Apóyanos

¿Cuántas páginas tiene el libro, profe?

“Siempre he sostenido que el hábito de la lectura viene por  la seducción temprana. Al niño se le seduce con el cuento antes de dormir: con la aventura, con el misterio y hasta con el miedo excitante que pueda sentir ante una historia. Así crece, necesitando la historia escrita o contada para él mismo fabular […]
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“Siempre he sostenido que el hábito de la lectura viene por  la seducción temprana. Al niño se le seduce con el cuento antes de dormir: con la aventura, con el misterio y hasta con el miedo excitante que pueda sentir ante una historia. Así crece, necesitando la historia escrita o contada para él mismo fabular sus propios sueños. Así lo experimenté yo misma desde mi infancia; tuve la suerte de contar con un padre de naturaleza pícara e histriónica que se enfundaba, de cuando en cuando, en su negra capa española enjaezada con broche de plata y así leía a sus seis hijos escenas del Quijote”

Por ISABELLA SANTANDER SALAS

Di clases de literatura latinoamericana durante veinte años a estudiantes del quinto año de bachillerato, mención ciencias. Un día, sin embargo, por esos carajazos sabios pero agrios que los jesuitas dan al ego y al acomodamiento rutinario del espíritu, me bajaron sin dar razones al cuarto año. Allí florecí nuevamente como educadora y me enfrenté después de mucho tiempo a la lectura de los llamados Clásicos Universales: Homero, Séneca, Shakespeare, Montaigne… y por supuesto Cervantes. Tuve que releer por horas, reconstruir mi entusiasmo inicial por ellos y acondicionar mi discernimiento ante esas exigentes lecturas. Fue difícil y a la vez placentero, pero más difícil fue enfrentarme a la interrogante de cómo enseñar esos clásicos con éxito y no tener que afrontar la pregunta tan temida y aplastante, pero tan ligera y común en los estudiantes: “¿Cuántas páginas tiene el libro, profe?” y  a continuación la desparpajada acotación: “Es para ver si me lo leo o busco un resumen”. Así de franca es ahora la educación (LOPNNA dixit), todo un desafío para cualquier aburrimiento del profesor.

Comencé pues a dar los clásicos sin mayores sobresaltos, a los dos años de faena, en uno de esos días de tensión política en los que ni los profesores ni los alumnos le ven sentido a la vida escolar, se me ocurrió hacer un alto en el camino y formular a mis pupilos la siguiente pregunta: ¿Qué piensan ustedes de todo esto, de esta lucha y de su papel en ella? Enseguida una estudiante se paró y contestó con un dejo de rabia y con explosiva sinceridad: “Estamos hartos de oír sobre un país anterior que no vivimos, sentimos que no tenemos culpa alguna de esa destrucción que nos dejaron ‘ustedes’; también estamos hartos de oír que el futuro es nuestra responsabilidad, somos el presente y lo vamos a vivir según nuestros ideales”. Es verdad, sólo una estudiante lo dijo, pero al concluir todos los demás aplaudieron con furia. El otro experimento que hice fue tomar unas horas de clase  para realizar un minucioso cronograma donde los alumnos iban señalando hora a hora sus actividades y, en general, su vida durante una semana. Al concluir caí en cuenta que, entre las horas  curriculares, talleres complementarios, actividades deportivas, médicos, diligencias varias y la activa vida social que por nada del mundo se perdían, la lectura de  un clásico era una aspiración utópica.

Armada de tales testimonios, resumidos en sentido y tiempo, concluí que lo que lograra construir en mis cuatro horas semanales de clase iba a ser lo que realmente se llevarían el grueso de mis alumnos, lo extra dependería del entusiasmo que yo lograra despertar en ellos. Desde entonces me atreví a llevar al extremo mis certezas pedagógicas: me olvidé (con mucho disimulo) de tablas evaluativas, de notas rígidas, de reportes innecesarios a departamentos varios y de todo ese aparato ortopédico de requisitos administrativos ladinos del que adolece hoy en día la educación venezolana.

