Apóyanos

La Sacrada: Sociedad Glorias del General Alfonso Sacre (Parte III)

El coro del poder No pasó desapercibida, no podía pasar. Clausurar una universidad no es un acto burocrático, es un temblor. Y el eco de ese portazo recorrió la ciudad, saltó a las imprentas, se coló en los cafés, se murmuró en las esquinas. La resolución de Castro no cayó debajo de la mesa, cayó […]
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Santos Dominici (sentado, primero de la izquierda) rector de la UCV en 1901, fue el único que escuchó a los estudiantes

El coro del poder

No pasó desapercibida, no podía pasar. Clausurar una universidad no es un acto burocrático, es un temblor. Y el eco de ese portazo recorrió la ciudad, saltó a las imprentas, se coló en los cafés, se murmuró en las esquinas. La resolución de Castro no cayó debajo de la mesa, cayó con estrépito, como una estatua que se estrella contra el mármol del foro público.

Y allí, entre las voces que debatían, que se inquietaban, que buscaban entender, surgieron también los coros. Siempre los hay. Corifeos, los llamó la historia. Bocinas del poder, que no repiten, amplifican. Ese mismo día, el periódico La Restauración Liberal —nombre ya sintomático, órgano domesticado de la revolución en el poder— se apresuró a escribir lo que se esperaba de él: un editorial henchido de hipérboles, incienso y servidumbre.

El título no se escondía: "La clausura de la Universidad". Y el texto, con sus párrafos barrocos y patriotismo impostado, no hacía sino confirmar lo evidente: la prensa también podía ser una forma de censura, aunque hablase en nombre de la libertad.

Todo el artículo era una alabanza servil, una loa que se quería solemne pero sonaba a sumisión. Había en esas líneas un intento torpe de historia oficial: la “época moralizadora”, el “Gobierno Restaurador”, la “faena patriótica” del Caudillo. El editorial no argumentaba, canonizaba. Y lo hacía con una sintaxis enferma, plagada de adjetivos inflados y devoción fingida.

Castro no sólo había cerrado una universidad. Había abierto, con ello, una caja de resonancia donde los periódicos aliados competían por exhibir su obediencia. En sus líneas, no había mención del derecho, ni del rector, ni del artículo 14, ni de los más de cien estudiantes que firmaron con su nombre. No había pregunta, sólo consigna. Y esa consigna era clara: el que critica, es retrógrado; el que pregunta, sabotea; el que piensa, conspira.

Las líneas finales eran un retrato perfecto del delirio: que la ley que ahogaba era “bienhechora”, que la clausura era “tendiente a la moralización”, que el silencio era progreso. El pensamiento libre se traducía como crimen; la crítica, como sedición.

Así se levantaba la cortina del teatro oficial. Y en el escenario, no había verdad, sólo decorado. Detrás de cada palabra del editorial se sentía el miedo, pero no el miedo al caos, sino al pensamiento. Porque lo que se temía no eran las piedras, sino las ideas.

El otro papel

Pero no todos los periódicos cantaban en coro. No todos templaban sus voces al tono marcial del poder. Mientras La Restauración Liberal arrojaba incienso al altar del caudillo, El Tiempo, ese mismo 11 de marzo, publicaba una pieza de otra clase: un análisis, un alegato, un acto de inteligencia titulado “La Cuestión Universitaria”.

No era una diatriba, no era una denuncia histérica. Era algo más peligroso: razonamiento. Contra los tamborazos del decreto presidencial, el editorialista de El Tiempo alzaba una pregunta seca: ¿Quién ha demostrado la existencia de esas faltas? Y de inmediato otra: ¿Quién ha dado esos informes?

Allí estaba, otra vez, el vacío. Ese hueco que el poder trata de tapar con decretos, pero que la palabra vuelve a dejar al descubierto. El decreto de Castro, decía el artículo, no se apoyaba en hechos, sino en la presunción. Presunción de autoridad, presunción de culpa, presunción de orden. Pero presunción no es prueba. Y en democracia, o en lo que de ella aún respiraba, la prueba era indispensable.

El Tiempo señalaba lo obvio con la osadía que sólo lo obvio tiene en tiempos de censura: si la falta era académica, el rector debía saberlo. Y ya había hablado. Si la falta era policial, debía haber parte. Y no lo había. Si la causa era una velada —esa reunión donde los estudiantes, se decía, habían coqueteado con ideas peligrosas—, entonces ¿por qué la había autorizado el propio prefecto? ¿Por qué había asistido?

Era una demolición meticulosa, quirúrgica. No se gritaba: se desenmascaraba. Se recordaba, por ejemplo, que el Código de Instrucción Pública no puede extender su jurisdicción más allá de los muros de los institutos. Que un estudiante fuera del aula es, simplemente, un ciudadano. Que no hay “delitos universitarios” al margen de la universidad. Que la ley no puede vestirse de uniforme.

