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El poder de la ética rentista

La ética rentista aparece como una nube asfixiante que nos distrae, engaña y nos introduce en un mundo irreal de riquezas y beneficios sin esfuerzos, sin búsquedas y sobre todo opuesta al afán de encontrar caminos, es solo conformarse con seguir una ruta vacía, sin retos y sin compromisos con nosotros mismos. Aún no calibramos […]
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La ética rentista aparece como una nube asfixiante que nos distrae, engaña y nos introduce en un mundo irreal de riquezas y beneficios sin esfuerzos, sin búsquedas y sobre todo opuesta al afán de encontrar caminos, es solo conformarse con seguir una ruta vacía, sin retos y sin compromisos con nosotros mismos. Aún no calibramos el valor de entender el poder de la renta en nuestra cotidianidad. Sin embargo, cada día, cada instante nos acercamos más a la comprensión de las causas de nuestras turbulencias históricas recientes y el papel de esta dichosa renta en nuestra existencia.

Comenzamos a intuir que los pesares no se deben al petróleo, que no es más que una sustancia inerte, cuya suerte la deciden los que controlan y se han apropiado de este recurso. También avanzamos en el camino de aprender que nuestros problemas no se derivan de ser un país categorizado como rentista, porque usa los recursos derivados de la industria petrolera no como un beneficio para invertir en crecimiento y desarrollo sino como ingresos, propiedad de una institución con el poder sin límites de decidir como distribuirlos, no necesariamente tras la meta de generar más riquezas a los ciudadanos, sino en muchas oportunidades como mecanismo para mantener el control, la propiedad de esa riqueza natural y aceptar un estado de pobreza sin resistencia. 

En nuestro país, la estatización de la industria petrolera ha generado una suerte de impronta cultural que ha marcado a los venezolanos, que perciben al propietario de este mineral como un gran proveedor, suplidor, responsable del destino económico de todos. Esta huella en nuestra existencia ha generado una ética, o manera de decidir, de vivir en cuasi total dependencia de las decisiones del propietario del petróleo, convertido en ente responsable único de la distribución de este recurso, dando lugar al advenimiento de un factor determinante en nuestras vidas, una ética rentista que explica muchas de nuestras decisiones y acciones en el transcurso de nuestra existencia como nación.

La ética rentista en un sentido laxo son aquellas decisiones y elecciones sobre cómo vivir que realizamos cotidianamente. Se opone frontalmente a la ética de trabajo, definida por Niall Ferguson de la siguiente manera: La ética del trabajo es un marco moral y un modo de actividad derivado (entre otras fuentes) del cristianismo protestante, que proporciona el tegumento que mantiene unida a seis  nuevos complejos  de instituciones identificables con las ideas que llevan aparejadas, resumidas de la siguiente manera. 1) la sociedad dinámica y potencialmente inestable creada por la competencia, 2) la ciencia, 3) los derechos de propiedad, 4) el avance de la medicina, 5) la expansión de la sociedad de consumo y 6) la ética del trabajo”. Este conjunto de conceptos conocido como “el paquete occidental” no ha sido superado históricamente por ninguna otra sociedad, aunque produzcan más, ganen más batallas, o tengan más armamentos y territorios, son seis claves de la profunda superioridad de occidente y en ello la valoración del trabajo en libertad es una clave fundamental. 

