Apóyanos

El Quijote como elogio de la literatura: ejemplo de un lector voraz

“¿Qué decir del Quijote después de 420 años de su primera publicación en el taller madrileño de María de Quiñones, ese taller que, por costumbres de la época, ha quedado grabado en la memoria colectiva con el nombre de su marido, Juan de la Cuesta, con el que se casó para mantener la propiedad del […]
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“¿Qué decir del Quijote después de 420 años de su primera publicación en el taller madrileño de María de Quiñones, ese taller que, por costumbres de la época, ha quedado grabado en la memoria colectiva con el nombre de su marido, Juan de la Cuesta, con el que se casó para mantener la propiedad del taller que había pertenecido a su padre?”

Por JOSÉ MANUEL LUCÍA MEGÍAS

No diré como Cristina de Pizán, una de las pocas escritoras medievales francesas de las que conocemos algo más que un nombre, que estaba en mi despacho de Madrid rodeado de libros, de muy diversa naturaleza, como suele ser lo habitual, cuando recibí la invitación para participar en un homenaje a Cervantes a los 420 años de la publicación del Quijote. Pero el escenario no debió ser muy diferente al del comienzo de La ciudad de las damas del siglo XIV: rodeado de libros. Una invitación desde Venezuela, una tierra literaria que ha quedado sepultada en los medios internacionales en las imágenes y noticias de una política que lo invade todo, que lo deteriora todo. Aquí y ahora.

Y no estoy pensando en la política necesaria para que pueda sobrevivir el homo sapiens —esta especie animal que desde el siglo XVI comenzó a vivir como si no perteneciera a los equilibrios de la naturaleza, como si la naturaleza tuviera que estar supeditada a sus necesidades y caprichos—, sino de esta política partidista que se mueve al ritmo de los titulares y de las encuestas de expectativas de voto que lo ha terminado por invadir todo. Un todo que no deja de enseñar sus grietas cada vez más abiertas y sus heridas cada vez más sangrantes.

Nos ha tocado vivir un tiempo de transformación y de cambios de paradigma, donde dejamos atrás mucho de los valores con los que hemos vivido en los últimos siglos —por ejemplo, el valor de la palabra y la seguridad jurídica para establecer unas determinadas reglas de convivencia—, pero aún no se han llegado a consolidar los que vendrán a sustituirlos, a crear nuevos “órdenes naturales”, que son, por definición, artificiales por ser impuestos por un determinado poder.

Y me detengo en estos detalles de nuestra cotidianidad, de un nuevo “orden” que se está construyendo a base de algoritmos globalizadores y de escaso tiempo para la reflexión y el diálogo, porque me gustaría en estas páginas que nosotros también recuperemos el “tiempo”, la cotidianidad de un escritor llamado Miguel de Cervantes, pero también de un (voraz) lector que comparte el mismo nombre: el tiempo de los autores y de la literatura de su época. El tiempo de sus lectores. Un tiempo a finales del siglo XVI y principios del XVII que tiene más puntos de semejanza con el actual de lo que pudiéramos pensar.

Un tiempo de transformaciones.

Un tiempo de oportunidades.

Un tiempo de cambio de paradigma.

Un tiempo de posibilidades y de esperanzas que, muy pronto, terminaron por convertirse en una pesadilla.

De aquellos cambios, de aquellas esperanzas proceden nuestros lodos, las tormentas que nos abruman, que nos desesperan.

¿Qué decir del Quijote después de 420 años de su primera publicación en el taller madrileño de María de Quiñones, ese taller que, por costumbres de la época, ha quedado grabado en la memoria colectiva con el nombre de su marido, Juan de la Cuesta, con el que se casó para mantener la propiedad del taller que había pertenecido a su padre? ¿Ese Juan de la Cuesta a quien, como a tantos oficiales del momento, le gustaba más el juego y el vino que las tediosas jornadas delante de las prensas y de los chibaletes? Más de cuatro siglos han vuelto un clásico aquel libro de caballerías, o aquellos libros de caballerías, si consideramos que los Quijotes cervantinos publicados en 1605 y en 1615, la primera y la segunda parte, son, en realidad, dos libros diferentes, por más que ahora los leamos como una unidad literaria.

¿Y qué significa haber conseguido el título de clásico?

