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La Sacrada: Sociedad Glorias del General Alfonso Sacre (Parte II)

El 7 de marzo, en plena represión, hicieron pública la nueva directiva de la Sociedad. Una resurrección simbólica: cada estudiante detenido era reemplazado por otro, como si se tratase de una célula indestructible de la burla organizada. Y lo anunciaron sin temblor, sin penumbra, con otro acto delirantemente solemne: una nueva Apoteosis. Esta vez, no […]
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Casa Amarilla

El 7 de marzo, en plena represión, hicieron pública la nueva directiva de la Sociedad. Una resurrección simbólica: cada estudiante detenido era reemplazado por otro, como si se tratase de una célula indestructible de la burla organizada. Y lo anunciaron sin temblor, sin penumbra, con otro acto delirantemente solemne: una nueva Apoteosis. Esta vez, no en las calles, sino en los altos de Escoret, donde anunciaron que “subirá al Olimpo el General Alfonso Sacre, conducido por los robustos brazos de la juventud universitaria”.

La ironía seguía intacta. El Olimpo era una terraza, el sacrificio era una velada. El boletín anunciaba: “El programa es brillante. Sacre hablará.” Una pieza maestra de sátira: Sacre, el hombre que apenas hilaba palabras, anunciado como orador estelar. Los billetes costaban cinco reales y se vendían en “La Francia” y en casa de Escoret, como si se tratara de un concierto de gala o de una función de ópera. El absurdo como método. El humor como resistencia.

Pero el gobierno ya no reía. El 9 de marzo, la Presidencia de la República —vestida con los harapos de la legalidad— respondió con una resolución que es, por sí sola, un testimonio de solemnidad herida. Un documento que rezuma miedo, que transpira el sudor del déspota acorralado por el ridículo. El presidente Castro calificó los actos estudiantiles como “actos de indisciplina y verdaderos atentados…”, como si los versos de "Sacre Invicto" hubieran amenazado con dinamita los cimientos de la Casa Amarilla.

“Tratan de perturbar a cada paso… los fueros de la sociedad”, decía la resolución, con esa prosa inflamada que solo saben manejar los dictadores con pretensiones literarias. Y remataba con grandilocuencia: el gobierno es “guardián de las instituciones patrias… garante de paz… agente del progreso moderno…”. Palabras como estandartes vacíos, ondeando sobre el cadáver de la libertad.

Y entonces, el decreto:

"Todos los estudiantes involucrados serán expulsados de la Universidad Central de Venezuela. Definitiva e inmediatamente.

"Y no solo eso: se les prohíbe el ingreso a cualquier otra universidad o colegio nacional del país. Era el exilio interior. La muerte civil del estudiante. La inteligencia castigada como si fuera un crimen. La juventud marcada como traición.

Pero acaso sin saberlo, Castro firmaba también la inmortalidad del gesto. Porque al expulsar a esos muchachos, al prohibirles estudiar, al cercar sus voces, no hizo más que confirmar la verdad que ellos habían querido mostrar: que la República era ya una farsa, un uniforme sin alma, una retórica sin fondo. Que Sacre no era la excepción: era el sistema. Y que reírse de él era, en el fondo, reírse del país que fingía estar en marcha, pero que caminaba sobre muletas.

Así terminó "La Sacrada": con la expulsión, el silencio, la amenaza. Pero también con la memoria encendida. Porque la sátira, a diferencia del poder, no se firma con decretos. Vive en los márgenes, se esconde en las bibliotecas, resurge en las aulas, crece donde menos se espera. Como el eco de una carcajada que no se puede reprimir.

Y aunque esos jóvenes fueron expulsados, el general Sacre —ese esperpento glorioso— quedó instalado para siempre en la historia. No como héroe, sino como símbolo. No como militar, sino como espejo. Un espejo que aún hoy, si uno se atreve a mirarlo, devuelve la imagen de tantos otros que también subieron al Olimpo sin merecerlo.

El día siguiente

Fue al día siguiente, porque siempre es al día siguiente cuando estallan las verdaderas palabras. Cuando el poder, seguro de su impunidad, firma con trazo grueso un Decreto, espera obediencia, silencio, disipación. Pero al día siguiente, los estudiantes de la "Universidad Central de Venezuela" respondieron. No con gritos, no con barricadas (aún no), sino con ironía afilada, con la herramienta más antigua y más digna: una carta.

La misiva, dirigida al ciudadano rector, no sólo era ingeniosa, era una emboscada elegante. El tono, cortés, el lenguaje, jurídico, pero el golpe… el golpe iba directo al centro. Lo emplazaban, sí, lo arrastraban a la escena. El rector, hasta ese instante, había flotado como tantos otros, en esa niebla tibia del poder donde nadie ve, nadie sabe, nadie estuvo. Pero ahora estaba ahí, al centro del conflicto, porque los estudiantes lo nombraban. Y en política, el que es nombrado, está implicado.

No se trataba de una súplica. Se trataba de un acto de lucidez. Citaron la Constitución, como quien desenfunda un arma en una plaza pública. El artículo 14, numeral 10 —parece menor, casi administrativo—, pero ahí estaba: el derecho de petición. El escudo legal frente al autoritarismo del Ministerio de Instrucción Pública. Y detrás de la pregunta, la verdadera acusación: ¿Cuál fue la falta? ¿Dónde están las pruebas? ¿Qué delito cometieron estos muchachos para ser expulsados como delincuentes?

Los estudiantes sabían que no las había. Por eso la carta era también una pieza teatral, un gesto, un movimiento de ajedrez. Porque el poder, cuando no responde, también se delata. Porque el rector, obligado a contestar, revelaría su complicidad o su coraje.

