
A finales de 2024, la policía federal brasileña desmanteló una extensa red de minería ilegal de oro en Pará, descubriendo una empresa criminal que se extendía mucho más allá de la selva amazónica. La operación, que formaba parte de una campaña más amplia contra la minería ilícita en territorios indígenas, reveló vínculos con el lavado de dinero a través de empresas ficticias y permisos fraudulentos, con fondos rastreados hasta cuentas en Dubái, Miami y Panamá.
Durante los allanamientos, las autoridades brasileñas incautaron drones, teléfonos encriptados y barcazas cargadas de combustible, todos ellos herramientas de una operación transnacional bien financiada. El operativo confirmó lo que los investigadores han advertido durante años: el crimen ambiental en el Amazonas está profundamente entrelazado con el crimen financiero global. Los grupos armados detrás de estos delitos están corrompiendo a funcionarios y operando cada vez más a una escala industrial.
El crimen ambiental se ha vuelto tan extenso que está remodelando la agenda política global, pasando de ser una preocupación marginal a un tema urgente en la diplomacia internacional. Las discusiones sobre cómo prevenirlo figuran prominentemente en las negociaciones climáticas de las Naciones Unidas. También ha habido deliberaciones oficiales a través de la Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional (UNTOC), reuniones ministeriales en cumbres económicas como el G20 y declaraciones conjuntas de grupos geopolíticos como los BRICS+.
Los crímenes ambientales son mucho más que una forma de vandalismo ecológico. Pueden socavar la seguridad nacional, la estabilidad económica y perturbar las acciones para combatir el cambio climático y proteger la biodiversidad. Según el Grupo de Acción Financiera Internacional (GAFI), crímenes ambientales como la tala y minería ilegales, el tráfico de vida silvestre y el vertido de desechos peligrosos generan ingresos anuales de hasta 280.000 millones de dólares, superando las ganancias del tráfico de personas y el comercio ilegal de armas.
Estos mercados ilícitos a menudo están vinculados a redes de crimen organizado y, cada vez más, a esquemas transnacionales de lavado de dinero y corrupción, conectando regiones ricas en recursos de África, Asia y América Latina con centros financieros en América del Norte, Europa y Oriente Medio.
La creciente conciencia sobre las amenazas transnacionales que plantea el crimen ambiental está remodelando las respuestas internacionales, regionales y nacionales. La pérdida de bosques y naturaleza ya no se ve solo como una preocupación ambiental, sino cada vez más como una alta prioridad para las fuerzas del orden y la justicia penal.
En la Conferencia de las Partes de la Convención sobre la Diversidad Biológica (COP16) en Colombia el año pasado, varios gobiernos y organizaciones regionales, incluyendo la Organización del Tratado de Cooperación Amazónica y el Banco Interamericano de Desarrollo, destacaron la relación entre el crimen ambiental y la pérdida de biodiversidad. Y antes de la Conferencia de las Partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP30) de este año en Brasil, la deforestación ilegal y los crímenes asociados están emergiendo como un tema potencial, dadas sus implicaciones para la pérdida de naturaleza, las emisiones de dióxido de carbono y el calentamiento global.
Mientras tanto, la ONU ha intensificado los esfuerzos para abordar el crimen ambiental bajo su mandato de prevención de la delincuencia transnacional. Los esfuerzos para combatir los delitos forestales y el tráfico de vida silvestre han ganado impulso en la última década, especialmente desde la Declaración de Doha de 2015. A finales de 2024, la UNTOC estableció un grupo de expertos intergubernamentales de mandato abierto encargado de evaluar los marcos legales existentes, identificar brechas críticas y considerar la viabilidad de establecer un protocolo específico de la UNTOC sobre los crímenes que afectan al medio ambiente. Los partidarios del protocolo, como Brasil, Francia y Perú, argumentan que vincular la prevención de crímenes ambientales con los tratados contra el crimen elevaría la conciencia, fortalecería las capacidades de aplicación de la ley y fomentaría una cooperación internacional legal y técnica más predecible.
Varias otras instituciones intergubernamentales también están entrando en estos debates y buscando formas de contrarrestar los crímenes ambientales. El G20, por ejemplo, ha dado pasos modestos hacia la integración del crimen ambiental en su agenda más amplia de estabilidad económica y financiera. En 2017, acordaron un conjunto de "principios de alto nivel para combatir la corrupción relacionada con el comercio ilegal de vida silvestre y productos derivados". Luego, en la cumbre del G20 de 2024 en Brasil, los delegados destacaron los efectos desestabilizadores financieros y económicos de los crímenes contra la naturaleza, particularmente aquellos provenientes de las cadenas de suministro ilegales de productos como madera, minerales y productos de vida silvestre. Por primera vez, el G20 respaldó colectivamente medidas para rastrear y desarticular los flujos financieros ilícitos vinculados al crimen ambiental.
De manera similar, el grupo BRICS ha identificado tentativamente el crimen ambiental como un punto de preocupación y cooperación mutua, tras una reunión de 2021 en la que los ministros de medio ambiente de los países miembros reconocieron explícitamente las amenazas planteadas por los crímenes contra la vida silvestre. A principios de este año, los ministros de Relaciones Exteriores de BRICS+ emitieron una declaración destacando la importancia de abordar los flujos financieros ilícitos vinculados a crímenes ambientales. Dado el importante peso económico global del grupo, su creciente alineación en este tema envía un mensaje poderoso.
Por supuesto, coordinar y reconciliar estos diversos esfuerzos internacionales es un desafío. Cada foro aborda el crimen ambiental de manera diferente. Mientras que las COP se centran en proteger el clima y la naturaleza, la UNTOC se enfoca en la aplicación de la ley y la justicia penal, y el G20 y BRICS+ se preocupan principalmente por los flujos financieros ilícitos. El desafío ahora es dar coherencia temática y diplomática a estos esfuerzos.
Afortunadamente, la Comisión de la ONU sobre Prevención del Crimen y Justicia Penal está explorando formas de armonizar las agendas dispares, incluyendo la vinculación del crimen ambiental con la lucha contra los flujos financieros ilícitos. De manera similar, la cumbre BRICS+ en Río de Janeiro en julio, la COP30 en Belém y la cumbre del G20 en noviembre ofrecen puntos de entrada prometedores para alinear prioridades y estrategias.
En última instancia, abordar el crimen ambiental requerirá más que esfuerzos nacionales aislados. El problema exige una diplomacia sostenida en una variedad de plataformas internacionales. Los gobiernos, las empresas y los grupos de la sociedad civil pueden cada uno jugar con sus fortalezas: los procesos de las COP ofrecen legitimidad ambiental, la UNTOC proporciona un andamiaje legal, el G20 aporta influencia económica, y el BRICS+ aporta peso geopolítico y el potencial de cooperación Sur-Sur.
Una coordinación más estrecha entre estos foros no solo agudizaría la respuesta global, sino que también reduciría los costos de la lucha multilateral contra el crimen ambiental y mejoraría los resultados. En una era de volatilidad geopolítica y deriva institucional, la coordinación estratégica es esencial para cualquier respuesta global efectiva contra los criminales ambientales.
Robert Muggah, cofundador del Instituto Igarapé y del SecDev Group, es miembro del Consejo Global del Foro Económico Mundial sobre Ciudades del Mañana y asesor del Informe sobre Riesgos Globales. Ilona Szabó, cofundadora y presidenta del Instituto Igarapé, es miembro de la Junta Asesora de Alto Nivel del Secretario General de la ONU sobre Multilateralismo Efectivo.
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