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Designaciones en dictadura

En el contexto latinoamericano, Venezuela ha vuelto a protagonizar una jornada electoral que, más allá de las cifras y las declaraciones oficiales, encarna una tragedia institucional cuyo eco resuena en los salones del derecho constitucional, en la memoria política reciente y en la conciencia colectiva de una nación largamente violentada por la manipulación de sus […]
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En el contexto latinoamericano, Venezuela ha vuelto a protagonizar una jornada electoral que, más allá de las cifras y las declaraciones oficiales, encarna una tragedia institucional cuyo eco resuena en los salones del derecho constitucional, en la memoria política reciente y en la conciencia colectiva de una nación largamente violentada por la manipulación de sus instituciones. La más reciente farsa electoral organizada por la dictadura de Nicolás Maduro se ha consumado con una precisión operativa que no sorprende, pero que sí hiere con renovada profundidad. Lo novedoso, o tal vez lo más descarnado, ha sido el nivel de colaboración de sectores autodenominados opositores que, en esta ocasión, no solo acompañaron el proceso, sino que participaron activamente a cambio de cuotas de poder ínfimas y curules simbólicas en un parlamento cuya legitimidad no supera la del llamado "Congresillo" de 1999.

Desde la caída de los regímenes democráticos clásicos, incluido el establecimiento de los modelos plebiscitarios de dominación, lo que hemos presenciado en Venezuela no es una simple elección con irregularidades: es, en palabras de Giovanni Sartori, una "simulación sistémica" de democracia, en la que los mecanismos externos de representación son conservados, pero su contenido sustancial ha sido vaciado por completo. La estructura electoral se mantiene, los actores interpretan sus roles con calculada eficacia, los boletines son transmitidos por cadenas oficiales y los resultados se anuncian con una certeza que no deja espacio para la sorpresa. Pero todo ello se despliega sobre un andamiaje carcomido, donde la voluntad popular ha sido suplantada por pactos subterráneos, coerción institucional y una arquitectura jurídica diseñada para garantizar la permanencia del poder, no para facilitar su alternancia.

El episodio reciente —que algunos se apresuraron a calificar como "una jornada de participación plural"— evoca, con amarga similitud, el proceso constituyente de 1999, cuando el entonces presidente Hugo Chávez promovió la instalación de una Asamblea Nacional Constituyente paralela que anuló, de facto, las funciones del Congreso electo. Aquel "Congresillo", como lo bautizó la crítica más aguda, sirvió de laboratorio político para la disolución de los contrapesos del Estado. Hoy, veinticinco años después, se repite el guion: una minoría de oposición reciclada y funcional participa en una elección sin garantías, bajo reglas dictadas por el oficialismo, a cambio de migajas institucionales que no otorgan poder real, pero sí la ilusión de relevancia.

Autores como Norberto Bobbio han advertido sobre los peligros de la "democracia sin alternancia", señalando que, sin la posibilidad real de que el poder cambie de manos, el sistema degenera inevitablemente en autocracia. Venezuela ha atravesado ya ese umbral. No se trata únicamente de una ausencia de alternancia efectiva; se ha producido una inversión completa del principio de representación: el pueblo ya no elige, sino que asiste pasivamente a un reparto de cuotas entre actores con distintos disfraces, pero idénticas lealtades. Las elecciones, así, se han convertido en rituales vacíos, en escenificaciones cuidadosamente coreografiadas que buscan validar un sistema de poder que no se sustenta en la legalidad ni en la legitimidad, sino en la fuerza, la manipulación y el cálculo cínico.

La participación de ciertos sectores opositores en este nuevo fraude ha provocado una profunda fractura en el cuerpo moral del país. La oposición, históricamente concebida como reserva ética y política de la nación, ha sido penetrada, fragmentada y, en buena medida, neutralizada. La cooptación de figuras opositoras, su incorporación a un proceso espurio y su justificación discursiva —apelando a razones de "estrategia", "gobernabilidad" o "presencia institucional"— “no dejar espacios vacíos”, evidencia no solo una crisis de liderazgo, sino una claudicación moral. ¿Qué significa ser oposición en un régimen autocrático cuando se participa activamente en la reproducción del sistema que se denuncia? ¿En qué momento el colaboracionismo se traviste de pragmatismo? ¿Cuándo la resistencia deja de serlo para convertirse en connivencia?