Blindé mis clases, me concentré sólo en ellos, los dejé fluir a sus anchas, los puse a leer uno a uno en voz alta como en primaria, para luego interpelarlos y retar sus interpretaciones. Para evaluarlos  agudicé al máximo mi sentido común  y apelé a la más profunda misericordia, sin olvidar la dosis de rigor requerida para el empuje necesario de todo aprendizaje. En fin, traté de quitarles la idea de obligación y de enseñarles, más que nunca, que leyendo dilatarían su entendimiento y encontrarían esa sustancia poética que aguarda escondida en todos los temas de la vida.

Siempre he sostenido que el hábito de la lectura viene por  la seducción temprana. Al niño se le seduce con el cuento antes de dormir: con la aventura, con el misterio y hasta con el miedo excitante que pueda sentir ante una historia. Así crece, necesitando la historia escrita o contada para él mismo fabular sus propios sueños. Así lo experimenté yo misma desde mi infancia; tuve la suerte de contar con un padre de naturaleza pícara e histriónica que se enfundaba, de cuando en cuando, en su negra capa española enjaezada con broche de plata y así leía a sus seis hijos escenas del Quijote, como también nos recitaba los viejos romances castellanos, el Romancero Gitano de García Lorca y a Zorrilla y su Don Juan. También adquirí el gusto por la lectura de mis profesores de bachillerato, todos de la madre patria, inmigrantes y republicanos (algunos discretamente rojos) que con agradecimiento habían hecho suyos a Bello y a Gallegos y que con gran pasión nos los enseñaban junto a Cervantes. Tuve el privilegio de tenerlos, de dejarme seducir por su saber peninsular, por sus anécdotas que hoy presumo llenas de nostalgia. Mi Quijote, pues, viene de la infancia y de la adolescencia más que de mi experiencia en la Escuela de Letras. De allí mi entusiasmo para leerlo y enseñarlo.

Bajo esas coordenadas enseñé  el Quijote por nueve años. Rápidamente me di cuenta de que  era  inabarcable pedagógicamente y decidí contar a mis pupilos (con la misma estrategia de Scheherazade) lo que va de anécdota, que es ya casi un rosario de lugares comunes publicitario: el personaje y su pintura caricaturesca, la causa de su locura, sus salidas y aventuras dislocadas con su fiel escudero, los molinos, el ideal caballeresco y un largo etc. Luego pasaba a lo que realmente me interesaba, la sustancia verdadera, lo que podría conectarlos dentro del ejercicio absoluto de la lectura: la lengua cervantina y su capacidad para proyectar el mundo. Para eso me concentré en tres discursos: el de la Edad Dorada, el de los hijos y la poesía y el de Marcela a los pastores; luego, remataba con un par de aventuras y  los consejos dados a Sancho para el gobierno de su ínsula. Sólo eso leíamos, pero guiada  por dos cervantinos como fueron Torrente Ballester y por supuesto Ortega y Gasset, traté de hacerles comprender la grandeza del estilo de Cervantes o lo que después de un mucho discurrir ambos derivan en señalar como el “quijotismo” del Quijote.

Con esas pocas lecturas discutidas con mis alumnos fluyó gran parte de  lo que tenía que fluir: la libertad y el amor en sus diferentes tonos y como sendos ejes que atraviesan toda la novela, el idealismo diáfano sin  enredos filosóficos, la paradoja con sus verdades,  la hidalguía en su más pura expresión, la sagaz  picardía,  el feminismo sin histerias, el humanismo con sus bondades infinitas, el derecho natural y el derecho civil, la justicia y la misericordia, la retórica clásica con su lúcida argumentación, la lengua desnuda pero florida y cantarina llena de refranes y consejas que trasciende cualquier fijeza temporal.

Así transcurrieron mis clases. El tiempo dirá si sembré lo que se debe recoger. Pero por lo pronto  puedo afirmar que logré  evadir la fatídica pregunta.

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