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Fronteras rojas

Finalizaba la octava década del siglo XIX, 1889 para ser precisos, cuando nació en el seno de una de las familias más ricas del mundo Ludwig Wittgenstein. Su padre poseía un monopolio en la industria siderúrgica del imperio austrohúngaro. Su formación académica fue propia de sus orígenes, y su interés inicial fue por el mundo […]
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Finalizaba la octava década del siglo XIX, 1889 para ser precisos, cuando nació en el seno de una de las familias más ricas del mundo Ludwig Wittgenstein. Su padre poseía un monopolio en la industria siderúrgica del imperio austrohúngaro. Su formación académica fue propia de sus orígenes, y su interés inicial fue por el mundo de la ingeniería, por ello estudió en Berlín y luego en Inglaterra.

Al estallar la Primera Guerra Mundial ingresó voluntario a las filas del ejército de su país. Allí, pese a sus orígenes, rechazó todo privilegio y pidió ser tratado cual un ciudadano común. Por su formación en el campo de la ingeniería fue designado artillero en un barco de guerra y luego transferido a unidades terrestres del Frente Oriental, en Galicia y los Cárpatos.

Su desempeño le valió ascensos y entrenamiento técnico por su condición de ingeniero. Llegó a ser oficial de artillería, donde alcanzó el rango de teniente. Fue condecorado por valentía bajo fuego enemigo y en 1917 recibió la Medalla al Valor  en plata, con espadas, por haber mantenido su posición artillera bajo intenso bombardeo ruso. Durante ese conflicto llevaba consigo un ejemplar del Evangelio según San Juan y los Principia Mathematica de Russell y Whitehead.

En 1918, poco antes del Armisticio de Compiègne, lo capturó el ejército italiano en Trentino. Casi nadie sabía que entre 1914 y 1918, en sus tiempos libres, bajo bombardeos y aislamiento, primero en cuadernos personales, luego en un manuscrito más estructurado, había estado trabajando en lo que tituló: Logisch-Philosophische Abhandlung (Tratado lógico-filosófico). Estando en el campo de prisioneros entregó el manuscrito a un compañero para que lo hiciera llegar a Bertrand Russell en Inglaterra.

Russell, quien le había dado clases en Cambridge, recibió la encomienda y al leerlo queda profundamente impactado… aunque reconoce que no entendía todo. Aun así respalda su publicación y redacta un prólogo para tratar de ayudar a los lectores a entrar en la lógica del texto.

En 1921, con el apoyo del vigoroso Círculo de Viena, la editorial Wilhelm Ostwald imprime la versión original. En 1922 se publica en inglés con el que se convertiría en su título definitivo: Tractatus Logico-Philosophicus. La traducción estuvo a cargo de C. K. Ogden y F. P. Ramsey, con el mentado prefacio de Russell. El pensador inglés escogió este nombre en homenaje al Tractatus Theologico-Politicus de Spinoza, aunque ambos libros son de muy distinto contenido.

La obra se convirtió en una referencia telúrica en las esferas intelectuales del momento y del futuro. No en balde se le considera una pieza fundamental de la filosofía. Es necesario apuntar que el autor, años más tarde revisó sus planteamientos iniciales y algunos estudiosos aseguran que había un fondo autocrítico en los planteamientos posteriores.

Hay dos de sus frases que siempre me han calado hondo. La primera es: “Los límites de mi lenguaje denotan los límites de mi mundo.” ¡El lenguaje! Esa herramienta que persistentemente me ha cautivado, sorprendido, así como entregado hermosos y dolorosos momentos. Las mágicas palabras que todo lo tienen y pueden, los instrumentos que te hacen dueño del mejor de los mundos, que te permiten volar hacia los cielos más limpios y sortear las peores tormentas, los más temibles huracanes.   

¿Usted se logra imaginar por un momento cómo puede ser el mundo del espécimen ese del mazo? Sí, ese que se roba las sedes de los periódicos y que solo sabe de peleas de gallos y desvalijar los fondos de las cantinas. ¿Cómo es el del esposo de Cilia? ¿Cómo será el de todos esos comparsas que andan convocando con fervor de novicia carmelita a participar el próximo 25 en el sainete electoral? 

A todos ellos no les viene nada mal la frase final del libro del pensador alemán: “Sobre aquello de lo que no se puede hablar se debe guardar silencio.” 

 

© Alfredo Cedeño  

http://textosyfotos.blogspot.com/

alfredorcs@gmail.com

 

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