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Las civilizadas licencias de la gula

El ensayo que sigue, publicado originalmente como parte del libro Diez menús bien pensados (1991, Monte Ávila Editores), reapareció en 2023 como parte del volumen 70 años de crónicas gastronómicas Por ANTONIO PASQUALI Los lectores de este libro-divertimento, cómplices en las civilizadas licencias de la gula, deben estar más deseosos de ir al grano, vale […]
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El ensayo que sigue, publicado originalmente como parte del libro Diez menús bien pensados (1991, Monte Ávila Editores), reapareció en 2023 como parte del volumen 70 años de crónicas gastronómicas

Por ANTONIO PASQUALI

Los lectores de este libro-divertimento, cómplices en las civilizadas licencias de la gula, deben estar más deseosos de ir al grano, vale decir las recetas, que de leer preámbulos culteranos. Los comprendo porque, salvo excepciones, acostumbro hacer lo mismo. El comer, rito diariamente renovado de la posesión oral, no admite más demoras de las que puedan aumentar hedonísticamente los encantos del paladar.

Sin embargo, la mejor manera de curarse de un pecado (aunque sea de preámbulo) es comiéndolo. El lector de substancia, máxime si está instalado en su cocina para someternos a examen, queda en libertad de saltar inmediatamente a la casilla “recetas”. Los más condescendientes pueden probar, si gustan, los breves hors-d’oeuvre que siguen, destinados en parte a justificar el menú propuesto.

Mi primer abreboca es un brindis al editor. Ignoro si a Monte Ávila le ha caído el virus del “gran viraje”; lo cierto es que con este manual está estrenando estrategia nueva. En lugar de esperar sentado a que los autores le llevemos un manuscrito, ha inventado este libro y su respectivo guion, y salido a la calle a buscar a los autores que le convenían. Como un verdadero editor, pues. Que el manual y la nueva receta le traigan suerte. ¡Al Rafael (Arráiz Lucca) lo que es del Rafael!

El segundo entremés, un poco geohistórico, es un intento de ubicarnos en el mapa culinario y alimenticio venezolano, ya que el presente manual pudiera resultar menos inocente de lo que parece.

A pesar de la crisis económica, de los avances miameros del ‘nefast’ food y de otras más serias penurias (como la falta de oscilación de calidad en productos básicos), el interés nacional por el buen comer y su práctica viven una etapa de sostenido crescendo. En lo que a restaurantes se refiere, Caracas es sin duda una de las capitales latinoamericanas donde se come mejor y más variado, en la onda de un feliz mestizaje ajeno a procesos degenerativos. Pero en las casas también: donde antes se nos invitaba a comer (y lo que se comía era algo accesorio), ahora se nos invita con más frecuencia a comer bien, con el manjar de protagonista. Tan civilizador progreso es mayoritariamente fruto del autodidactismo, del viajar inteligente, del ejemplo de los buenos restaurantes, de alguna tradición de familia, del rechazo a la homogeneización culinaria o de una nueva madurez en que los hombres, por ejemplo, hemos perdido el falso pudor de esconder nuestro amor a los fogones. Ese acercamiento a una cocina de más prosapia no lo han propiciado —con escasa inteligencia del asunto— ni los industriales de la alimentación ni los editores locales. Los primeros por carecer el país de controles de calidad alimentaria dignos de ese nombre, que permitan lo bueno y castiguen lo malo; los segundos por atraso cultural en un renglón que abarrota cada día más los estantes de las grandes librerías del mundo. Pero libros como los de Scannone o Lovera (sin olvidar al Ramón David León de 1954) —productos de una pasión personal más que de una deliberada política editorial— han roto el hielo, y es de esperar que este manual, removiendo un poco de cosas, convenza a los lectores nacionales de que no ha de ser mal negocio abastecer de textos culinarios un mercado que es pura demanda insatisfecha.