Los resultados de esta elección eran conocidos de antemano. No por predicción, sino porque el mecanismo estaba diseñado para producirlos. La maquinaria electoral, controlada por el Consejo Nacional Electoral afín al oficialismo, funcionó como siempre: inhabilitaciones selectivas, censura, manipulación del registro, control territorial a través del Plan República y una ausencia total de veeduría internacional creíble. Nada de esto fue desconocido para quienes participaron. Y sin embargo, aceptaron. Lo hicieron con plena consciencia, sabiendo que su presencia no transformaría el resultado, pero sí otorgaría al régimen la imagen que más anhelaba: la de una oposición legitimadora, funcional, domesticada.

La comunidad internacional, lejos de reconocer el proceso, ha reafirmado su desconocimiento de los resultados. Estados Unidos, la Unión Europea y buena parte de los países de la OEA han reiterado que el parlamento resultante carece de legitimidad, y que cualquier salida política en Venezuela debe pasar por elecciones auténticamente libres, competitivas y transparentes. Pero incluso estas declaraciones comienzan a desgastarse frente a la reiteración de hechos consumados. La diplomacia internacional corre el riesgo de convertirse en un coro impotente, que denuncia con las palabras, pero acepta con los hechos.

La historia institucional venezolana se repite en clave trágica. Aquellos que hace un cuarto de siglo debieron haber defendido el congreso ante su anulación, prefirieron replegarse en nombre de la gobernabilidad. Hoy, los nuevos actores opositores repiten la fórmula, olvidando que el silencio, en política, también construye realidad. El régimen no necesita convencer a sus opositores: le basta con dividirlos. Y cuando algunos de ellos se suman al festín electoral, lo hacen legitimando no solo el evento, sino el modelo de dominación que lo hace posible.

La memoria de 1999 no es solo un dato histórico. Es una advertencia. El "Congresillo" fue el inicio de un proceso sistemático de desmontaje de la institucionalidad republicana. Aquella cesión inicial de poder fue seguida por una Constitución moldeada a la medida del nuevo poder, por la subordinación del Poder Judicial, la erosión de la autonomía universitaria, la politización de las Fuerzas Armadas y la conversión del Estado en instrumento de hegemonía partidista. Hoy, el Congreso que surge de esta nueva farsa electoral no es sino una reedición grotesca de aquella fórmula, agravada por la pérdida de toda legitimidad simbólica.

No hay equidistancia posible frente al fraude. Quien participa, avala. Y quien avala, contribuye. La responsabilidad histórica es ineludible. Los futuros libros de historia no podrán eludir los nombres de quienes, pudiendo resistir, optaron por acomodarse. El cinismo político ha sido normalizado al punto de que ya no se disimula: se reivindica como astucia, como realismo, como única vía posible. Pero la política, enseñaba Hannah Arendt, solo es digna de ese nombre cuando se ejerce desde la responsabilidad, desde la conciencia del otro y desde la defensa de lo común. Lo demás es administración del desastre.

Venezuela ha sido testigo de otro fraude, sí. Pero más grave aún ha sido la traición de quienes, habiendo nacido para ser muro de contención, decidieron convertirse en estribo del poder. La lucha democrática no admite atajos. No hay reconciliación posible con estructuras que viven de la aniquilación del adversario, de la criminalización de la crítica, de la negación del sufragio libre. Las curules obtenidas no son victoria: son jaulas de oro dentro de una prisión más grande, adornos de utilería dentro de una obra donde el libreto ya estaba escrito.

Y es que elecciones libres ya tuvimos. El 28 de julio el pueblo habló claro, se expresó con fuerza y esperanza, confiando en que esta vez el voto abriría las puertas de la transición. Pero ese mandato fue robado, despojado de su eficacia por un aparato de poder que opera al margen de toda legalidad, que convierte cada voto en rehén de su permanencia. No se puede seguir afirmando que el camino es electoral si cada elección, incluso las más masivas y claras, es secuestrada por el régimen. Venezuela ya cumplió con su parte: votó, se organizó, eligió. Y el resultado fue confiscado.

La claudicación de los mal llamados opositores que han decidido participar en esta reedición grotesca no es otra cosa que la instauración de una República de Vichy a la venezolana: un modelo colaboracionista disfrazado de institucionalidad, donde la obediencia es premiada con cuotas sin contenido. Los colaboracionistas de hoy serán los olvidados de mañana, y tal vez también los juzgados.

Frente a ese desierto de integridad, la única esperanza que queda en pie es la figura de María Corina Machado, y con ella, los líderes legítimos de diversos partidos que han decidido mantenerse firmes, sin dobleces, junto al pueblo. La resistencia democrática no está muerta: vive en quienes, pese al exilio, la persecución y la censura, insisten en exigir el cumplimiento del mandato ciudadano. La lucha continúa, y es hasta el final.

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