
La Antártida es un santuario de vida silvestre. No es secreto. Pero enfrenta una amenaza silenciosa. Creciente: la contaminación acústica.
Un estudio reciente, realizado por la Universidad Pompeu Fabra (UPF) de Barcelona y la Universidad de la República de Uruguay (Udelar), reveló cómo el ruido generado por actividades humanas puede causar estrés y malestar a la fauna local.
La investigación, publicada en la revista Ecological Informatics, se centró en la isla Ardley, una Zona Antártica Especialmente Protegida (ZAEP) crucial para la reproducción de aves marinas como pingüinos y petreles, y visitada por focas y lobos marinos.
El equipo, según reseñó EFE, analizó el impacto acústico de un generador de energía situado a solo 2 kilómetros de la isla. Es así como descubrieron que el ruido de esta máquina es claramente perceptible en la ZAEP, alterando el paisaje sonoro natural del ecosistema.

Levantar la alerta en la Antártida
Los autores del estudio alertaron que las consecuencias negativas del ruido humano en la Antártida se han subestimado gravemente, especialmente en comparación con otros impactos ambientales.
La creciente actividad humana en la región, desde operaciones científicas hasta logísticas, ha intensificado esta preocupación.
El ruido, según la investigación, puede incrementar los niveles de estrés e hipertensión en los animales, afectar su capacidad de audición, dificultar la búsqueda de alimentos y comprometer su respuesta ante depredadores. Además, interfiere directamente con la comunicación e interacción social de las especies, actividades vitales que dependen de señales acústicas.

Este estudio es pionero al focalizarse en los efectos de la contaminación acústica en especies terrestres antárticas, a diferencia de la mayoría de investigaciones previas centradas en ecosistemas marinos.
Los investigadores, como Martín Rocamora (UPF y Udelar) y la líder del estudio Lucía Ziegler (Udelar), utilizaron dispositivos de grabación avanzados para caracterizar el ruido del generador y distinguirlo de otras fuentes.
Su conclusión es contundente: el paisaje sonoro de la isla Ardley está alterado, y es imperativo incluir medidas contra la contaminación acústica en los planes de gestión de las zonas protegidas de la Antártida.