Apóyanos

La ausencia de América Latina

  Al iniciar su vida independiente las naciones latinoamericanas, aunque habían sufrido los efectos de una larga guerra, tenían recursos suficientes –humanos y materiales– para responder a las exigencias y aspiraciones de los pueblos. Pero ya estaban en retraso frente a Estados Unidos (aunque medio siglo antes las condiciones de las entidades coloniales precedentes eran […]
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Ilustración: Juan Diego Avendaño

Al iniciar su vida independiente las naciones latinoamericanas, aunque habían sufrido los efectos de una larga guerra, tenían recursos suficientes –humanos y materiales– para responder a las exigencias y aspiraciones de los pueblos. Pero ya estaban en retraso frente a Estados Unidos (aunque medio siglo antes las condiciones de las entidades coloniales precedentes eran más o menos similares). Sin embargo, en el Estado constituido al Norte –de un nuevo tipo (federal)– se había establecido un régimen democrático que protegía la libertad de los ciudadanos e iniciado el desarrollo capitalista. Esas dos circunstancias, entre otras, contribuirían a establecer la diferencia futura.

Casi todos los dirigentes de las nacientes naciones americanas aspiraban a establecer en las antiguas colonias hispanas nuevos Estados, separados –no enemigos– de las antiguas Metrópolis, organizados conforme a los principios de la Ilustración. En breve, con variantes, una “nueva Europa” (el término, ha sido utilizado con diversos significados por varios escritores). Así lo creyeron posible los precursores: el jesuita Juan Pablo Viscardo reclamó la soberanía popular, los derechos naturales y la libertad económica; Francisco de Miranda presentó al gobierno británico varios proyectos constitucionales fundados en la separación de los poderes; y Antonio Nariño tradujo y distribuyó la declaración francesa de los derechos del hombre. También los principales próceres de la Independencia, incluido el Libertador Simón Bolívar, quien sin embargo criticó la adopción (1811) del sistema federal en Venezuela. Debe destacarse que Miranda firmó la primera Constitución (1811) bajo protesta: “No está ajustada con la población, usos y costumbres de estos países”.

Algunos próceres trataron de organizar sus respectivos Estados, seriamente afectados durante la epopeya. Como Guadalupe Victoria en México, Páez en Venezuela, Prieto (con Portales) en Chile, Santander en Nueva Granada, Pero fueron esfuerzos aislados, de efectos temporales. Curiosamente, en las décadas siguientes los países llamados al liderazgo estuvieron bajo el mando de aquellos “alucinados” a los que se refirió García Márquez en Estocolmo (1982). Pedro de Braganza en Brasil, Gamarra en Perú, Rosas en Buenos Aires, López de Santana en México. Y también en otros: el dr. Francia en Paraguay, Morazán en Centroamérica, Flores en Ecuador. Pocos se interesaron en la inserción de los nuevos Estados en la comunidad internacional, pues las tareas domésticas –sobre todo el control del poder– exigían atención inmediata. Las iniciativas de Simón Bolívar, que secundaron Santander y Pedro Gual, no tuvieron continuidad (salvo en los Congresos de Lima de 1846 y 1864) hasta finales del siglo.

Mariano Picón Salas anotó (De la Conquista a la Independencia, 1944) que desde los más tempranos días se planteó la disyuntiva entre la imitación y la expresión propia. Con frecuencia convivieron ambas tendencias; pero a veces predominó una de ellas. Se quiso tras la Independencia trasplantar las instituciones que apenas se ensayaban en las “naciones civilizadas”. Pero, las oligarquías dominantes fracasaron en ese propósito. Entonces para salvar la unidad nacional y tratar de satisfacer las exigencias mínimas de los pueblos, aparecieron los caudillos que con las armas impusieron la paz. Hubo intentos de establecer gobiernos civiles, pero se prolongaron sólo por algunas décadas. Fue después de la Segunda Guerra Mundial cuando se inició un proceso de democratización que tropezó con la falta experiencia en las prácticas políticas y la resistencia de las fuerzas armadas a abandonar su protagonismo histórico. En aquellos juegos de poder poca importancia se daba a las relaciones internacionales.

En la larga evolución mencionada se fijaron algunas características del ejercicio del poder en la región. No se funda en la voluntad popular (aunque se practica el voto), sino en la fuerza (no siempre institucional) que lo apoya. No está sometido a normas jurídicas que regulen su acción, las que sin embargo existen (y se mencionan en los documentos correspondientes a las decisiones que se toman). La arbitrariedad sustituye al orden legal. En fin, no se practican políticas de Estado, permanentes en el tiempo (independientemente del grupo que tiene el mando), que permiten adelantar programas o proyectos de envergadura. Esto es especialmente evidente en el manejo de las relaciones internacionales, a las que, como se dijo, se ha dado poca importancia. Ese desinterés ha causado daño grave a algunos países (como el sufrido por Venezuela en la fijación de sus límites). Sin embargo, algunos juristas han hecho notables aportes, aunque aislados.