Era, en suma, una lección de derecho. De límites. De sentido. Y al exponer esa lógica, El Tiempo dejaba en ridículo al decreto. Lo reducía a lo que era: un gesto de fuerza, sí, pero también de impotencia. Porque el poder que necesita clausurar una universidad para mantenerse en pie no es firme, es frágil.

Y sin embargo, lo más importante no estaba en las leyes, ni en las citas, ni siquiera en las contradicciones expuestas. Lo más importante estaba en el gesto mismo de escribir. De publicar. De contradecir. Porque cuando el silencio se impone por decreto, cada línea escrita con libertad es un acto de rebelión.

Luz en la penumbra

Y aún otra voz se alzó, distinta en tono, en estilo, en su modo de golpear: La Linterna Mágica, que no venía con el peso seco del derecho, ni con el escudo de la ley, sino con la mordida de la política, con la chispa sarcástica de quien ha visto ya demasiadas farsas como para temerles.

No hablaba desde los códigos ni desde las aulas, sino desde la calle, desde la tribuna cívica, desde el escepticismo lúcido. Su mirada no se detenía tanto en los estudiantes como en la causa profunda, esa herida abierta que sangraba bajo el decreto: la vanidad, el orgullo herido, el militarismo burlado por los versos y las veladas de unos jóvenes sin espadas.

La crónica editorial era otra pieza de la resistencia. Decía que el decreto había causado “onda impresión”, pero no de respeto ni de obediencia. De estupor, de incredulidad. Porque al castigar a quienes promovían una “propaganda moralizadora”, el gobierno se retrataba: temía el ridículo. Temía la sátira. Temía que su épica se desplomara frente a un auditorio universitario.

Y lo que La Linterna Mágica desenmascaraba era esto: que no era la disciplina lo que se defendía, ni el orden público, ni siquiera la autoridad. Era el prestigio. Un prestigio militar construido más con uniformes que con balas, más con proclamas que con sacrificio. ¿Por qué, preguntaba el diario, se confundía a los verdaderos soldados con “generales de pega”? ¿Por qué se igualaba en la balanza de la justicia a quienes no habían escuchado nunca el silbido de una bala con quienes cruzaron, a riesgo de su vida, las fronteras en armas?

Y ahí estaba el núcleo del asunto: no era una defensa del ejército, sino de su dignidad. La crítica de los estudiantes no era antimilitarista: era antifarsa. No denigraban al soldado, sino al impostor. Y ese matiz, invisible para el poder, resultaba intolerable para su corte. Porque el régimen de Castro no vivía ya de la guerra, sino de su relato. De la épica embalsamada. De la gesta convertida en símbolo.

La Linterna Mágica no se conformaba con denunciar. Apuntaba. Nombraba. Citaba a Mendoza, a Pulido, a Castro mismo, diferenciando la gloria conquistada en combate del boato de salón. Y con eso decía algo más profundo: que la política, cuando se aferra al mito, degenera en teatro; y que la República, cuando no soporta la sátira, deja de ser República.

Contra la tibieza de otras plumas, esta era una lámpara encendida en medio del vendaval. Decía sin rodeos que el decreto era violento, que el castigo era desproporcionado, y que el verdadero enemigo del Ejército no eran unos jóvenes con panfletos, sino los aduladores que confundían valor con adorno.

Y su sentencia final cortaba como cuchillo: "A la prensa, tímida o solapadamente enemiga de la actualidad, le estará muy bien su silencio en este asunto que va contra la libertad y el derecho. Porque a veces no hablar es peor que mentir."

La carta y la república

Y entonces, cuando el país parecía ya sólo un diálogo entre el decreto y la obediencia, surgió la palabra más incómoda, más elocuente, más peligrosa: una Carta Abierta.

Publicado en El Pregonero, aquel documento no era sólo una réplica. Era una escena colectiva. Una intervención política. Un acto civil. Estaba suscrita por más de cien estudiantes —número extraordinario para una universidad aún pequeña—, y cada firma era una declaración, una voluntad, una manera de decir: aquí estamos.

Pero más que eso, la carta desbordaba la mera defensa. Se alzaba con esa voz que no nace del miedo sino de la claridad. Era un texto escrito no con tinta, sino con coraje. Se dirigía directamente al poder, al general, al presidente, al conductor de la victoria: “Señor General”, comenzaba, como si hablara con un padre demasiado severo, o con un tirano al que se niega el odio pero se le exige rendición de cuentas.

