A falta de brújula, todo viento es adverso. Y eso, en la política venezolana, es más que un refrán: es una radiografía. Cada vez que el chavismo convoca elecciones —cualquier elección, sin importar su nivel, su legitimidad o su alcance— la oposición hace lo que mejor sabe hacer: dividirse, acusarse, improvisar y, finalmente, fracasar.
Las elecciones regionales y parlamentarias convocadas para el 25 de mayo han servido de nuevo como detonante de esa combustión espontánea que define a la llamada “alternativa democrática”. Esta vez, la Plataforma Unitaria Democrática expulsó a partidos como Un Nuevo Tiempo y Movimiento Por Venezuela por atreverse a participar en unos comicios que, según la ortodoxia abstencionista, son ilegítimos por definición. El problema, claro está, no es que unos voten y otros no. El problema es que ambos bandos —los que apuestan por la urna y los que predican el vacío— coinciden en algo más grave: ninguno tiene una estrategia que trascienda el evento electoral.
Unos hacen campaña como si fueran a liberar a Francia. Otros llaman a la abstención como si esta tuviera algún efecto mágico que desencadenara la caída del régimen. Pero ni unos ni otros responden a la pregunta elemental: ¿y después del 25 de mayo, qué?
Lo que tenemos entonces no es un debate político, sino un enredo existencial. Henrique Capriles, con su habitual tono de resignación disfrazada de realismo, ha tomado distancia de María Corina Machado, mientras prueba una vez más el experimento de las “alianzas amplias”. Machado, por su parte, sigue apostando por un liderazgo mediático que no se traduce en capacidad operativa. Ambos, desde sus tribunas, le hablan a públicos distintos pero con el mismo resultado: confusión.
Y mientras tanto, el chavismo avanza. No necesita unidad: le basta con el poder. No necesita legitimidad: le basta con la fuerza. No necesita convencer: le basta con mandar. En este escenario, Maduro no solo participa de la farsa electoral como protagonista, sino que aprovecha la escena para proyectar su verdadero objetivo: consolidar el Estado comunal, esa versión tropical del castrismo, con la que aspira a perpetuarse en el poder durante las próximas décadas, más allá de elecciones, candidatos o papelillos.
Porque a diferencia de la oposición, el chavismo sí tiene un plan. Puede ser siniestro, antidemocrático y ruinoso, pero es un plan. Sabe hacia dónde va. Y eso le da una ventaja brutal frente a sus adversarios, atrapados en la eterna dicotomía entre participar o abstenerse, entre votar con rabia o no votar con impotencia.
Lo que no termina de entender buena parte del país opositor —y mucho menos su dirigencia— es que una elección convocada por el régimen no es una oportunidad, sino una trampa. Pero abstenerse sin alternativa organizada tampoco es una solución: es una renuncia. Participar por participar, o abstenerse por inercia, son gestos estériles cuando no hay un proyecto de país que los articule, cuando no hay un liderazgo que asuma riesgos reales, y cuando no hay voluntad de confrontar el poder en su territorio, que no es la urna, sino la calle, el sindicato, la comunidad, la base social.
Mientras la oposición se debate entre acusarse mutuamente de “colaboracionistas” o “radicales”, el régimen avanza en la instalación de su modelo comunal. Un sistema diseñado para sustituir a las alcaldías, los consejos municipales y hasta a los estados, por una estructura paralela, vertical y leal al partido. Es decir, la institucionalización de la dictadura a nivel local. La legalización del control absoluto del territorio, casa por casa, calle por calle. Mientras tanto la oposición sigue alelada y entretenida mirándose el ombligo.
La fragmentación opositora ya no es solo una tragedia: es una rutina. Y lo más alarmante es que, frente a esta fractura, ya ni siquiera hay escándalo. La sociedad civil, cansada de tantas decepciones, ha optado por la indiferencia. Y eso, en política, es tan letal como la represión.
Mientras el chavismo prepara su dominación futura, la oposición sigue sin entender el presente. Y lo poco que queda del país político se diluye entre proyectos personales, candidaturas decorativas y falsos llamados a la conciencia que no movilizan a nadie.
El 25 de mayo pasará, como han pasado tantos otros domingos electorales. El chavismo se apuntará otra victoria, no necesariamente en votos, sino en control. Y la oposición volverá a su deporte favorito: la autopsia de sí misma.
Porque en esta Venezuela distorsionada, los únicos que no tienen dudas son los que gobiernan. Los demás, apenas tienen excusas.