Si traigo esto a colación (¡qué de metáforas mandatorias contiene el idioma!) es porque la complicidad autor/lector a la que hacía referencia vale si es transparente, sin narcisismo ni embustes. Personalmente no me considero en absoluto “gastrónomo”, alguien que maneja en profundidad las normas dietéticas, gustativas y de excelencia de la alta cocina o que dedica a ellas lo mejor de su tiempo, sino a lo sumo un amateur averti, según dirían los franceses, o sea un diletante ilustrado. Si por rutina se me quisiera apodar de gastrónomo, y yo llegase a creérmelo, pediría entonces que se me tildase de “gastrónomo social”, lo que paso a explicar. Me encanta y cultivo la convivialidad, el ágape, simposio, gaudeamus o banquete  que llamar se quiera, entre familiares y amigos, en que se valora y comenta el esfuerzo culinario del anfitrión y se aprecian los vinos; y no solo por un deleite intrínseco, sino porque estoy convencido de que la frecuencia, calidad y efecto multiplicador de esos pequeños ritos burgueses vienen a reemplazar la labor que fue en otras épocas de cortes y conventos: la de conservar, perfeccionar y transmitir esa manifestación superior de la antropología cultural y de la etnografía que es el comer hecho virtud y arte.

Pero ese placer, que siento próximo a las cofradías y sin trascendencia altruista, sería para mí total si tuviera la oportunidad de anexar alguna dimensión social. El soñar es libre, y mi sueñito en materia de buen comer sería el de prestar alguna modesta colaboración a una importante, aunque todavía inexistente, revista nacional de cocina; una publicación manipulada y destinada a ilustrados y no ilustrados, que alcanzara con el tiempo limitados, pero importantes objetivos: enseñar a apreciar la calidad de los productos, elevar los gustos culinarios de todo el mundo, rescatar tradiciones sin totemizarlas, educar a fondo al productor y al consumidor. Recetas, pero también exámenes químicos, organolépticos, legales y gustativos de series de productor de gran consumo, con su puntuación. Guerra total al junk food, la comida basura que envenena sobre todo a los niños, así como a las sofisticaciones, adulteraciones y aberraciones en las cadenas de producción alimentaria (cría y alimentación totalmente artificiales de animales, quesos de leche en polvo, harinas desvitaminizadas o saturadas de preservativos, vinos de cadavéricos mostos seudorresucitados, yogures sin bacilos búlgaros, etc.), y asimismo contra las estafas en pesos y medidas (mida exactamente lo que viene en un cartón de leche de 0,946 litros y verá de lo que hablo). Campañas documentadas para exigir lo que es rutina en otros países, a saber, que todo producto comestible lleve claramente impresos: a) el costo por kilo/litro, b) la lista exhaustiva, fidedigna y controlada de ingredientes y aditivos, y c) la fecha límite de consumo. Elogios sin cortapisas para el productor o fabricante de alimentos genuinos y con la mejor relación costo/calidad y señalamiento de todo el que haga aportes a un mejor comer, trátese de cultivadores de duraznos, veterinarios o chefs de cocina. Reseñas críticas, sin palangre, de restaurantes caros y baratos. Eso es lo que llamo “gastronomía social”: no renunciar ni al corbullón de mero ni a un Pommard 1929, pero ayudar también a los demás a integrar en su comer ese ingrediente, a veces baratísimo, llamado calidad; añadir un poco de paideia a la pasión personal.

La última parte de este ya largo preámbulo es una explicación del menú que propongo. Modestia aparte, he podido sugerir platos de más lucimiento que los aquí recomendados, a riesgo de que les parecieran a ustedes buenísimos tan solo… de leer o en las fotos, y de traicionar yo los criterios “sociales” enunciados en los párrafos anteriores. He optado pues por platos apenas fuera de lo común, bastante sencillos, de sabores francos y sin alambicadas salsas, pero capaces de deleitar a comensales exigentes, lo que da a la postre un menú italianizante que, de gustar, cada quien podrá incorporar sin tanta dificultad a su personal bagaje culinario, con lo que me daría por más que satisfecho.

El hecho de que seamos un país marítimo y definitivamente arrocero me ha sugerido un menú “de viernes”, o sea sin carnes y con predominio de arroz y pescado. Todas sus dosis son para seis personas.

La entrada, una ensalada de radicchio rojo —para un preludio semiamargo que funja de aperitivo—, es el único plato que requiere una cierta elaboración y presentación cuidada, con toques de refinamiento oriental, pero produce la más grata impresión gustativa y visual en los comensales. La he perfeccionado inspirándome en otros autores y alterando sus recetas, por la consabida y recomendable ley del ensayo y error; ahora está en su punto. El radicchio se consigue prácticamente todo el año donde los buenos verduleros.

