Apóyanos

Cinco notas sobre Borges

“Resulta muy difícil mantener un balance cuando se aborda el tema de los caracteres nacionales, y si bien Borges es capaz de resbalar sobre este terreno al referirse a Inglaterra, también Orwell, un inglés, pone en evidencia los riesgos del asunto, cuando en su famoso ensayo El león y el unicornio asegura que los ingleses […]
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“Resulta muy difícil mantener un balance cuando se aborda el tema de los caracteres nacionales, y si bien Borges es capaz de resbalar sobre este terreno al referirse a Inglaterra, también Orwell, un inglés, pone en evidencia los riesgos del asunto, cuando en su famoso ensayo El león y el unicornio asegura que los ingleses odian la guerra y el militarismo”

Por ANÍBAL ROMERO

1 Borges y Hitler

En un texto de 1944, que forma parte de su obra Otras Inquisiciones, Borges escribió: “Arriesgo esta conjetura: Hitler quiere ser derrotado. Hitler de un modo ciego, colabora con los inevitables ejércitos que lo aniquilarán, como los buitres de metal y el dragón (que no debieron de ignorar que eran monstruos) colaboraban, misteriosamente, con Hércules”. Después de la caída del tercer Reich, varios historiadores y comentaristas han retomado la conjetura borgeana, aseverando que Hitler (¿desde siempre, a partir de un momento específico en el transcurso de la guerra, o sólo hacia su final?) estuvo guiado por una especie de pulsión de muerte, por un ansia incontenible de autodestrucción y de aniquilación de cuanto le rodeaba.

Borges no especuló acerca de los posibles motivos que impelían a Hitler hacia un abismo. George Orwell, de su lado, había argumentado en un artículo publicado en 1940, que en el perfil psíquico de Hitler asomaba con fuerza el resentimiento como motor esencial de la acción. Cabe mencionar al respecto dos obras que están entre las mejores que se han escrito sobre el personaje y su impacto histórico. La primera es el libro de Sebastian Haffner, The Meaning of Hitler, que profundiza el análisis en la dirección apuntada por Orwell en cuanto al papel del resentimiento; la otra es Inside the Third Reich, las memorias de Albert Speer, exitoso ministro de armamentos de Hitler. En su obra, Haffner destacó que, a finales de 1941, con las tropas alemanas aproximándose a Moscú, enfrentando las duras condiciones invernales, la probabilidad de una contraofensiva soviética, y el peso de enormes bajas de soldados y equipos, Hitler no obstante declaró la guerra a los Estados Unidos. Lo hizo ostensiblemente para respaldar a sus aliados japoneses, que habían atacado Pearl Harbor; pero la suya fue una decisión carente por completo de base en lo referente al diseño de una estrategia, para responder en la práctica ante el reto inmenso de enfrentar al coloso americano.

El fin de la Blitzkrieg o “guerra relámpago” a las puertas Moscú, no impidió que Hitler prosiguiese su ofensiva en 1942, pero ahora se trataba de una guerra de desgaste y no de decisión rápida, en la que Alemania llevaba las de perder frente a la coalición de sus poderosos enemigos. No obstante, aún después de la derrota alemana en Stalingrado, a comienzos de 1943, el líder nazi intentó recobrar la ventaja militar ese mismo año, mediante la fallida campaña de Kursk. Ahora bien, la entrada de Estados Unidos en la guerra y la gradual recuperación militar soviética habían transformado radicalmente el panorama global de la contienda. Ya hacia finales de 1943 lucía claro, a la vista de los más perspicaces analistas, que la guerra de Hitler conducía a Alemania a una aplastante derrota.

