Apóyanos

Cinco águilas blancas - Parte I

Hay libros que no se leen: se recuerdan. Como si la memoria nacional los hubiera absorbido no para citarlos, no para discutirlos en las academias o glosarlos en suplementos culturales de domingo, sino para tenerlos ahí, latiendo en silencio, como una deuda o como una promesa. Uno de esos libros, al menos para quienes saben […]
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Hay libros que no se leen: se recuerdan. Como si la memoria nacional los hubiera absorbido no para citarlos, no para discutirlos en las academias o glosarlos en suplementos culturales de domingo, sino para tenerlos ahí, latiendo en silencio, como una deuda o como una promesa. Uno de esos libros, al menos para quienes saben que la literatura no es un lujo sino un arma, se llama "Cinco Águilas Blancas", y fue publicado en 1932 por un hombre que en Venezuela aún no hemos aprendido del todo a leer.

Tejera evidencia su regionalismo, tomaba el título de La leyenda de las cinco águilas blancas, que fue escrita por Tulio Febres Cordero para relatar el origen mitológico de los cinco grandes picos con glaciares de la Sierra Nevada de Mérida (Venezuela).

Aquella fábula que decía que cinco águilas blancas volaban un día por el azul del firmamento, cinco águilas enormes, cuyos cuerpos resplandecientes producían sombras errantes sobre los cerros y montañas. ¿Venían del Norte? ¿Venían del Sur? La tradición indígena solo dice que las cinco águilas blancas vinieron del cielo estrellado en una época muy remota.

Eran aquellos los días de Caribay, el genio de los bosques aromáticos, primera mujer entre los Indios Mirripuyes, habitantes de los Andes empinados. Era hija del ardiente Zuhé y la pálida Chía; y remedaba el canto de los pájaros, corría ligera sobre el césped como el agua cristalina y jugaba como el viento con las flores y los árboles.

Caribay vio volar por el cielo las enormes águilas blancas, cuyas plumas brillaban con la luz del sol como láminas de plata; y quiso adornar su coraza con tan raro y espléndido plumaje. Corría sin descanso tras las sombras errantes que las aves dibujaban en el suelo; salvó los profundos valles; subió a un monte y a otro monte; llegó al fin, fatigada a la cumbre solitaria de las montañas andinas…"

Humberto Tejera nació en Mérida y murió en el exilio, como tantos. O tal vez —como ocurre con ciertos hombres— nunca dejó del todo el exilio, ni siquiera cuando vivía dentro del país. Fue poeta, jurista, periodista, socialista de los de verdad, de los que se la jugaron. Fundador en 1926 del Partido Revolucionario Venezolano (PRV), embrión del Partido Comunista de Venezuela (PCV), en México, junto a Carlos León, Gustavo Machado y Salvador de la Plaza, nombres que hoy suenan como estatuas, pero que entonces eran carne, sudor, exilio, cárcel, conspiración contra la tiranía.

Pero lo que importa aquí no es solo la biografía (aunque importa mucho, porque sin ella el texto sería solo letra muerta), sino esa pequeña explosión de lenguaje que es Cinco águilas blancas. El título parece sacado de un poema surrealista o de un libro de zoología fantástica. Y él era poeta, de la Generación del 28, la de Andrés Eloy Blanco y el Pio Tamayo, de los que regresaron al romanticismo y rompieron con el modernismo, aunque Picón Salas lo ubicaba en la escuela, regionalista, nativista, y Gabriel Jiménez Emán dentro del simbolismo, en dirección al vanguardismo. Pero lo que hay dentro de su obra —y esto es lo curioso— es literatura política sin consignas, ideología sin sermón, memoria sin nostalgia. Tejera escribe con la furia de quien sabe que las palabras no solo describen la realidad, sino que también pueden torcerla. Sus águilas no sólo vuelan en el aire: vuelan en la historia.

El libro, que algunos llaman literatura y otros apenas crónica disfrazada, es también un mapa del alma revolucionaria venezolana en los años de Gómez. Pero no es panfleto. Es otra cosa: un artefacto verbal que intenta capturar el temblor de una época. Como hizo Orwell con Homenaje a Cataluña, cuando anduvo de cronista de guerra, o como hizo Kapuściński, ese gigante de la crónica, con El Sha o El Imperio. Pero a la venezolana, con ese barroquismo exacto y ese lirismo que parece impaciencia.

