
“Ahora esos fusiles de mecha encendida dictarán los modos de vivir, incrementando la factura de los muertos sin abandonar el mestizaje de cuerpos y costumbres”
Por GERARDO VIVAS PINEDA
Para Anabela y Daniel, proveedores de bibliofilia.
A la memoria de Carlos Humberto Pineda Corredor,
lector, lector, lector, y cuando no, lector.
Mi viejo Quijote querido, aporreado, desdentado y desmuelado amigo: que lo diga Sancho cuando palpa tus encías e intercambia contigo la repulsión de los contenidos estomacales (I, 18). Que hable ese “bellaco harto de ajos, malaventurado, ladrón, corazón de alcornoque, melindroso, miserable animal, socarrón, malintencionado monstruo, bestión indómito,” como lo insultan a placer la ninfa de Merlín, la dueña y tú mismo (II, 31 y 35). Si él no habla vengo a confesarte con suma brevedad el escarnio y el sometimiento del prójimo, malacostumbre de los radicales del poder, porque el espacio para escribir es tan corto como el estornudo de una hormiga. Mi maestro Demetrio Ramos Pérez dio una clave al estudiar las verdades cambiantes de “la buena guerra o guerra justa” y la “guerra mala” que inquietan las conciencias del emperador Carlos V y de su sucesor Felipe II de España, tus contemporáneos, cuando toman posesión del Nuevo Mundo. El profesor vallisoletano pareciera recordar tus discursos en favor de tus combates caballerescos, argumento de suma utilidad para entender las buenas pero inseguras intenciones de la ley. Jurisconsultos salmantinos intentan regular el belicismo de los pueblos y la violencia resultante cuando el despotismo aprieta los gatillos, crucificando países y continentes enteros. Es la guerra desigual odiada por ti en tus andanzas manchegas y aragonesas. Tú, en persona, lo has advertido: “¿Cuán menos son los premiados por la guerra que los que han perecido en ella? Sin duda habéis de responder que no tienen comparación ni se pueden reducir a cuenta los muertos” (I, 38). De allí surge la historia inacabada del arcabuz, arma revolucionaria al ser equipada con afuste de madera para facilitar su manejo individual durante el siglo XIV, luego incrustada en las ambiciones del poder turco para dañar el cuerpo de tu progenitor.
Instrumento para el tiro de (des)gracia
He de decirte, compañero de camino, un hecho doloroso: ese armatoste explosivo que estropeó una mano a tu padrastro es máquina infernal para atrapar pueblos y naciones. Pregúntale a tu contemporáneo Covarrubias. Así lo anotó en su libraco a mitad de tu parto escriturario en 1611: “ARCABUZ. Arma forjada en el infierno, inventada por el demonio… La carga que le echan de pólvora y pelota y munición, se aprieta en aquella cámara o arca, y tocada del fuego sale por el cañón con la furia que vemos”. Por favor, óyeme bien, caballero en andas y volandas: mucho antes que el estrépito de Lepanto pegase dos arcabuzazos en el pecho y uno en la mano izquierda del Cervantes Saavedra que te parió y entintó, el inventario subsiguiente de asesinados pasó de cientos a miles hasta alcanzar millones en mordiscos de plomo y pólvora a lo largo de mares y continentes. Desde los tiempos de llegada española a las Indias los cronistas reportan la mortandad de las primeras huestes conquistadoras. Según Bernal Díaz del Castillo, testigo presencial, de los 550 soldados cortesianos llegados a Nueva España sólo quedan cinco individuos. Al menos 13 arcabuceros arriban con la tropa a Cozumel; días más tarde observan el primer tzompantli o torre de cráneos sacrificiales. Previamente en la cuenca caribeña ordenan a los capitanes, en amistoso gesto, no tirasen a los indios con ballesta “ni arcabuz ni otra cosa”, y que se cubriesen con las rodelas “e aguardasen” mientras las rociadas de flechas llovían veneno sobre sus cabezas. ¿Cómo la ves, Alonso arrepentido? Escudos ovalados de tu relato en ciernes y armas de estreno rodean al conquistador extremeño y a Carlos V, monarca imperial que aprende a hablar español para gobernar España y poseer el medio mundo llamado imperio. Mülhberg, su más resonante victoria militar a caballo, sucede en 1547, cuando el Cervantes de tus genes tipográficos nace desnudo de ambiciones. Transcurridos 24 años expondrá su mano izquierda y su pecho combatiente al arcabuz de fuego, máquina de pavor que en América los indios creen truenos y rayos sus proyectiles. Ahora esos fusiles de mecha encendida dictarán los modos de vivir, incrementando la factura de los muertos sin abandonar el mestizaje de cuerpos y costumbres. Tal como recopila fray Bernardino de Sahagún, en boca de los aztecas el mismo escudo que portarás ante los engaños de tus encantadores figura en un verso para cantar el nacimiento del gran guerrero Huitzilopochtli: “¿Quién se pone su rodela como máscara?”. El registro literario, a pesar de señalar la guerra eterna, ofrece asimismo una savia dialectal: “Tla melahuac ticitlali amo xic mapiqui ocotl” [Si en verdad eres estrella, no te alumbres con tea]. Tu autor manco, de haber conocido ese adagio prehispánico oloroso a cacao, no habría dudado en regalártelo como epitafio. Quizás te habría bautizado Motecuzoma Quijano, o Quijote Inca de la Mancha, o mejor Guaicaipuro de la Triste Figura, ¿o, por qué no, Caballero Kwame? En lugar de celada, yelmo o bacía un penacho de plumas de quetzal habría coronado tu cabeza descalabrada por un cuadrillero insolente (I, 17). En fin, se habría invertido el rumbo del híbrido que estaba obligado a existir; igual habríamos sido el pequeño género humano vislumbrado por Bolívar al seguir tus pasos libertarios y encender la licuadora donde su pasión patria mezcla la chicha blanca, cobriza y negra que a diario bebemos para abrazarnos y darnos pescozones. Pero te digo sin pudor: si somos un género de ensalada mixta, ¿acaso no encarnamos un arcabuz de huesos y cenizas mentales? La inquisitoria pende permanentemente sobre gobernantes desquiciados.