Hitler conocía muy poco sobre Estados Unidos y su potencial industrial, tecnológico y militar, y su decisión de declarar la guerra a Washington reveló un rasgo de su carácter que Speer, quien tan cerca estuvo del jefe nazi, exploró con agudeza en sus memorias: Hitler era un jugador, impulsado por odios que en última instancia se volcaron sobre su propio pueblo. Si los alemanes iban a perder, pensaba Hitler, era por su propia culpa, por no haber estado a la altura del desafío histórico y haber sacado el debido provecho del liderazgo visionario de su caudillo. La derrota alemana revelaba, según el líder nazi, la superioridad de otras “razas”, ahora destinadas a dominar el mundo. Si bien Speer y Haffner profundizaron acerca de la voluntad autodestructiva de Hitler y su fanatismo apocalíptico, la referida anotación de Borges, redactada en 1944, tiene el particular mérito, aparte de su contundencia, de haber sido publicada cuando todavía los ejércitos alemanes combatían en varios frentes, y pocos vislumbraban lo que eventualmente ocurrió al concluir la contienda en Europa con el suicidio de Hitler.

Es claro que el gran escritor argentino percibió una verdad fundamental acerca del jefe nazi: su voluntad de derrota (debo señalar, en justicia, que Salvador Dalí también apuntó esto tempranamente); Borges captó ese rasgo psicológico de Hitler cuando la espesa niebla que dificulta nuestra interpretación de personajes y eventos, ocultaba aún con su manto el final de la Segunda Guerra Mundial. La insensatez e irracionalidad de no pocas de las decisiones de Hitler dan sustento a la conjetura de Borges: a partir de cierto punto, tal vez antes de lo que imaginamos, Hitler quiso ser derrotado.

2 Borges, Shakespeare y los ingleses

Las opiniones de Borges sobre Shakespeare son heterodoxas y se vinculan a su visión idealizada de Inglaterra y los ingleses. Por una parte, Borges cuestiona lo que pudiésemos llamar la representatividad de Shakespeare, argumentando que es “el menos inglés de los escritores ingleses”. Tal afirmación, por otra parte, se basa en su tesis de que Inglaterra es “la patria del understatement, de la reticencia bien educada”, de un modo de ser que elude los excesos y exageraciones, que “dice un poco menos de las cosas”, procura la moderación verbal y evita la grandilocuencia. En cambio, sostiene Borges, Shakespeare tendía a “la hipérbole en la metáfora, el exceso y el esplendor”. Cada país, prosigue, tiene que ser representado por un libro o por un autor de varios libros, y le parece curioso que los ingleses hayan elegido a Shakespeare y los españoles a Cervantes, cuyo talante “indulgente” no parece el de “un español de los tribunales de fuego y de la vanagloria sonora” (véanse sus apuntes sobre Macbeth, en la recopilación Prólogos con un prólogo de prólogos).

En lo que tiene que ver con Shakespeare, llama ciertamente la atención que, si su obra en verdad evidencia los rasgos de forma y contenido que conducen a Borges a pensar cómo piensa, el público inglés haya por siglos concedido al autor de Hamlet, Rey Lear y La tempestad el rango que posee en su tierra. ¿Se explica ello por su universalidad? Hay que señalar lo siguiente: la vasta obra de Shakespeare se compone de tragedias y comedias, y en particular en estas últimas hallamos con frecuencia no sólo un estupendo sentido del humor, sino también un tono compuesto de ingenio, comicidad y gracia, una nota ligera y un donaire que constituyen la otra cara de la moneda de las tragedias. Tal vez Borges tenía en mente otras características de la obra shakesperiana al formular sus consideraciones, pero lo cierto es que Shakespeare fue, ya en su tiempo, un dramaturgo muy popular, con un público amplio y entusiasta que presenciaba sus obras (al menos así lo sugiere la tradición) con un entendimiento agudo, y en el caso de las comedias con fervoroso apego.

Importa sustraerse al peligro de confundir a Shakespeare con sus personajes. Se ha dicho, por ejemplo, que Hamlet, el personaje del drama, es de alguna manera representativo del pueblo inglés, lo cual me resulta bastante cuestionable, pues tanto dudar antes de actuar no es un atributo predominante entre constructores de imperios.  Es viable en cierta medida argumentar que el Quijote, el personaje de la obra, tiene marcas muy españolas en su carácter, pero el personaje es distinto a su autor, y la “indulgencia” que Borges asigna a Cervantes como creador del libro no es lo que los españoles reclaman para sí mismos. Lo que se apropian del Quijote, en todo caso, es cierto descabellado idealismo que en su momento los llevó a logros desmesurados.