En una página cualquiera, uno se topa con frases que cortan como cuchillos y que, sin embargo, parecen escritas con la delicadeza de quien acaricia una herida. Tejera sabía que los libros también pueden ser trincheras. Lo supieron sus compañeros. Lo supieron sus enemigos. Lo sabemos nosotros, si nos atrevemos a volver a esas páginas.

Y entonces ocurre lo inevitable: al releerlo —porque este libro no se lee una vez— uno siente que la historia no ha pasado, que el país que describe Tejera sigue allí, sin disfraz, desnudo, golpeando en los pliegues de nuestro presente. Que las águilas blancas, lejos de extinguirse, siguen deslizándose por las aguas turbias de la realidad nacional.

Y que volver a ellas —como quien regresa al origen— puede que no nos salve. Pero al menos nos explica.

¿Quién escribirá los ultrajes?

En esa obra se preguntaba Tejera —con la mezcla justa de amargura y desafío que caracteriza a los hombres que no escriben por oficio sino por urgencia—: ¿Quién escribirá todos los ultrajes, miserias y suplicios de los intelectuales venezolanos bajo el gomecismo?

La pregunta, por supuesto, era una trampa. O, mejor dicho, una provocación. Porque Tejera no preguntaba para que alguien le respondiera: preguntaba para obligar a recordar. Preguntaba como quien lanza una piedra al fondo de un pozo, sabiendo que el eco no vendrá, pero que el silencio que deja es más elocuente que cualquier respuesta.

Y luego, casi en tono de inventario desesperado, nombraba a los que ya habían empezado: Blanco Fombona, que desde Europa escribió como si lanzara piedras contra una muralla invisible; Pocaterra, que convirtió su vida en testimonio y su testimonio en literatura; Betancourt, que aún no era presidente pero ya era furia, denuncia; "Luciano, Sotillo, Picornell, López, Picón Salas, Guevara, Travieso, Flores, Lope Bello… " Todos con el verbo afilado, todos escribiendo desde el margen, desde el exilio, desde la cárcel, desde ese territorio sin nombre que es la conciencia cuando decide no rendirse.

Pero —y aquí está el gesto que revela a Tejera— olvida incluirse a sí mismo. Por modestia (aunque algo de eso siempre hay, y bien está que lo haya), pero es injusto. Porque si alguien merecía estar en esa lista era él: el merideño que fundó un partido desde el exilio mexicano, el que convirtió la literatura en acto de insurrección, el que escribió como quien levanta actas de un país que insiste en no reconocerse a sí mismo.

El gomecismo, para quienes no lo vivieron, suena como una palabra muerta, una página de manual escolar. Pero para los que como Tejera lo enfrentaron, fue una atmósfera asfixiante, una niebla espesa donde respirar ya era un acto de rebeldía. Escribir, entonces, era casi traición. Publicar, una forma de insubordinación. Y sin embargo, escribieron. Publicaron. Dejaron constancia. Porque sabían —y esto lo sabían mejor que nadie— que las dictaduras mueren, pero los libros quedan.

Esa lista de nombres que menciona Tejera no es solo un homenaje: es una advertencia. Nos dice que hay una genealogía del coraje intelectual, una tradición subterránea que pasa de mano en mano, de generación en generación, como un fuego que no se deja apagar. Nos dice también que olvidarlos —o peor aún, trivializarlos— es una forma de repetir lo que denunciaron.

La pregunta de Tejera, entonces, sigue vigente. ¿Quién escribirá todos los ultrajes? ¿Quién se atreverá a narrar la historia sin mutilarla, sin embellecerla, sin edulcorarla para que sea cómoda? Quizá nadie. O quizá todos nosotros, si somos capaces de leer no solo sus libros, sino su ejemplo.

Porque hay algo que el gomecismo nunca logró hacer —y esto lo prueba "Cinco Aguilas Blancas"—: callarlos del todo.

