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La Unión Europea despertará ante el desafío político de China

Las relaciones entre Europa y China han atravesado una profunda transformación en la última década. De una asociación estratégica centrada en la cooperación y el multilateralismo, se ha pasado a una relación más compleja, marcada por tensiones políticas, rivalidad ideológica y desafíos geopolíticos. La Unión Europea ha adoptado una postura más crítica y matizada, reconociendo […]
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Las relaciones entre Europa y China han atravesado una profunda transformación en la última década. De una asociación estratégica centrada en la cooperación y el multilateralismo, se ha pasado a una relación más compleja, marcada por tensiones políticas, rivalidad ideológica y desafíos geopolíticos. La Unión Europea ha adoptado una postura más crítica y matizada, reconociendo a China como un socio económico, un competidor y, sobre todo, un rival antagónico por su sistema político.

En 2019, la Comisión Europea dio un giro significativo al caracterizar a China como un rival sistémico político que promueve un modelo alternativo de gobernanza autoritaria y que desafía los valores democráticos que sustenta la UE. Esta redefinición marcó un punto de inflexión y condiciona desde entonces la política exterior europea hacia China. La Unión Europea ya no ve a China solo como un socio comercial. Precisamente desde 2019, la ha etiquetado abiertamente como un rival político. ¿La razón? China representa un modelo político opuesto al europeo: autoritario, centralizado y hostil al pluralismo democrático. China no solo promueve ese modelo internamente, sino que también lo proyecta al exterior como una alternativa legítima al orden liberal internacional.

Desde el establecimiento formal de relaciones diplomáticas con China, la UE ha apostado por un enfoque basado en el diálogo y la cooperación. En 2003, ambas partes proclamaron una “asociación estratégica integral” centrada en fortalecer el comercio, el multilateralismo y la gobernanza global. Sin embargo, el progresivo endurecimiento del régimen chino y sus diferencias fundamentales en materia de derechos humanos y sistema político han erosionado esa visión optimista.

Taiwán es una línea que los europeos pisan de puntilla, no obstante, se ha convertido en un punto delicado y de fricción constante. El caso de Lituania, al permitir la apertura de una oficina diplomática taiwanesa en su territorio bajo el nombre “Taiwán” y no “Taipéi”, desafió los límites diplomáticos impuestos por China. La respuesta de China fue agresiva: sanciones comerciales, presiones diplomáticas y amenazas económicas. Sin embargo, Europa, en un gesto poco habitual de unidad, respaldó a Lituania y llevó el caso a la OMC. Fue una señal clara de que la UE no aceptará coerción ni chantajes.

El tema de Hong Kong ha sido igualmente un caso de fricción con lo de la imposición de la Ley de Seguridad Nacional en 2020, el cual selló el destino político de la ciudad, reduciendo drásticamente su autonomía y libertades. Europa no permaneció indiferente. Suspendió acuerdos de extradición, restringió la exportación de tecnología de vigilancia y condenó abiertamente las detenciones de activistas pro democracia. La represión en la excolonia británica mostró a Bruselas que el modelo de “un país, dos sistemas” era, al final, una fantasía.

Pero tal vez el mayor punto de desencuentro ha sido la guerra en Ucrania. Desde el inicio de la invasión rusa, la actitud ambigua de China ha inquietado profundamente a Europa. Xi Jinping no ha condenado la agresión, al contrario, ha fortalecido su comercio con Moscú y ha presentado un supuesto plan de paz que, en la práctica, blanquea las posiciones rusas. En Bruselas, muchos lo interpretan como lo que es: un gesto diplomático vacío que esconde una alianza tácita entre dos potencias autoritarias que buscan reconfigurar el orden internacional.

Los casos de Taiwán, Hong Kong y la guerra en Ucrania muestran cómo el diálogo político está condicionado por tensiones ideológicas profundas. Aunque el comercio sigue siendo un eje central de la relación, la dimensión política se ha vuelto cada vez más prioritaria en la agenda europea. Estos tres episodios no son aislados. Forman parte de un patrón más amplio que obliga a Europa a repensar su política exterior.

El objetivo ya no puede ser solo mantener los canales de diálogo o proteger los intereses comerciales. Esto tampoco significa cerrar la puerta a China, al contrario, en un mundo interdependiente, el aislamiento no es realista ni deseable, pero sí implica trazar líneas políticas que no se pueden traspasar, sobre todo, indica que hay que dejar atrás la ingenuidad. La UE necesita una estrategia clara que combine firmeza política, defensa de los valores democráticos y autonomía estratégica frente a las grandes potencias, para evitar lo que les ocurrió con la nueva política de la Administración Trump que los descolocó, resquebrajando su alianza estratégica de décadas y que ha dejado a la UE, en tres y dos.

La política exterior de Europa hacia China se mueve en un delicado equilibrio entre el pragmatismo y la defensa de los valores democráticos. La UE quiere evitar una confrontación directa, pero al mismo tiempo no puede ignorar las amenazas que percibe en el modelo autoritario promovido por China. Europa tampoco puede darse el lujo de ser neutral en un conflicto global de modelos de gobernanza. O defiende la democracia, con todas sus contradicciones o cede espacio a quienes no creen en ella. La relación con China ésta será inevitablemente, uno de los campos de batalla clave en esta disputa del siglo XXI.

Europa debe encaminarse hacia una estrategia de política exterior más realista, que combine cooperación selectiva, disuasión diplomática y reafirmación de sus valores políticos fundamentales, en un mundo cada vez más polarizado. El objetivo político europeo se debe basar en preservar su autonomía estratégica, mantener el diálogo político y trazar líneas rojas claras ante la amenaza al orden internacional liberal que Europa defiende. Por lo que, el futuro de las relaciones entre Europa y China dependerá de la capacidad de ambas potencias para gestionar sus diferencias sin romper los puentes que aún los conectan.

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