¿Es el Fausto, representativo de los alemanes? La idea de un individuo ambicioso que pacta con el diablo para adquirir conocimiento y poder, resuena para algunos como un símbolo de episodios y figuras de la Alemania moderna; pero a la vez resulta difícil alcanzar la sobriedad, ponderación, equilibrio y sentido de las proporciones de Goethe, autor de la versión a la que ahora me refiero.

Lo anterior nos encamina al tópico, tan enrevesado como polémico, de las peculiaridades de diversos pueblos, que tanto ha dado que hablar y que tan escasos productos intelectuales de calidad ha generado. Se trata de un tema que sufre de inaceptables generalizaciones, propenso a los estereotipos y caricaturas, y poco susceptible de admitir la complejidad de la naturaleza humana. Un autor muy respetable, como Elías Canetti en su libro Masa y poder, nos dice que un inglés se siente como el capitán de un barco, enfrentando con autoridad indiscutida los desafíos del mar. Los españoles, sostiene, se sienten de su lado como un matador, en otras palabras, como un torero, lo cual me luce un juicio bastante estrecho y dudoso. Hasta Sigmund Freud, gran explorador de lo humano, luego de su bien documentado encuentro con Salvador Dalí, opinó que jamás había conocido a alguien tan español, por lo fanático.

Es obvio que algunos españoles son fanáticos y otros no, y Freud y Canetti generalizan cada uno a su modo, algo quizás inevitable, cuando emiten este tipo de juicios. Borges, por su parte, tiende a idealizar a Inglaterra y su gente, afirmando, por ejemplo, “que es quizá el único país que no está embelesado consigo mismo, que no se cree Utopía o el Paraíso” (véase su obra Siete noches). Por el contrario, a diferencia de Borges, y luego de haber conocido de cerca por años a Inglaterra y los ingleses, creo que más allá de sus escépticas corazas guardan inconmensurables reservas de orgullo y sentido de superioridad. Si su Reino no es el Paraíso, entonces es, piensan, un difícilmente mejorable fruto civilizatorio.

Resulta muy difícil mantener un balance cuando se aborda el tema de los caracteres nacionales, y si bien Borges es capaz de resbalar sobre este terreno al referirse a Inglaterra, también Orwell, un inglés, pone en evidencia los riesgos del asunto, cuando en su famoso ensayo El león y el unicornio asegura que los ingleses odian la guerra y el militarismo. Sin embargo, alguna vez leí que, durante el siglo XX, tropas inglesas estuvieron siempre, cada año, involucradas en algún conflicto militar, al menos hasta que concluyeron los llamados troubles en Irlanda del Norte. Mas ello no es correcto; militares ingleses siguieron combatiendo en alguna parte aún después de esos eventos. Cuando me hallaba en Londres y visitaba las librerías, encontraba que, casi sin excepción, las secciones más nutridas eran las de historia militar y otros tópicos vinculados a la guerra. Creo que Orwell fue demasiado indulgente al emitir el citado juicio sobre buen número de sus compatriotas.

En fin, como tantos otros aspectos que tocan, directa o indirectamente, el problema que ahora nos ocupa, es patente que nos arrastra a un terreno pantanoso, en el que es fácil hundirse; por lo tanto, se me ocurre que, en lo que se refiere a Shakespeare, lo sensato es concluir que el gran dramaturgo nos alcanza por lo que tiene de universal. Lo que pueda tener propiamente de inglés, sea lo que sea, me parece secundario.

3 Borges y la filosofía política como literatura fantástica

Borges consideraba que la teología es parte de la literatura fantástica: “La idea de Dios, de un ser sabio, todopoderoso y que, además, nos ama, es una de las creaciones más audaces de la literatura fantástica”. ¿Y qué es lo fantástico? Una somera exploración sugiere numerosos sinónimos y afines, que incluyen irreal, imaginario, ficticio, ilusorio, fabuloso, fantasmagórico, legendario, estupendo, maravilloso, magnífico, espléndido. Encontramos también una lista de antónimos u opuestos, tales como real, existente, tangible, pésimo, detestable, deplorable. Hallamos también una definición según la cual ese género literario “transporta a los lectores a mundos imaginarios llenos de magia, criaturas extraordinarias y aventuras épicas. A través de la creatividad y la imaginación, los escritores de literatura fantástica crean universos paralelos donde todo es posible”. Algunos de los sinónimos mencionados, como veremos, así como elementos de la definición transcrita se aplican, unos más y otros menos, a lo que Borges entiende como literatura fantástica.