La rabia lúcida

Un pueblo así —escribe Tejera— no solo es víctima: es también rehén de sí mismo. Un pueblo que durante un tercio de siglo vive bajo "la censura más absoluta", que habita en un "perfecto estado de sitio" permanente, que ya ni siquiera necesita ser amordazado porque ha aprendido a no hablar, porque ha introyectado el silencio como segunda lengua, como único escudo. Un pueblo que camina "como los tuaregs en el centro del Sahara", con el rostro cubierto no por la arena, sino por el miedo.

La metáfora es brutal. Pero también precisa. Porque eso fue el gomecismo: una desertificación del espíritu. Una época en la que hablar era delatarse, escribir era condenarse y pensar, una forma de suicidio. En esa Venezuela, los hombres de talento no eran faros: eran cadáveres en potencia. Desaparecían sin ruido, sin escándalo, como si la historia se los tragara por decreto, como si el país se negara a retenerlos en la memoria.

Y los que no desaparecían, los que no eran enviados a los sótanos húmedos de La Rotunda, a los cementerios sin nombre del exilio, esos también sufrían una muerte, pero más lenta, más perversa: la de la complicidad. Tejera no se anda con eufemismos. A esos —los que se encenagaban, los que se esterilizaban, los que convertían su pluma en incienso para adorar al dictador— los acusa sin rodeos. Los llama lo que son: apóstatas de la dignidad, cultores del “dios-cerdo”, adoradores de ese Gómez convertido en "Salvador, en Numen", en Providencia nacional.

Y aquí es donde la prosa de Tejera se vuelve profética, incómoda, impiadosa. Porque uno lee estas páginas escritas hace casi un siglo y siente que no está leyendo el pasado, sino el presente. O peor: una repetición de lo mismo con otros nombres, otros disfraces, otros manuales. El culto a la figura providencial, la resignación nacional como forma de vida, la esterilidad de una intelectualidad domesticada… ¿no es ese también nuestro retrato, ahora, en esta hora?

Tejera nos obliga a mirarnos en ese espejo que no deforma, sino que revela. Y no lo hace con mesura ni con diplomacia, sino con rabia. Pero no una rabia ciega: una rabia lúcida, esa que nace del amor a un país que no deja de fallarte. Que no deja de traicionarse a sí mismo. Que parece empeñado en vivir de espaldas a su mejor gente.

Por eso "Cinco Águilas Blancas" no es solo un libro contra Gómez: es un libro contra la cobardía, contra la claudicación, contra el olvido. Es también una elegía por los que resistieron, y una acusación contra los que callaron o aplaudieron. Sobre todo, es una advertencia: lo que pasó puede volver a pasar. Y sigue pasando. Lo que callamos una vez, podemos callarlo de nuevo. Lo que aceptamos entonces, puede parecernos aceptable hoy.

Entonces uno entiende que la pregunta de Tejera sigue sin respuesta no porque no haya escritores, sino porque todavía nos cuesta demasiado mirar de frente.

El Mecenas del Silencio

De pronto, como si la historia también tuviera sus bromas de mal gusto, Juan Vicente Gómez —el carcelero de una nación, el patrón de sabanas y sótanos— decide convertirse en Mecenas. Así, sin aviso. Un decreto, treinta mil bolívares, y el viejo dictador aparece como benefactor de la ciencia, aportando fondos para una estatua en París al sabio químico Marcellin Berthelot. El gesto no solo es grotesco: es casi poético, si uno entiende la poesía como ironía feroz del destino.

"Los agentes de Gómez, siempre solícitos, multiplican panegíricos. Escriben elogios, biografías, notas de prensa" con tono de encíclica laica. Hablan de la sabiduría de Berthelot "con un entusiasmo que no habrían gastado ni por Andrés Bello". París —escribe Tejera con una mezcla de burla y resignación— se "restriega los ojos". Se pregunta de dónde ha salido este amor súbito, esta pasión inesperada por la ciencia de parte del déspota que cerró universidades, que transformó el país en un campo de concentración expandido y que convirtió la inteligencia nacional en una profesión de riesgo.

La respuesta, por supuesto, no importa. O sí: importa por lo que revela. Porque no es amor a la ciencia. Es amor a la legitimación. Gómez entendía el poder no como administración, sino como escenografía. Y todo tirano necesita teatro. Necesita un decorado que lo maquille. Y, a falta de ideas, busca estatuas. Es más fácil eternizarse en mármol que en pensamiento.

