
En 2025 celebramos el centenario de José Torres, un artista que, lejos de desvanecerse en la nostalgia, sigue siendo una llama viva, un faro encendido por la constancia y la pasión. Su legado, más que intacto, está activo, vibrante, como esas brasas que no se apagan porque siguen teniendo algo que decir.
Desde las polvorientas tablas del teatro caraqueño hasta los áridos paisajes del western europeo, su vida ha sido una travesía de entrega total. Una devoción por el arte guiada no solo por la vocación, sino por esa rara cualidad de mirar —y hacernos mirar— más allá del lente.
Nacido en 1925, cuando Venezuela apenas se desperezaba frente a la modernidad, José Torres empezó a representar antes incluso de saberse actor. Era el niño que se ofrecía para todos los actos escolares, el muchacho que subía al escenario con la convicción de quien no simula, sino que encarna.
A los 17 años se mudó a Caracas a vivir con sus tíos Remigio y Pedro, ambos artistas. No tardó en darse cuenta de que aquello no era solo un ambiente propicio: era su hábitat natural. Empezó estudiando canto, y fue precisamente una ópera filmada —Pagliacci, en 1948— la que lo llevó a entender que su instrumento no era solo la voz, sino el cuerpo entero. La actuación no como ornamento, sino como transformación profunda.
En 1949 ingresó al Curso de Capacitación Teatral de Jesús Gómez Obregón, la primera escuela de teatro del país. Ahí, entre tablas y ensayos, abandonó definitivamente el canto y encontró su vocación escénica. Luego vendría el Nuevo Teatro Venezolano, donde interpretó a los clásicos del Siglo de Oro español, afianzando una presencia que no tardaría en migrar a otros medios.
En 1953 protagonizó La criada de la granja, la primera telenovela venezolana. Fue el primer hombre en liderar una historia en ese formato, convirtiéndose en figura inaugural de un género que marcaría a generaciones. Su estilo conjugaba la disciplina teatral con la intimidad de la televisión naciente. Por eso se le reconoce, sin exageración, como el padre de la telenovela venezolana.
Su salto al cine ocurrió en 1956 con Pantano en el cielo, pero su espíritu inquieto lo llevó a Italia en 1959. Allá se formó en la Escuela Pietro Caro y en el Teatro Studio, donde comenzó una etapa que lo transformaría para siempre. Su debut europeo fue en I Masnadieri (1961), abriéndole paso a una larga carrera en el Spaghetti Western.
Durante los años 60, Torres fue uno de los rostros más reconocibles del western europeo. Participó en casi 30 producciones del género, compartiendo créditos con figuras como Lee Van Cleef, George Hilton y Orson Welles. Su interpretación en Oro Maldito (1965), como un vaquero mestizo enfrentado a la injusticia, dejó una marca: no era solo el extranjero en tierra de pistoleros blancos; era el forastero con causa, con dignidad, con rostro latino.
Más allá del western, trabajó con directores del neorrealismo italiano como los hermanos Taviani o Pasquale Squitieri. Si el western le dio fama, fue el neorrealismo el que lo reconectó con sus convicciones. Decía que esas películas le devolvían el arte como testimonio humano, como búsqueda de verdad.
Con el rostro curtido por el sol y esa voz grave de quien ha visto el mundo sin filtros, su andar pausado imponía respeto sin necesidad de palabras. Su estampa —mestiza, digna, sin afectaciones— encarnaba la América profunda, la que suele ser ignorada. “Allá me llamaban el extranjero; aquí, el que se fue. Pero yo siempre fui el mismo: un muchacho del llano contando historias”, recordaba con sencillez desarmante.
Regresó a Venezuela en los años setenta y continuó trabajando con perseverancia silenciosa, entre cine y televisión.
En 1995, reapareció con fuerza en la memoria colectiva gracias a Ka Ina, donde interpretó a Tacupay, un personaje que reivindicaba lo originario, lo ancestral, lo que nunca debió ser callado.
“El cine fue siempre mi refugio y mi pasión”, suele decir. Y lo dice sin alardes. Para Torres, actuar no es una forma de exhibirse, sino de encontrarse con el otro. Por eso sus personajes —incluso los más breves— dejan huella: porque no están diseñados para impresionar, sino para que les creamos.
En 2015, el Festival de Cine Iberoamericano de Huelva lo reconoció con el Premio Ciudad de Huelva. Fue una forma de agradecerle su valentía: la de haber llevado el rostro latinoamericano al cine europeo sin disfraz, sin concesiones. Un rostro que no pidió permiso para existir en la pantalla, sino que la habitó con naturalidad.
A los 97 años, la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas de Venezuela le otorgó su premio honorífico, un reconocimiento que no marca una despedida, sino una celebración. Más que un tributo final, fue un agradecimiento en vida a una trayectoria que aún inspira y que sigue latiendo con fuerza en cada nueva generación.
Hoy, cien años después de su nacimiento, José Torres sigue activo. Lee guiones, responde con curiosidad a cada historia nueva, como si su misión no estuviera cumplida. No necesita más premios ni vitrinas: su legado ya habita allí donde importa, en la memoria emocional del cine venezolano y latinoamericano.
Y si, como decía Bergman, el cine es una forma de soñar con los ojos abiertos, José Torres sigue soñando. Con la serenidad de quien sabe que no hay aplauso más sincero que el de una historia bien contada.
En un tiempo donde la identidad cultural se disputa en cada esquina, su figura no es solo testimonio del pasado: es una advertencia luminosa. Un recordatorio de lo que podemos ser cuando el talento no se subordina al estereotipo. El rostro del criollo que, sin aspavientos, conquistó el mundo.