Y el tono —directo, audaz, irónico a ratos— no se doblegaba. Reconocía el símbolo que los estudiantes habían querido levantar: una bofetada en el rostro del militarismo de cartel, ese simulacro de gloria que ocupaba los salones oficiales mientras el honor de la verdadera historia nacional se escurría por las rendijas del olvido.

En la figura del general Sacre —elegida, elevada, utilizada—, los estudiantes habían proyectado no una revolución, sino una sátira, un espejo. Y en ese espejo el poder no había soportado su propio reflejo. Lo había confundido con sedición. Lo había llamado crimen. Lo había respondido con cárcel.

Pero los estudiantes eran más astutos que todo eso. En la carta narraban los hechos con precisión quirúrgica: la protesta, la represión, el espíritu de compañerismo que había encendido a otros jóvenes, la solidaridad que hizo crecer el gesto. No hablaban desde el panfleto, sino desde la experiencia, desde una ética que se fundaba no en la ideología, sino en la lealtad.

Y entonces llegaba la acusación. No como piedra, sino como verdad: el gobierno había actuado informado por la mentira, empujado por enemigos del propio régimen, víctimas de su mala inteligencia. Y al obrar así, decía la carta, había cometido una injusticia grave: no sólo había silenciado voces, había condenado destinos. “El extrañamiento de esos 24 estudiantes de las aulas universitarias nos pone a todos en la dolorosa disyuntiva de claudicar de nuestra dignidad y de nuestro nombre sin mácula todavía o de no asistir a las cátedras…”

No era retórica. Era una advertencia. El castigo no sólo hería a los sancionados. Hería al cuerpo entero. Lo desgarraba. Era una amenaza contra la unidad intelectual, contra esa vocación profunda de país que comienza en las aulas, no en los cuarteles.

Y lo más poderoso de la carta era esto: que no pedía venganza, ni alzaba barricadas. Pedía justicia. Pedía principios. Exigía que el gobierno, que se decía liberal, actuara conforme a las ideas que proclamaba. Que mostrara que no era la fuerza, sino el derecho, lo que regía sus actos.

“Pedimos a usted que se levante la sanción…”, decían. Pero no se arrodillaban. No suplicaban. Demandaban. En nombre del porvenir. En nombre de la dignidad. En nombre de la República.

Porque eso era lo que estaba en juego: no un decreto, ni una universidad, ni una protesta. Sino la forma misma en que un país se permite pensar, disentir y vivir consigo mismo.

La trípode de los vencidos

La historia, cuando se tensa, no avanza en línea recta. Se enreda, vacila, insiste. Y los estudiantes insistieron.

No habían sido escuchados, salvo por el rector Santos Dominici.
No habían sido respetados por el poder. Se equivocó.
No fueron recibidos por la Asamblea Nacional Constituyente. Esta, simplemente, se escabulló.

El 14 de marzo, mientras los salones del Palacio Federal se llenaban de discursos para la refundación jurídica de la patria —la nueva Constitución de la Revolución Restauradora, la ley madre que daría forma y lustre a la toma del poder por Cipriano Castro y su compadre Juan Vicente Gómez—, 130 estudiantes redactaron un documento largo, firme, razonado, y lo dirigieron a esa Asamblea recién instalada. El gesto era claro: si el Ejecutivo se había cerrado, acudirían al Legislativo. Si el caudillo se atrincheraba en decretos, se invocaría al pueblo representado.

Pero el cuerpo presidido por Alejandro Rivas Vázquez y anotado por la pluma obediente de Juan Bautista Figallo eligió el expediente más viejo de todos los regímenes hostiles a la libertad: el silencio. Ni negaron, ni afirmaron, ni debatieron. Se hicieron sorda Asamblea. Se dejaron quedar mudos ante una juventud que golpeaba la puerta no con piedras, sino con razones. Y el 18 de marzo, los estudiantes decidieron no pedir más: hablaron a la nación.

Lo hicieron como si ya no hubiera mediadores. Lo hicieron directamente, con la voz que nace cuando se ha agotado la espera, pero no el ánimo. Publicaron un manifiesto, una especie de epitafio escrito en tinta viva, que comenzaba con una afirmación grave, simple, irrevocable: “Nosotros, los estudiantes de la ilustre Universidad Central de Venezuela…”

Ese “nosotros” lo era todo. Ya no eran individuos, no eran reclamantes aislados, no eran nombres dispersos en cartas al rector. Eran un cuerpo. Un sujeto. Una conciencia. Y lo que decían no era nuevo, pero ahora tenía otro peso: que la expulsión había nacido de la mentira; que la clausura había sido un error agravado; que el poder legislativo, también, les había dado la espalda.

