidad y seguridad que busca. Así, Medio Oriente y el mundo tendrán la posibilidad de liberarse del cruel lobo de la guerra.