Precisamente la atemporalidad, haber sido capaz de que el Quijote sea leído hoy en día —y no dejen de leerlo, por favor— como un libro actual, que nos desafía, que nos presenta unos dilemas que, siendo los del siglo XVII, son también los nuestros.

Abramos una edición del Quijote y quedémonos con el principio del capítulo 9 de la primera parte. Te pongo en antecedentes: en el capítulo 8 estábamos todos enganchados en la descripción del combate entre don Quijote y el vizcaíno, un criado al que no le gustaron los modos cómo el caballero manchego había tratado a su señora… y así, en el momento en que levantan las espadas en uno de esos golpes que pasan a la historia de la literatura, la narración se interrumpe. Y así puede leerse al final de este capítulo: “Pero está el daño de todo esto que en este punto y término deja pendiente el autor de esta historia esta batalla, disculpándose que no halló más escrito de estas hazañas de don Quijote de las que deja referidas”.

Se acaba la literatura y se acaba la vida de lo narrado.

¿No es sorprendente?

Y más saber la noticia de que hay un “segundo autor” que está convencido de que entre tantos papeles como se conservan en los archivos de La Mancha, alguien no dejaría de narrar el final de esta aventura, de este combate. Solo es necesario hacer un esfuerzo y comenzar a buscarlo.

¡Dos narradores que cuentan una misma historia! ¿Será alguno de ellos el autor, nuestro Miguel de Cervantes?

Pero ¿este juego narrativo era realmente sorprendente para un lector de la época, de ese siglo XVII habituado a leer y leer todo lo que se imprimía, se escuchaba en las tabernas, en las ventas o en las plazas?

Si recuperamos el tiempo de la lectura del Quijote, de este primer Quijote del siglo XVII, si pudiéramos ponernos el disfraz de un lector de la época, tendríamos que sustituir la cara de asombro y de sorpresa para ponernos la del lector de libros de caballerías: a fin de cuentas, comienza en este capítulo la segunda parte de la obra, imitando la división en cuatro libros del Amadís de Gaula, el más conocido y copiado de los libros de caballerías castellanos que comenzaron su andadura a finales del siglo XV, y que, a la altura de finales del XVI sigue manteniendo su éxito, a pesar de la falsa impresión de su decadencia en la época del Quijote.

Y este dejar interrumpido un combate, ya sea un combate singular o un combate entre dos ejércitos es habitual en este tipo de historias, ya sea para retomar la historia páginas después en un nuevo capítulo, o que otro autor, un “segundo autor” lo hiciera en una segunda parte, en una continuación del libro.

Este es el contexto literario, el del lector del siglo XVII, para comprender mejor lo narrado en el capítulo nueve de la primera parte del Quijote, que bien pueden ser un retrato de Miguel de Cervantes, un lector ávido y voraz, como él mismo se describe en primera persona, o el retrato de la mayoría de los lectores de su época:

Estando yo un día en el Alcaná de Toledo, llegó un muchacho a vender unos cartapacios y papeles viejos a un sedero; y como yo soy aficionado a leer, aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado de esta mi natural inclinación, tomé un cartapacio de los que el muchacho vendía, y vile con caracteres que conocí ser arábigos. Y puesto que, aunque los conocía, no los sabía leer, anduve mirando si parecía por allí algún morisco aljamiado que los leyese; y no fue muy dificultoso hallar intérprete semejante, pues, aunque le buscara de otra mejor y más antigua lengua, le hallara. En fin, la suerte me deparó uno, que, diciéndole mi deseo y poniéndole el libro en las manos, le abrió por medio y, leyendo un poco en él, se comenzó a reír.

Y este “comenzó a reír” no es más que reflejo del lector del siglo XVII que lleva ya leídos ocho capítulos del Quijote con una carcajada en los labios desde “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…”, que para sus primeros lectores nunca fue un enigma ni un misterio sino un contrafactum humorístico de la gran mayoría de los inicios de los libros de caballerías con el Amadís de Gaula, de nuevo, a la cabeza: “No muchos años después de la Pasión de nuestro Redentor y Salvador Jesucristo, fue un rey muy cristiano en la pequeña Bretaña, por nombre llamado Garinter, el cual, siendo en la ley de la verdad de mucha devoción y buenas maneras acompañado”…

Nosotros, lectores del Quijote del siglo XXI, comenzamos a leer el primer capítulo con la voz engolada sabiendo que estamos ante la novela más influyente de nuestra cultura occidental, que es la piedra sobre la que se ha levantado el magnífico edificio de la “novela moderna”, pero no sucedió así con los lectores del siglo XVII, que tenían claro que estaban delante de un libro de caballerías… de un particular libro de caballerías.

