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Hablar o escribir al garete

Cada vez se hace más visible e insoportable leer, aunque sea una sencilla frase o un breve párrafo; y tropezarse –cada vez más de seguido– con alguna “horrorosidad”. Genera tristeza y vergüenza escuchar a alguien, a quien suponemos formado para expresarse adecuadamente, cometer cualquier cantidad de galimatías y deslices en su escritura o en la […]
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Cada vez se hace más visible e insoportable leer, aunque sea una sencilla frase o un breve párrafo; y tropezarse –cada vez más de seguido– con alguna “horrorosidad”.

Genera tristeza y vergüenza escuchar a alguien, a quien suponemos formado para expresarse adecuadamente, cometer cualquier cantidad de galimatías y deslices en su escritura o en la pronunciación de las palabras.

Tampoco pedimos que haya un permanente ejercicio de erudición y manejo de exquisiteces gramaticales.

Ciertamente, la población no tiene que hablar o escribir como determinan las Academias. 

Nuestras Academias constituyen instituciones que han sido creadas para describir hechos del habla; prescribir el uso correcto (y normatizar sin imponer); y en algunos casos, proscribir al captar las distorsiones morfosintácticas o cuando entran en sospecha que hay alejamientos en los textos o en los actos de habla de nuestra lengua; vale decir, de lo que hemos legitimado como cuerpo social, para que haya siempre esplendor a nuestro idioma.

Tal vez valga un sencillo ejemplo para clarificar en este asunto.

Así como cuando nos disponemos a conducir un automóvil en vía pública; asumimos a consciencia que hay reglas y normas preestablecidas que debemos acatar, respetar y obedecer para que el tránsito fluya; y no seamos, precisamente nosotros, por torpeza, impericia o atrevimiento quienes provoquemos accidentes funestos   con   pronósticos reservados.

La lengua es una entidad social; y posee, en sí misma, sus propias normas y desenvolvimientos.

La persona está en su libre determinación de estructurar el estilo a través del cual desea comunicarse hablando o escribiendo.

Dicho de otra manera, cada quien decide en su albedrío cómo quiere conducirse lingüísticamente.

Su comportamiento debe atenerse, entonces, a las críticas consecuenciales.

Suficiente gente, por ignorancia o quizás de mala fe, intenta calificar de cómplices a los medios de comunicación, a la red de redes, a los distintos sistemas tecnológicos multimedia, a la inteligencia artificial (ChatGPT); por cuanto, según ellos, facilitan que los usuarios cometan errores garrafales, insoportables, al hablar o escribir.

Inadmisible achacarle a los medios y demás instrumentos o a las plataformas digitales nuestras propias torpezas lexicales.

Es como si calificáramos de arma mortal al bisturí por alguna mala praxis cometida con este instrumento, dentro o fuera del quirófano.

Luce imparable y contaminante esta ola expansiva, ya incorporada en algunos individuos como su manera natural de decir, hacer y ser.

Los textos productos de tales prácticas lingüísticas parecen signos y síntomas de una patología mucho más acendrada.

Una especie de enfermedad de transmisión textual.

El juego de palabras con doble sentido y con pésima estructura redaccional; además, los comentarios que leemos en la red, -rayanos en vulgaridades- se han vuelto una plaga.

Quienes se hacen nombrar políticos (o con eufemismo “luchadores sociales”) recurren al vocablo soez para “añadir fuerza” a lo que dicen o para compensar su limitado vocabulario y su precariedad discursiva.

Igualmente, en el mundo del espectáculo (en una especialización actual llamada talk-comedy) los humoristas se valen de “palabrotas” y chistes subidos de tono para entretener al público.

Cada quien escoge la vía y contenido para hacerse sentir.

Todavía resuena aquella hermosa expresión de Heidegger “La lengua es la morada del ser”; con la cual nos ha querido señalar, desde siempre, que la categoría del Ser reside en el uso que hagamos de la lengua, hablada o escrita. 

Cada ser humano define su esencia -lo que desea y aspira ser- a partir de la constelación del vocabulario que es capaz de desarrollar, de comunicar; a través de su lenguaje escrito, gestual, oral; de los cuales dependen las expresiones educativas, artísticas, científicas, económicas, filosóficas, deportivas, entre bastantes otras.

La lengua aloja a nuestro Ser; porque, todo lo que decimos o hablamos reside en nuestros pensamientos.

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