Este paquete surge como adaptación ante una realidad dominante poblada de mitos, ideas y creencias. Mitos que no son más que versiones de la realidad nacidas de ideologías que ofrecen una interpretación del mundo, de las relaciones entre las personas, del poder, la economía y del ser humano. Nociones que logran adquirir una apariencia lógica de la realidad “Somos pueblos víctimas de grandes asaltos perpetrados por países, grupos, empresas poderosas o imperios”. “El capitalismo se enriquece con la extracción de la plusvalía generada por el trabajador” Cualquier rastreo histórico que realicemos demuestra que los venezolanos y los latinoamericanos tienen una carga mítica, o conjunto de ideas de las cuales se han derivado sus actuaciones, decisiones y gran parte de la conducta individual y colectiva. Estos mitos pueden convertirse en ideas de fuerza, capaces de desencadenar movimientos sociales que legitiman aspiraciones sin fundamentos, que al final se expresan en las decisiones de los pueblos cuando eligen por quién y cómo deben ser gobernados. A través de la historia hemos visto las  algunas iniciativas que han tomado los pueblos latinoamericanos cuando se implantan modelos económicos en libertad -aunque escasos- basados en la lógica del trabajo, la productividad, la apertura a mercados con libertades, el respeto a la propiedad privada, la valoración del empresario como generador de oportunidades de crecimiento económico, el impulso a las capacidades de los individuos y el valor de la educación, como basamento de acciones transformadoras  para ellos y la sociedad. 

Principios de una economía liberal, donde la decisión la imponen los individuos, sus instituciones y no el dominio opresivo de una institución con poder totalitario o una figura dictatorial derivada de su carácter de propietario de las principales fuentes de generación de riqueza del país.

En Latinoamérica y en Venezuela en particular, asistimos a un ir y venir al intentar caminos de mayor libertad para luego devolvernos a soluciones populistas, cuando se exige disciplina, mayor esfuerzo, más deberes, como fundamentos de los derechos. Las excusas para estos regresos al fracaso están amparadas por un conjunto de mitos que funcionan como una tecnología dura, que programa la inutilidad del esfuerzo individual y exalta el poder del Estado, concentrado en una oferta engañosa de mejorar la calidad de vida de los individuos y resolver el drama de la pobreza con un mínimo esfuerzo o con una cesión de su voluntad política. Resulta difícil entender por qué el pueblo desecha la construcción de una economía basada en el esfuerzo, en la ética del trabajo y en la libertad económica. Es imprescindible detenerse y mirar cuáles son los mitos que se albergan en su conciencia colectiva, y qué les impulsa a tomar caminos históricamente derrotados en todas partes del mundo. Tales son los acontecimientos en México, con la elección de liderazgos socialistas cuya propuesta de enganche fue aumentar salarios y pensiones, sin aludir a la productividad, la competitividad, la garantía de la propiedad privada y la expansión empresarial, amparándose en el comodín del ensanchamiento del poder del Estado. En Argentina, con el mismo impulso permitieron durante muchas décadas la instalación de un régimen peronista, un particular modelo de dictadura populista apoyada por el pueblo.

 Como consuelo a estas vicisitudes latinoamericanas hay que recordar que el estalinismo duró más de setenta años y era mucho más fuerte que el peronismo. Morena  en México junto al PRI ha sido una especie de peronismo que ha durado más de setenta años. En estos casos se incubó la modelación ideológica, la estrategia comunicacional formadora de conciencias, como armas de los líderes izquierdistas y gobernantes actuando como metabolizadores de los acontecimientos, falsean la realidad, convirtiendo cada fracaso de sus políticas en un producto de la obstrucción de los liberales y de la conspiración de los países democráticos, “los imperios”. Este entorno genera una especie de condición de imbatibilidad de los mitos antiliberales, que en general no tienen quien los combata. Quienes se atreven a refutarlos son agredidos, coaccionados, acusados de explotadores, especuladores, oligarcas o traidores a la patria.

 Es imprescindible que asumamos responsablemente una introspección de los mitos que nos modelan en la política, la economía y en nuestra existencia, que no la explican el petróleo, la renta, sino nuestra fisonomía cultural dominada por la ética rentista. Es obligante asimilar verdades que nos muestran la falsedad de creencias en las cuales nos hemos refugiado la mayor parte de nuestras vidas. Bien decía Antonio Gramsci que para imponer el comunismo no era necesario ir a la guerra, basta con capturar sentimientos, emociones y generar una gran sombra de culpa en los que combaten las ideas colectivistas anuladoras de la responsabilidad individual y la libertad. 

Recordemos la advertencia de Edgard Morin sobre el poder de “mitos que devoran realidades y domestican individuos”.

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