Firmaban más de cien. No era una minoría ruidosa. Era la Universidad misma, esa comunidad que no se ve en los despachos pero que vibra en los pasillos, que discute en las aulas, que enciende el mundo con una consigna. Firmaban con nombre y apellido, lo cual, en esos días, equivalía a un desafío.

Así se abrió un nuevo capítulo, sin disparos, sin decretos, con papel y tinta. Porque a veces el poder se resquebraja por una carta, y una universidad comienza su resistencia con una pregunta: ¿Es justicia?

Santos Dominici: el rector y la pólvora institucional

La respuesta del rector Santos A. Dominici marcó un giro inesperado, casi inaudito, en la dinámica del conflicto: la voz oficial de la Universidad —esa institución que a menudo ha sido rehén del poder o cómplice por omisión— se alineaba, aunque con cautela y precisión jurídica, del lado de los estudiantes. Y lo hacía con una frase simple, casi burocrática, pero cargada de pólvora institucional: “no consta que hayan cometido falta escolar”. Es decir, los estudiantes no habían violado ninguna norma académica, no habían perturbado el orden de las aulas, no habían incurrido en acto alguno que justificara ni el arresto ni la expulsión.

Era una declaración que desmontaba, pieza por pieza, la narrativa del gobierno. Porque si no había falta escolar, ¿cuál era entonces el delito? ¿Dónde residía la transgresión? ¿En un desfile satírico? ¿En una proclama firmada? ¿En un poema que parecía himno pero era puñal? Lo que el rector confirmaba —con el lenguaje medido de un hombre de ciencia— era lo que todos sabían y nadie en el poder quería admitir: que el castigo era político, no disciplinario.

Con esa carta, Dominici se convertía —quizá sin proponérselo— en figura central del episodio. No era un agitador, ni un ideólogo, ni un actor callejero. Era un académico, un médico de renombre, un servidor público que ponía en riesgo su posición al emitir un juicio que desacreditaba de forma implícita al Ejecutivo Nacional. Su gesto, sutil pero firme, devolvía a la Universidad un ápice de autonomía moral. Y ese gesto no pasó desapercibido.

Los estudiantes, que ya habían demostrado una capacidad asombrosa para convertir cada acontecimiento en un acto simbólico, elevaron al rector a la categoría de “Benemérito”. Lo proclamaron mentor cívico, testigo honorable, garante involuntario de su causa. En medio de la represión, Dominici encarnaba la posibilidad de una conciencia institucional.

Así, con una respuesta de apenas tres líneas, se abría un nuevo capítulo del conflicto: el de la dignidad frente al abuso, el de la legalidad frente al capricho, el de la Universidad como trinchera frente al Estado como maquinaria. Porque si algo dejó claro aquella respuesta, fue que lo que estaba en juego no era sólo la suerte de veinticuatro jóvenes insolentes. Era el sentido mismo de lo universitario: su autonomía, su libertad, su vocación de crítica.

Y si el gobierno esperaba una sumisión dócil, encontró en Santos A. Dominici un adversario inesperado: sereno, prudente, pero insobornable. Su firma, estampada al pie de una aclaratoria aparentemente inocua, pesaba tanto como los decretos firmados en Miraflores. Y esa balanza, aunque todavía inclinada del lado del poder, comenzaba a temblar.

La bota y la pluma

Pero el poder nunca duerme del todo. A veces finge modorra, a veces se hace el desentendido. Pero cuando la palabra lo amenaza, cuando la razón se vuelve peligrosa, despierta con furia. Y así, el mismo 11 de marzo, el mismo día en que el rector había respondido con la serenidad de los hechos, el "General en Jefe de los Ejércitos de Venezuela" —no sólo presidente, sino espada— Cipriano Castro, respondió.

Respondió, claro está, con su sello, con su tono, con la voz de quien confunde el país con un cuartel. Publicó una resolución con sus medallas puestas en la gramática: "General en Jefe", "Poder Ejecutivo Nacional", "enemigos solapados". Las palabras no eran ya argumentos, sino balas. No contestaba la pregunta de los estudiantes. No refutaba al rector. Se limitaba a gritar.

En sus "considerandos" —ese curioso teatro donde la ley se disfraza de razón— habló de "repetidos desórdenes", de "actitudes tumultuosas". Pero no había pruebas, no había informes. Había solamente la incomodidad. Porque el poder, cuando se siente observado, suda. Y cuando lo contradicen, tiembla.

Entonces decidió aplastar. La medida fue brutal: la clausura de la Universidad Central de Venezuela. No una sanción, no una mediación. Clausura. Silencio. Cierre de puertas y cancelación del pensamiento. Como si la inteligencia fuera contagiosa. Como si las ideas, una vez liberadas, pudieran ser capturadas con bayonetas.

Castro no castigaba una falta, castigaba una actitud. No le importaban los hechos, le importaba el tono. No soportaba que alguien, desde una tarima sin armas, lo desmintiera. Y por eso calló la universidad. Cerró el espacio. Tapó la boca colectiva. No bastaba con expulsar estudiantes. Había que clausurar el escenario entero.

Era un acto de miedo. Puro, simple, intacto. El miedo del poder al pensamiento. Porque esa carta estudiantil, esa respuesta del rector, esa concatenación de lógica y dignidad, habían hecho lo que ningún manifiesto opositor, ningún panfleto subversivo había logrado: habían mostrado que el poder estaba desnudo.

La historia volvía a repetirse, esa historia donde la bota pisa el libro, donde la voz que pregunta es respondida con un portazo. Pero cada vez que ocurre, algo se rompe. Y a veces, de esa rotura, nace lo irreversible.

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