El primer plato es un risotto de pescado, y más exactamente de nobilísima y sápida cabeza de mero; una cabeza que no pese menos de dos kilos. El propósito abiertamente pedagógico es de sugerir que, arroceros como somos, incorporemos de una vez el risotto en nuestro saber cocinar. Paellas aparte, tenemos el mal hábito de despachar el arroz como un almidón cualquiera, a la manera pilaf (arroz, agua y punto), lo que es cómodo y a veces requerido, pero gastronómicamente un pecado. Nadie sabe dónde nacieron los risotti; las leyendas cuentan que a un humilde vitralista de la catedral de Milán, allá por el siglo xiv, se le ocurrió echarle a una sopa de arroz un poco de azafrán que su maestro usaba para colorear vitrales. Si bien es cierto que el risotto con ossobuco es un símbolo gastronómico de la capital lombarda, el verdadero origen de ese plato se pierde seguramente en el milenario y disperso pasado de los asopados. Pero los risotti no son solamente a la milanesa, con azafrán; al igual que las pastas, admiten infinitas preparaciones (al final, usted inventará su risotto personal, como yo he inventado este a partir de sus principios básicos) y uno termina por amarlos porque obligan a estar media hora encima de ellos, revolviéndolos con afectuosa suavidad. No se esfuerce en buscar arroces de importación; el arroz es una gramínea tropical y el nacional asegura risotti impecables, con su punto justo de cremosidad, pero con un grano que no se deshace bajo los dientes, lo que lo hace agradable en grado sumo.

El plato de resistencia es un pargo relleno (o un mero, si prefiere “de la mar el mero”, más yodado, que la finura del primero), preparado exactamente como mi madre lo cocina desde que tengo uso de razón; así que más rodado no puede estar. Tiene una característica caída en desuso (si usted desestima tanto como yo los sospechosos y ocultadores “gratinados”), pero que estuvo de moda hasta el Renacimiento: es un feliz matrimonio de pescado con queso. Las lecturas me han llevado a la conclusión de que el pescado y el queso se conocieron por primera vez en la Roma de los césares. Los romanos fueron tremendos ictiófagos, inventaron y desarrollaron asombrosamente la piscicultura (los cuentos de los esclavos y murenas son calumnias de detractores dispépticos del bajo Imperio) y fueron simultáneamente refinados comedores de queso; los hacían en casa y los traían de todo el Imperio. Plinio enumera quesos “de ultra mar”, afirmando de paso que los de origen galo “saben a remedio”, y el gran Columella, quien —miren la casualidad— era de Cádiz, da la receta del caseus manu pressus, el propio queso de mano; pero como la historia tiene sus “cursos y recursos” de lo más intrincados, ahora es el cardenal venezolano Rosalio Castillo Lara, altísimo personero del Vaticano, quien según fuentes fidedignas del espionaje gastronómico recibe todas las semanas una perfumada remesa de quesos de mano —en su latica, con suero y todo— que una expertísima artesana le envía desde San Casimiro de Aragua, su tierra natal.

El postre es una torta paraíso y su receta es la misma que usted puede encontrar en los libros de cocina. ¿Por qué renuncio a un final más narcisista? Porque adoro la paraíso, con el paladar y desde el ángulo de “oficio”. Es un simple bizcocho, pero de finura inigualable, que usted puede comer inmediatamente o después de quince días (guardado en lata), solo o como base de postres más elaborados en que la presencia de las harinas desaparece bajo el paladar, fundida por los azúcares y el delicado perfume de la fina mantequilla que usted habrá empleado. Enteca a todo el mundo, se prepara fácilmente y su receta es facilísima de retener en la memoria (trescientos gramos de cada cosa y ocho huevos). Apuesto a que muchos de ustedes, tras los ensayos de rigor, terminarán por incorporarla al recetario personal. ¡Buen apetito!


*70 años de crónicas gastronómicas. Editores: Banesco y Cyngular. Producción general: Cyngular. Producción ejecutiva: Sergio Dahbar. Editor adjunto: Carlos Ortiz. Arqueo de fuentes: Mirla Alcibíades. Diseño: Jaime Cruz. Venezuela, 2023.     Libro disponible gratuitamente en la Biblioteca Digital Banesco.

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