Perduración del arcabuz en los bandos y las mentes
Hoy en día, apreciado Quijano vituperado, la cueva bibliotecaria del polígrafo Pedro Grases González, herencia de la cueva de Montesinos donde te caíste a verdades y mentiras con Merlín y Dulcinea (II, 22-23), ofrece la oportunidad inestimable de rastrear el afán documental de los maestros, con el arcabuz a mano de monarcas absolutos y déspotas perpetuos. En el libro de Vicente de Cadenas y Vicent, Hacienda de Carlos V al fallecer en Yuste, por ejemplo, Arturo Uslar Pietri, donante de su vida impresa en el mismo lugar, lamentablemente en proceso de olvido, subraya decenas de palabras, frases o episodios curiosos relacionados con las posesiones del soberano Habsburgo. Ha iniciado su labor investigadora para su próxima novela sobre Juan de Austria, el hijo cuya bastardía no le impide comandar la escuadra cristiana en Lepanto donde tu papá fue arcabuceado sin piedad. Pero la lista de tanto objeto rebuscado incorpora, ¡oh casualidad!, el arcabuz para disparar Carlos de Gante a herejes y jabalíes salvajes. Heredero del escandaloso trueno de mano, y antecesor del pesado mosquete y el trabuco con boca de trompeta, el arcabuz impone su autoridad en el ruido de su deflagración y el impacto de su proyectil mortal. Te consta cuando navegas en los mares de Barcelona y observas junto al horrorizado Sancho el drama de los arcabuzazos fatales (II, 63).
No sé si tu escritor te lo dijo cuando te escribió, pero nadie como él sufrió el daño del arcabuz que pudo haberlo obliterado de este mundo. Era muy efectivo en el desempeño de ejércitos y mercenarios. A finales del siglo XVIII todavía lo fabrican en armerías europeas. A comienzos de la decimosexta centuria Enrique VIII de Inglaterra posee uno de retrocarga mientras sus caprichos asesinan esposas y filósofos. Al príncipe de Suecia, futuro Carlos XII, le regalan un arcabuz de niño con sólo cinco años de edad en 1687. Ha quedado forjado para siempre el uso y abuso del cañoncito individual al servicio de las mentalidades imperiales. Con todo y el devastador balance histórico de muertos y heridos, dirigentes de la contemporaneidad, apoltronados en sillas presidenciales, le han sustituido la pólvora por el uranio enriquecido, aunque las fuerzas de la represión política cuentan con el deleite particular del combustible explosivo en la pistola portátil de cada efectivo uniformado, galeotes actualizados de la destrucción y la ignominia.