Tejera lo desenmascara sin levantar la voz. Eso es lo peor para el tirano: ser ridiculizado. Porque el elogio puede ser comprado, el miedo puede ser impuesto, pero el desprecio lúcido no tiene antídoto. Por eso Cinco águilas blancas duele: porque no insulta, sino que disecciona. No denuncia a gritos, sino que expone con la precisión de un cirujano o, mejor aún, de un químico: uno de verdad, no de manual.

Sin embargo, uno no puede evitar preguntarse si esa estatua no nos representa también a nosotros. Porque la historia venezolana —como tantas otras— está llena de estatuas inútiles, de gestos cínicos, de homenajes que son afrentas. Hemos sido expertos en levantar monumentos para olvidar, no para recordar. Porque recordar de verdad implica hacerse cargo. Implica ver a Gómez no como un accidente del pasado, sino como un síntoma persistente.

Tejera lo entendió mejor que nadie. Por eso escribió. Por eso no se calló. Por eso se exilió, por eso fundó partidos, firmó manifiestos y dejó libros como quien deja minas bajo la tierra del porvenir.

Por eso, quizá, todavía no lo hemos leído del todo.

Estatuas para el olvido

Y como toda farsa necesita su epílogo, en 1930 el enigma queda resuelto —o, como diría Tejera, "explicado a satisfacción", que es otra forma de decir: sin lugar a dudas. El coronel Samuel McGill, ex-instructor del ejército de Maracay, donde había organizado y dirigido el cuerpo de caballería denominado "Escuadrón de Húsares del Centenario", chileno, ahora convertido en revolucionario, se incorpora a la invasión del Falke, y se hace indeseable, es expulsado de París por la policía francesa. Un año después del homenaje a Berthelot. Un año después del repentino amor de Gómez por la ciencia.

Pero McGill, que no era un diplomático sino un militar con memoria y con pluma, publica artículos donde denuncia lo que ya todos sospechaban pero nadie había dicho con nombre y apellido: el llamado homenaje al sabio químico era, en realidad, un negocio. Un intercambio indecente entre el ministro Cárdenas —cuñado de Gómez, embajador de su régimen en París y gestor de su “cultura” internacional— y un oscuro empleado del Quai d’Orsay. Este último, dato no menor, era nada menos que hijo de Berthelot. Todo cuadraba: el dinero, la estatua, la redención del tirano a través del mármol.

Tejera no lo escribe como una acusación. Lo deja caer con ese tono neutro que, en realidad, es el más corrosivo de todos. Porque cuando un régimen recurre al homenaje científico como coartada para perseguir a sus enemigos, ya no estamos hablando de cinismo: estamos hablando de decadencia. De esa forma de pudrición que ya ni siquiera se disfraza de grandeza, sino de caricatura.

Cárdenas —el operador— no solo negociaba estatuas: hacía perseguir asilados venezolanos. Conseguía que Francia, la misma Francia empapada de la sangre de Francisco Miranda y de José de Jesús Sánchez Carrero, merideño como Tejera, quien participó en la Primera Guerra Mundial, en la Legión Extranjera, luchando del lado del ejército aliado en contra del Imperio Alemán, donde obtuvo el grado de coronel en Venezuela y capitán en Francia, soñadores de una patria libre desde la guillotina ajena, expulsara ahora a los hijos de esa misma libertad por orden de una dictadura tropical. El círculo se cerraba con una ironía que ni el mejor novelista habría imaginado: el país de los derechos del hombre: "Liberté, Égalité, Fraternité", colaboraba con la censura del hombre. La cuna del asilo se convertía en su tumba.

Y entonces uno entiende por qué Tejera escribió Cinco águilas blancas. No fue por literatura. Fue por urgencia. Por dignidad. Por memoria. Para que no nos olvidemos —como solemos hacerlo— de que incluso las estatuas pueden ser sobornos, que incluso los sabios pueden tener hijos indignos, y que incluso la ciencia puede ser usada como pantalla para el crimen.

La historia no se repite, dicen. Y quizá tengan razón. Pero rima. Y Venezuela —nación de poetas y silencios— ha aprendido demasiado bien a rimar con su propio pasado. Por eso libros como este no envejecen: porque el país que retratan sigue allí, esperando a que alguien más tenga el valor de escribirlo.

O de leerlo.

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