
La diplomacia del petróleo se ha convertido, una vez más, en el tablero donde se juega el equilibrio de las hipocresías globales. Tras el ataque de Estados Unidos a Irán, y con la amenaza persa de cerrar el estrecho de Ormuz —arteria por donde circula casi un tercio del crudo mundial—, la situación geopolítica vira del drama al pánico. Y Venezuela, como buen satélite ideológico, queda atrapada entre la lealtad retórica a Teherán y la necesidad de no enemistarse del todo con la Casa Blanca, que hoy ocupa Donald Trump, en busca de algún tipo de respiro económico. La revolución bolivariana, otra vez, se enfrenta al dilema de si ser cómplice o comerciante.
La advertencia iraní de bloquear el estrecho de Ormuz tiene un eco que retumba en todas las cancillerías del mundo. No es la primera vez que lo dicen, pero esta vez la tensión es más que retórica. Si Irán concreta siquiera un gesto en esa dirección, el precio del petróleo se disparará, la seguridad marítima será un tema de guerra y cualquier proveedor alternativo pasará a ser pieza codiciada en la cadena de suministro global. Venezuela podría jugar un rol de reemplazo simbólico, si tuviera infraestructura, crédito, legalidad y —detalle menor— producción suficiente. Pero no tiene nada de eso.
Lo que sí tiene es petróleo sancionado, refinerías oxidadas, y una economía de trueque geopolítico. Aunque la narrativa revolucionaria continúe presentando a Irán como un “hermano mayor” en la resistencia antiimperialista, lo cierto es que la apuesta del chavismo pasa hoy por mantener abierta, aunque sea entre rendijas, su conexión con Estados Unidos. Incluso bajo Trump.
Contra todo pronóstico —y pese al retorno de Trump al poder en enero— Chevron sigue operando en Venezuela, aunque bajo una licencia restringida: no puede exportar petróleo ni aumentar producción, pero sí mantener activos, contratistas y equipos mínimos en sus empresas mixtas con Pdvsa. Un pie adentro, sin pisar fuerte. No es una operación petrolera, es una presencia simbólica. Pero para un régimen que se alimenta de símbolos y ficciones, eso basta para insinuar que todavía hay “canales” con Washington.
Es aquí donde el dilema se agudiza: si el estrecho de Ormuz se cierra, y el precio del crudo sube, ¿se atrevería Maduro a negarle petróleo a Estados Unidos por solidaridad con Irán, mientras sus técnicos estadounidenses siguen presentes, aunque mudos, en Anaco y Boscán? Difícil. Muy difícil.
La relación con Irán ha sido útil. Técnicos, gasolina, vuelos sin control y acuerdos oscuros que han permitido al régimen sortear apagones logísticos. Pero se trata más de una necesidad que de una afinidad. Si hay que elegir entre sostener esa narrativa o aprovechar el alza del crudo para vender lo poco que aún queda en los tanques venezolanos —aunque sea por la puerta de atrás—, la elección será pragmática.
Y si alguna vez la retórica antiimperialista tuvo utilidad movilizadora, hoy solo sobrevive como guion oxidado para los pocos fieles que aún acuden al teatro.
Maduro no romperá con Irán, pero tampoco se inmolará por él. Sabe que la subsistencia del régimen depende menos de la épica islámica que de los dólares que, directa o indirectamente, aún gotean desde el norte. Si Irán cierra el estrecho de Ormuz, y el precio del barril vuela, Venezuela dirá que apoya a su hermano islámico, mientras reanuda discretamente sus trueques con actores estadounidenses, asiáticos o quien pague primero. Como siempre, hará lo que mejor sabe: proclamar una cosa, hacer la contraria y apostar a que la contradicción se diluya entre la bruma ideológica y la amnesia del mercado. Ya no hay principios que defender, solo posiciones que sostener. Y la lealtad geopolítica, como el petróleo que queda, está en el fondo del tanquero.