Escucha ahora, caballero del amor, esta singular historia narrativa. Miguel Otero Silva, por su parte, lleva su batuta escritora al personaje más polémico de la historia venezolana y continental. En su novela Lope de Aguirre, príncipe de la libertad, adopta el arcabuz no sólo como principal armamento de guerra y conquista, sino como símbolo del poder militar y político en su más efectiva manifestación. Me dio por contar las veces en que recurre al sonoro rifle, enumerando página por página los términos relacionados: arcabuces, 36 veces; arcabucero, 34 veces; arcabuz, 18 veces; arcabuzazo, 6 veces; arcabuz de mecha, 5 veces; arcabucería, una vez, en total 100 menciones justas al fusil de gran poder destructivo. A propósito de su calibre, en 17 ocasiones el autor no habla de balas cuando se trata de la munición correspondiente, sino de pelotas, como afirmaba tu coetáneo Covarrubias. A ese respecto Otero se documentó rigurosamente. Con el arcabuz se llegaron a disparar proyectiles de hasta una pulgada de grueso. Con razón el arcabuzazo que dio en la mano izquierda de quien te ideó lo deja manco para siempre. De milagro puede calificarse haber sobrevivido a las dos pelotas que dieron en su pecho sobre la cubierta de la galera lepantina; de lo contrario no habrías existido jamás, iluso caballero andante. En todo caso, Otero se convenció rápidamente: en manos del tirano Aguirre el arcabuz encarnó el atributo principal de la guerra no tanto entre bandos enemigos que se traicionaban a conveniencia, sino en las trincheras de la mente, donde los marañones, además de los tiranuelos actuales, escudan sus deseos hegemónicos a lo largo de la Europa-madre y a lo ancho de la América-hija, mientras la guerra vuelve a calentarse hoy en día mundialmente. La proliferación ultramarina del arcabuz dejó en las mentes hispanoamericanas una sacudida al vasallaje de las castas, una voluntad hegemónica a la espera del momento propicio para asaltar el orden establecido. Sus actores, en palabras de Uslar Pietri, “nunca dejaron de sentirse en combate consigo mismos”, a pesar de innumerables negras Hipólitas que habían amamantado a incontables Simones Bolívares para que sembraran la paz. Sin embargo, tristemente uno de tantos Simones perdió a su Dulcinea y se vio obligado a romper el cordón umbilical. ¿Cómo te parece tal infortunio, pretendido pastor Quijótiz? Luego ha venido la anarquía de los sentimientos encontrados y las ideas insolentes, haciendo caso a las acideces de la sangre cuando la suponen ideológicamente colectiva. Así es como el legado cruel del arcabuz no nos abandona.
Curiosamente, en 1947 Uslar y Casto Fulgencio López habían precedido a Otero en la proliferación arcabucera de Aguirre y su gesta tiránica. Don Arturo nombra el arcabuz y sus sinónimos en 62 ocasiones. El argumento de su obra El camino de El Dorado iguala a sus dos colegas novelistas, narrando el episodio más atroz de la expedición amazónica. Ante las demandas vengativas del tirano, el capitán Antón Llamoso, asustado, se agacha sobre el cadáver del recién arcabuceado Martín Pérez: “Y se precipitó, a cuatro patas, sobre el cuerpo, lamiéndole la sangre del cuello y del rostro, como un perro, y mascándole los sesos que asomaban”. Probablemente no exista hecho histórico más horripilante en los expedientes de la conquista venezolana, no por novelado menos cierto y documentado. Imposible no hablar de conmoción lectora, o de repulsión en el peor de los casos. Los escritores han logrado reavivar el hecho sanguinario. Tu papá —recuérdalo bien, tú, dueño del Rocinante que al final era la bestia “más flaca hoy que el primer día” (II, 73) —, tu papá, digo, fue más delicado cuando, camino a Barcelona, ahorcó a 30 bandoleros catalanes (II, 60); no chorrearon de rojo el rostro del Sancho espantado.
Imposible despedida
Leyéndote a ti, Quijote pegajoso, quizás podamos apartar el arcabuz de nuestras mentes y desterrarlo a la quietud de los museos, mientras los cristofué se niegan a detener su canto escatológico en los mangos y los guayabos de los jardines nacionales. Gracias a ti, Quijote abrazado —perdóname la segunda persona del singular, tú, que nos obsequias la primera del plural—, hemos recibido en boca del rudo y fiel Sancho la insuperable lumbre de tu aventura universal cuando regresas derrotado al pueblo: “Recibe también a tu hijo don Quijote, que si viene vencido de los brazos ajenos, viene vencedor de sí mismo, que según él me ha dicho, es el mayor vencimiento que desearse puede” (II, 72). A ver cuál déspota puede ganarle la partida a ese jaque, que no es mate, sino abrazo superior. Digámosle al tiranuelo de turno: a pesar de rencores y disparos, el arcabuz también ha logrado sublimarse. Un cuadro anónimo del siglo XVII lo puso en manos de un ángel arcabucero cargando el arma mientras vuela sobre el Alto Perú, desde Cuzco hasta Potosí, para que su espada de fuego descanse hasta el regreso de Dios.
Gracias por todo, Quijote mío, arcabuceado potencial, contumaz dueño de la sangre. ¡Vamos, empresario de las almas! Tu próxima meta es Matusalén, el viejo más viejo de la Biblia. Con 420 años recién cumplidos sólo te faltan 549 años para alcanzarlo. Decir que te queremos es poco, y que te amamos tampoco basta. Mereces un nuevo verbo de conjugación interminable. Por favor búscalo en el éter manchego que habitas, donde “Los grados de gloria corresponderán a los méritos; pero como el gozo consistirá en el cumplimiento del amor, ninguno envidiará la gloria de otro, porque se alegrará de verle amar a Dios”. Te paso ese dato, hijodalgo por fortuna desadaptado. Lo puso Agustín de Hipona en la última página del duodécimo y final tomo de La Ciudad de Dios antes de alcanzar la santidad. Sancho aprendió a leer luego de tu partida y ha hojeado ese librito, por tanto no se le ocurrirá dudar de tu presente condición beatífica; nos baña de sosiego no más abrir la tapa de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de La Mancha.