Cada institución había fracasado. Cada instancia a la que se habían dirigido se había mostrado vacía. Entonces, recurrieron al único poder que les quedaba: la palabra.

El manifiesto no rugía, no amenazaba. Reafirmaba. Se sostenía —decían ellos— sobre la “trípode inmutable de la dignidad, la justicia y el derecho”. Y esa figura, ese trípode, no era sólo metáfora. Era arquitectura política. Era la imagen de algo que no cae, porque tiene base sólida. Porque no depende de favores, ni de climas, ni de titulares.

Y con esa trípode como altar, declaraban su última palabra. Pero no como claudicación. No se rendían. Se retiraban de una lucha desigual con la frente alta, con la conciencia intacta y la convicción de que habían sido los otros —los que callaron, los que mintieron, los que obedecieron— quienes quedaban desnudos ante la historia.

Al firmar ese manifiesto, los estudiantes ya no reclamaban sólo justicia para sí. Reclamaban algo más vasto: una forma distinta de habitar la República. Una política que no se arrodillara ante el uniforme, ni se acobardara ante el poder, ni se callara ante la injusticia.

Habían perdido —sí— aulas, clases, exámenes. Pero habían ganado algo más raro, más poderoso, más largo: la estatura moral de quienes, cuando todo falló, siguieron creyendo en la dignidad como acto fundacional.

El epílogo disciplinario

Y así, como sucede en las tragedias donde el telón cae sin justicia pero con ceremonia, la lucha universitaria encontró su desenlace. No el ideal, no el justo, pero sí el permitido.

Tras semanas de pulseos invisibles, cartas abiertas, manifiestos ignorados y opiniones cruzadas entre plumas fervorosas y portavoces del poder, llegó, al fin, el gesto: el 20 de mayo de 1901, Cipriano Castro dio la orden. El ministro de Instrucción Pública, Félix Quintero, anunció que la "Universidad Central de Venezuela reabriría sus cursos legales el primero de junio".

Era la admisión del exceso. Un retroceso sin confesión. La bota del Ejecutivo se alzaba un poco, permitiendo respirar otra vez a la Academia. Pero no sin condiciones. Nunca sin condiciones. El poder nunca se permite no condicionar.

Dos días después, como quien pone un sello invisible sobre la frente de cada estudiante, llegó la letra pequeña del perdón: "todo alumno que deseara reincorporarse debía presentar una fianza". Una persona —de “bastante autoridad moral”— que garantizara su conducta. Un tutor cívico. Una suerte de padrino ético. Una vigilancia silenciosa.

La libertad se devolvía, sí, pero envuelta en desconfianza. El poder no olvidaba. Y no perdonaba del todo.

Y entonces, cuando los estudiantes, aún heridos, reconocieron públicamente al rector Santos A. Dominici —ese hombre que no se quebró, que respondió con la verdad y que no temió firmar la inocencia de los suyos—, lo declararon Benemérito. Fue su acto final de rebeldía moral: exaltar al civil frente al militar, a la conciencia frente a la orden, al rector frente al presidente.

Castro, con el ego herido y el cálculo intacto, no podía quedarse sin el último movimiento. El 27 de mayo, firmó otro decreto: los estudiantes expulsados podrían reincorporarse… pero no ahora. Solo en el próximo año escolar.

Era una tregua pospuesta. Una amnistía condicional. El castigo no se anulaba, se difuminaba en el tiempo.

Y aún más: para regresar, no bastaba la voluntad, ni la resolución del conflicto. Habría que rendir examen individual. Y no cualquier examen. Había que obtener la calificación de “distinguido”. Un aprobado no bastaba. La obediencia ahora se medía en excelencia. Como si el mérito académico pudiera fungir de penitencia política.

Aquel gesto —envuelto en pedagogía severa, en el moralismo de los salones y la altivez de los escribientes oficialistas— no era una concesión. Era una advertencia. Una lección. El poder no se contentaba con doblegar: pretendía educar sin lograrlo. Quería ver al vencido arrodillarse y, de paso, sacar buenas notas.

Pero lo que Castro no entendía, o fingía no entender, era que esa juventud ya había pasado el examen más difícil. No en los salones, sino en las calles. No ante el catedrático, sino ante la historia.

Porque aquellos estudiantes, expulsados, ridiculizados, condicionados, habían dejado en la conciencia nacional una pregunta que no se borraría: ¿qué república es ésta que encierra a sus jóvenes por pensar, por hablar, por acompañar?

Y aunque regresaran en silencio, uno a uno, aunque rindieran exámenes y obtuvieran “distinguido”, algo ya había cambiado. La dignidad no se anula por decreto. Y la universidad —esa vieja, terca institución donde el pensamiento se afila y la libertad se aprende— había sobrevivido.

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