
Hubo un tiempo, entre la modernidad tardía y la resaca de la ilusión petrolera, en que Venezuela tuvo el raro privilegio de hablarle al mundo en 8 milímetros. No como turistas nostálgicos que filman la infancia o la navidad de la abuela, sino como cineastas sin industria, como artistas que entendieron que la precariedad, si se la enfrenta con audacia, puede ser estilo.
Pero no fue el viejo 8 mm el que encendió esa chispa. Fue su secuela: el Super-8, nacido a mediados de los años sesenta como una evolución técnica del formato original, más limpio, más accesible, más pensado para el hogar que para la gran pantalla. Kodak no lo pensó para la revolución estética ni para la crítica política. Su propósito era más simple: vender cámaras a las familias que querían ver sus recuerdos proyectados en una pared. Pero en Venezuela, el Super-8 encontró una patria inesperada. Lo que en otros países fue hobby, aquí se convirtió en lenguaje. Y hubo quien lo habló con fluidez.
La Agrupación de Cine Amateur (ACA), fundada en 1967, fue uno de los primeros nidos de ese lenguaje. No eran profesionales. Eran apasionados. Y lo que comenzó como un juego de aficionados se transformó en movimiento: la Asociación Nacional de Cine Super-8. Un pequeño milagro que haría posible que el país tuviera, entre los setenta y los ochenta, uno de los polos más activos e innovadores de ese formato en todo el mundo.
En 1976, Julio Neri y Mercedes Márquez fundan el Festival Internacional de Cine de Vanguardia Super-8. Pronto, el nombre evoluciona —como todo lo que respira— y se convierte en el Festival Internacional del Nuevo Cine Super-8. Ese festival llegó a ser conocido, sin hipérbole, como el “Cannes del Super-8”. Y no solo por la cantidad de películas ni por el entusiasmo del público, sino porque allí se ensayaban nuevas formas de ver y de decir. Se tomaba en serio el acto de filmar, aunque fuera con una cámara que cabía en la palma de la mano.
Julio Neri también sería responsable de Érase una vez en Venezuela, el primer largometraje nacional en Super-8. Una suerte de mosaico político-emotivo que narraba la historia del país desde la figura de sus presidentes. Luego vendría Electofrenia (1979), una película sobre las elecciones de 1978 y la esquizofrenia nacional que provocan, año tras año, esas promesas que nunca se cumplen. Electofrenia fue ampliada exitosamente a 35 mm en San Francisco, Estados Unidos —un hito técnico y simbólico— y se convirtió en la primera cinta venezolana en triunfar en el Festival de Cine Latinoamericano de Biarritz. Un logro silencioso, como casi todos los de esa época.
Pero si hay una figura central en la cartografía del Super-8 venezolano es Carlos Castillo. Su filmografía es un archivo y a la vez una declaración. Películas como Matiné 3:15, TVO o Sopa de pollo de mamá no buscan encajar en ninguna etiqueta. Se cuelan entre el cine, la performance, el arte plástico y el gesto teatral. Son obras hechas desde la orilla, y como toda obra fronteriza, su fuerza está en no querer pertenecer del todo.
El reconocimiento internacional no tardó en llegar, en parte gracias al impulso y la visibilidad que generó el Festival Internacional del Nuevo Cine Super-8 en Caracas, cuya reputación traspasó fronteras y atrajo la atención de curadores internacionales. En 1981, Pierre-Henri Deleau —director de la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes— selecciona varios trabajos venezolanos en Super-8. Entre ellos, Bolívar, sinfonía tropikal, de Diego Rísquez, una película que, con su mezcla de épica, delirio y pictorialismo caribeño, desafió las convenciones del biopic latinoamericano. Fue la primera cinta venezolana en Super-8 seleccionada para Cannes. Luego, ya ampliada a 35 mm, volvería al festival y se estrenaría en salas comerciales.
Que todo esto haya ocurrido en Venezuela, en un formato considerado menor, no es casual. Aquí el Super-8 no fue una alternativa barata al cine profesional, fue su sustituto. Entre los años setenta y ochenta, fue vanguardia y refugio. Fue el lugar donde la crítica al sistema se hacía desde los márgenes, sin permiso ni presupuesto. Pero también fue laboratorio de formas. Los cineastas no solo desafiaban los contenidos, sino la propia noción de qué podía ser una película.
La historia del Super-8 en Venezuela no es solo una nota al pie en la historia del cine. Es una afirmación: se puede hacer arte con casi nada, siempre que haya algo que decir. Y aquí lo había. Mucho. Lo que faltó fue una industria capaz de sostener ese impulso.
Pero nada dura demasiado en un país sin políticas culturales sostenidas. Ya hacia los años noventa, el Super-8 comenzó a desaparecer. Kodak dejó de suministrar película virgen, las casas de revelado cerraron, y el video —como toda nueva tecnología— se impuso por su facilidad y su inmediatez. Pero ese otro cine, el de los 440 títulos registrados entre 1961 y 1988 según Milton Crespo, sigue siendo una lección de coraje, invención y terquedad.
El Super-8 en Venezuela no fue un formato. Fue una actitud. Fue la decisión de mirar con lo que se tenía a la mano. Un país que se filmó a sí mismo con modestia técnica, pero con una urgencia intelectual y poética que aún hoy resulta conmovedora. Una vanguardia hecha con tijeras, celo, deseo… y la furia tierna de quien filma porque no puede dejar de hacerlo.
Cine, en estado puro.