Ni más ni menos.

Uno de esos libros de caballerías que conocían incluso si no sabían leer, porque siempre había un alma caritativa que sacaba un ejemplar de una olvidada maleta en una venta y hacía las delicias de todos los que allí se congregaban para disfrutar de un momento de lectura colectiva.

Así sucedía en las ventas manchegas del siglo XVII y así también sucederá en la venta literaria del Quijote de Palomeque el Zurdo. Allí, el cura, junto con otros personajes, llega para descansar y allí se encuentran con una maleta llena de libros, entre los que destacan, como no podía ser de otra manera, algunos libros de caballerías.

En el momento en que el cura cuenta cómo su buen vecino Alonso Quijano ha perdido el juicio volviéndose caballero andante por leer libros de caballerías. Ante esta confesión, el ventero se sorprende de que algo así pudiera suceder con libros que, a él y a otros tantos, les ha dado, da y les dará tantas alegrías:

Porque, cuando es tiempo de la siega, se recogen aquí, las fiestas, muchos segadores, y siempre hay algunos que saben leer, el cual coge uno de estos libros en las manos, y rodeámonos de él más de treinta, y estámosle escuchando con tanto gusto que nos quita mil canas; a lo menos, de mí sé decir que cuando oyo decir aquellos furibundos y terribles golpes que los caballeros pegan, que me toma gana de hacer otro tanto, y que querría estar oyéndolos noches y días.

Y del mismo parecer será la ventera, que le encanta que su marido se vuelva medio tonto con las descripciones de los combates, pues así se olvida de reñir con ella.

En cambio, a Maritornes, a la criada de la venta, le gustan otras aventuras: “a buena fe que yo también gusto mucho de oír aquellas cosas, que son muy lindas; y más, cuando cuentan que se está la otra señora debajo de unos naranjos abrazada con su caballero, y que les está una dueña haciéndoles la guarda, muerta de envidia y con mucho sobresalto. Digo que todo esto es cosa de mieles”…

“Cosa de mieles” estas escenas eróticas cada vez más habituales en los libros de caballerías, como las de amor, que son las del gusto de la jovencita hija del ventero.

Todo lo narra Cervantes en el capítulo 32 de la primera parte del Quijote.

Alonso Quijano se encierra en su biblioteca, que no deja ni visitar a sus amigos el cura y el barbero, y lo hace para vivir una vida más “real” que la que le tocó vivir en su lugar de la Mancha, donde, frisando la edad de los cincuenta años, lo único con lo que puede soñar es con tener una buena muerte.

Y frente a esta vida de prosas y de renuncias, una vida de cambios de paradigma y de transformaciones, como la que le tocó vivir a Cervantes mientras está escribiendo el Quijote, aparece triunfante la literatura.

Y solo desde esta perspectiva podremos seguir disfrutando del Quijote (o los Quijotes) cervantino, que es un elogio a la letra escrita, a las posibilidades y al aprendizaje de la letra escrita. A la literatura en mayúsculas.

No olvidemos que una biblioteca puede ser un universo. El más grande y fascinante de los universos. Así nos lo enseñó Borges. Y así nos lo recuerda en el epílogo a su Historia de la noche (1977):

¿Me será permitido repetir que la biblioteca de mi padre ha sido el hecho capital de mi vida? La verdad es que nunca he salido de ella, como no salió nunca de la suya Alonso Quijano.

¿Nos será permitido a nosotros repetir que solo desde los ojos de la literatura podremos seguir disfrutando de una obra literaria genial, como el Quijote, más allá de los buscadores de lecturas esotéricas o de interpretaciones que más tienen que ver con los monstruos de nuestro tiempo actual que con el diálogo sereno con autores clásicos, esos libros con los que hablamos sin importarnos el tiempo, como nos lo recordó en su momento Petrarca o Quevedo?

Alonso Quijano nunca salió de su biblioteca y se convirtió en don Quijote de la Mancha.

No salgamos nosotros de la literatura y terminemos por transformar este mundo individualista en que vivimos en un horizonte de fraternidad, el único camino para soñar con la supervivencia.

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