Con frecuencia, sectores de América Latina han atribuido a Estados Unidos el subdesarrollo que afecta sus países. En realidad, G. Washington había señalado a sus compatriotas (1797) que los asuntos europeos no eran de su interés; y T. Jefferson que "América" (¿cual?) tenía “un hemisferio para sí misma”. Pero, en 1823 el presidente James Monroe advirtió a las potencias europeas que consideraba “cualquier intento por su parte de extender su sistema a cualquier porción de este hemisferio como peligroso para nuestra paz y seguridad”. El mensaje, que no impidió nuevas intervenciones europeas hasta finales del siglo XIX, traducía también la intención de imponer la influencia de Estados Unidos en la región. Lo comprendieron entonces algunos (como Diego Portales). Sus gobernantes utilizaron su poder emergente, incluso fuerzas invasoras, para anexar territorios, resolver disputas, instalar (o derrocar) gendarmes, disponer de las riquezas y favorecer sus intereses (o de sus empresas).

En 1947 la ONU creó la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) para colaborar en el desarrollo económico de sus países. En ese organismo (con Raúl Prebisch y Celso Furtado) se desarrolló la “teoría de la dependencia y la asimetría”: la economía mundial constituye un sistema con un centro (países desarrollados) y una periferia (los subdesarrollados), que debe liberarse. Provocó muchos estudios e impulsó la tesis de la responsabilidad de Estados Unidos.  Tal vez, el alegato más conocido en tal sentido sea Las venas abiertas de América Latina (1971) del uruguayo Eduardo Galeano. Otros, como el venezolano Carlos Rangel (Del buen salvaje al buen revolucionario, 1976), criticaron aquella visión (“derivada de mitos” sobre la realidad latinoamericana). El debate continúa abierto. No faltan aportes de notables pensadores, como el del filósofo J. M. Briceño Guerrero (El discurso salvaje, 1980), quien buscó explicaciones en el análisis del “ser latinoamericano”.

América Latina (dentro de la que siempre se ha incluido Haití, parte occidental de la isla La Española) es al mismo tiempo la región de menor dinamismo político y económico y la mayor fuerza espiritual del momento. Pareciera no participar del esfuerzo mundial para desarrollar la economía en beneficio de la población. Pero, al mismo tiempo, ofrece una extraordinaria vitalidad que anima su cultura: en las letras y las artes, en el pensamiento ¿No fueron Sor Juana, Bello y Borges cumbres universales de la literatura? Y también en sus expresiones espirituales. Se reconoce ahora el valor de sus prácticas de “piedad popular”, como las enseñanzas de la llamada “teología del pueblo”. Su Iglesia, largamente mayoritaria, es capaz de animar la reevangelización de Europa y contribuir a las labores de implantación en África y Asia. No es simple casualidad que los dos últimos Papas llegaran de sus diócesis (de diferentes ambientes sociales).

Sin embargo, no desarrollan toda la potencialidad de sus recursos (humanos y físicos) los países más grandes de la región. Permiten, por eso, que los otros puedan ser fuertemente influidos por potencias extrañas (Estados Unidos y de otros continentes). Es el caso, entre los mayores, de Brasil y México que son de los más poblados (7º y 10º respectivamente) y que figuran entre las primeras economías del mundo (9º y 12º en el mismo orden). Tienen poca influencia en la política global; pero, también, se muestran –con mucha frecuencia– indiferentes ante los problemas regionales, especialmente en relación con la suerte de la democracia. Por su parte, Colombia, la gran república de la independencia, promotora de la unidad continental, se replegó sobre sí misma para enfrentar sus crisis internas; y Argentina, que fue de los países más ricos del planeta, optó desde hace casi un siglo por el autoritarismo y el populismo.

Los países latinoamericanos se mantienen casi al margen de los acontecimientos que sacuden estos días a los de otras latitudes. Apenas si manifiestan alguna aislada reacción ante decisiones (o supuestas intenciones) de las grandes potencias que pueden poner en peligro sus intereses particulares (no sólo económicos). Parecen observadores ajenos a los acontecimientos, paralizados (por prudencia o temor). Aunque el aislacionismo –que no es neutralidad– puede ser necesario en ciertos momentos, no conviene tal actitud como política permanente. Priva a un Estado de los beneficios del progreso general y, en ocasiones, de la protección y ayuda que ofrece la comunidad internacional.

X: @JesusRondonN 

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