El régimen venezolano tiene obsesión por las elecciones. Perdió la última e insiste en convocar y perder otra. No han reconocido ninguna de las dos derrotas. Creen que ese disfraz democrático les borra la faz de dictadura. Sus mentiras le han hecho perder a su pueblo

Los políticos actuales son refractarios a decir la verdad. Temen que los ciudadanos huyan al escuchar la verdad de las cosas que suceden. Son como niños, piensan estos especialistas en escamotear la realidad. Sucede en España, en la UE y en Venezuela. Allí, la cúpula del régimen inventa un complot internacional contra sus elecciones, para justificar encarcelar a los disidentes de todo tipo. Aquí, Sánchez tergiversa los acontecimientos que le tocan directamente a su hermano, esposa o a sus compañeros de partido más cercanos. En la UE, la señora Von der Leyen es sospechosa de manejos dolosos con Pfizer y todos allí miran para otro lado. La verdad luce por su ausencia.
Tal vez, Churchill no tuvo más remedio que decir la verdad a sus conciudadanos cuando Inglaterra estaba a punto de ser invadida por Hitler. No les dijo que no pasaría nada grave, sino que dijo la verdad ante tal amenaza cierta. Lo que venía era "sangre, sudor y lágrimas". Aguantaron y vencieron. Aunque ese dolor colectivo le costó perder las elecciones tras la guerra. Ahora, nadie es capaz de ser Churchill. El mismo Mr. Trump vacila con sus amenazas y, siguiendo al camarada Lenin, da dos pasos adelante y uno para atrás. Así está el mundo político, es la posverdad cuántica: una afirmación vertiginosa, que se puede cambiar por otro logaritmo aún más veloz, justificando, aún más, la misma mentira.
El caso de la dictadura chavista es una tragedia. 9 millones de venezolanos se han visto obligados a dejar su país. Muy posiblemente para siempre. La promesa de que pronto volverán no va a ser algo automático tan solo porque sea repetido en mítines y reuniones sociales. La llamada diáspora es una calamidad inmerecida. Esos exiliados que pueblan el planeta desde Australia hasta Canadá, incluido Estados Unidos, donde muchos inocentes van a pagar por los desmanes de otros compatriotas; y toda Europa, especialmente España. Madrid ya parece una provincia de Hispanoamérica. Tantos venezolanos aclimatándose fuera de su país, se han buscado la vida. Han puesto la nostalgia de la comida de moda en el mundo. El gusto y el sabor es uno de los más fuertes reclamos del recuerdo. Ya es usual encontrar tequeños congelados en Mercadona, restaurantes de arepas con su multisápida variedad; y que la música y sus intérpretes se escuchen en fiestas populares de Miami, Madrid o Barcelona.
Pero, atribuir, según un estudio sociológico, que esa diáspora sea buena por haber puesto de moda la culinaria venezolana nos parece un despropósito. La comida italiana se ha impuesto en el mundo sin que los naturales hayan tenido que emigrar en el volumen de la diáspora venezolana. Ni que la fast food americana haya colonizado a la sociedad mundial, sin tener ellos que ir al exilio masivamente. Mejor habría sido que la comida típica de Venezuela fuera el símbolo de una sociedad verdaderamente democrática sin ser noticia por su diáspora desbordada.
Hemos visto de cerca en Madrid, a un largo de dos brazos, al presidente Edmundo González Urrutia. Intentamos acercarnos, como periodista de a pie, para hacerle una sola pregunta: ¿Cómo ha sido su reciente reunión con el ministro de Asuntos Exteriores de España, ayer? Era una pregunta sencilla y vigente, dado que todavía no hemos escuchado una declaración oficial del gobierno de Sánchez reconociendo a EGU como presidente legalmente electo de Venezuela, ni condenar al dictador Maduro, usurpador de la presidencia. No fue posible hacer tal pregunta al presidente EGU. El círculo de protección fue impenetrable. Entendemos tal cerco. Mantener su integridad física es indispensable, pero evitar a cal y canto que se le haga una pregunta periodística parece excesivo. Esperamos que sus asesores de prensa contesten a esa sencilla pregunta. Nos parece fundamental conocer qué le dijo el escurridizo ministro de Exteriores de España, conocido tanto por su afecto a la dictadura bolivariana, como por la animadversión al Estado de Israel.
Carlos Pérez-Ariza es doctor en Periodismo por la Universidad de Málaga.