En esta nota buscaré precisar qué concibe Borges como literatura fantástica y qué influencia particular tiene ello en su obra. Argumentaré que, si bien tiene sentido sostener, desde la perspectiva de Borges, que la teología es parte de la literatura fantástica, es válido de igual modo proponer que la filosofía política, o, más precisamente, la sección de ella que ha concebido utopías o postulado ideas ilusorias, puede ser añadida al universo de esa literatura, pues también evidencia rasgos fantásticos.

Si revisamos la antología de textos de literatura fantástica elaborada por Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo y el propio Borges, descubriremos una extensa y ecléctica lista de autores y producciones literarias, cuyo denominador común es, de un lado, el ejercicio desmedido de la imaginación, y del otro el interés por lo irreal y lo misterioso.  Me resulta patente que buen número de los cuentos de Borges encierran un perceptible esfuerzo de ordenación de lo caótico, y de uso de lo fantástico para iluminar el sentido de nuestra existencia y la del cosmos que nos rodea, siendo la guía de sus empeños la nostalgia del orden frente a lo que percibe como una indoblegable vorágine vital.

A Borges la teología le parecía fantástica en el sentido de irreal e ilusoria, y tal vez espléndida por su ambición imaginativa. La filosofía política no sufrió directamente el golpe de sus dardos. No obstante, la imaginación fantástica no es ajena a la misma. Las utopías del Renacimiento, obras como Utopía de Tomás Moro, La imaginaria ciudad del sol, de Tomasso Campanella, y La nueva Atlántida de Francis Bacon, son tan legítimamente parte del conjunto de la literatura fantástica como otras creaciones propiamente literarias, tales como Los viajes de Gulliver de Swift, Alicia en el país de las maravillas de Carroll, La granja de los animales de Orwell, y Un mundo feliz de Aldous Huxley. Conviene no obstante diferenciar entre la literatura explícitamente utópica, por un lado, y por el otro las concepciones fantasiosas empleadas para sustentar una visión quimérica, concepciones que son no obstante presentadas por sus autores como postulados verdaderos y viables sobre la naturaleza humana y la organización social.

En La República Platón dio comienzo a una ya larga tradición de la filosofía política occidental, que ha buscado la laboriosa edificación de mundos imaginarios, situados en un pasado idílico o un futuro promisorio, con el propósito de que sirvan de espejo en el que mirarse para construir una sociedad mejor. El ingrediente fantástico en esa obra clave de la filosofía política consiste en el sueño de una sociedad estática, en la que los conflictos son asfixiados mediante convenciones y reglas de conducta que fijan por siempre la inmovilidad. Se trata de un periódico sueño totalitario, cuyo carácter ilusorio no atenúa su crueldad.

Pocos productos de la imaginación son más fantásticos que la convicción de Rousseau, según la cual el ser humano es bueno por naturaleza y es la sociedad la encargada de inculcar el mal en su corazón. Esta tan influyente idea rousseauniana pareciera ser capaz de resistir los más duros e imperativos embates de la realidad cotidiana e histórica, y su peso y prestigio como imagen del “buen salvaje” no parecen desgastarse ni tener fin. No me cabe duda de que esa convicción, sostenida por un complejo, pero muy vulnerable andamiaje teórico, es la que explica la quimera marxista de un orden social en el que predominaría el principio de: “a cada cual según sus necesidades y de cada cual según sus capacidades”. Tal ilusión se complementa con el énfasis de Lenin sobre el fin del Estado y su índole opresiva, que será presuntamente reemplazado por tareas simplemente administrativas, que todos podrán cumplir con eficiencia y probidad paralelamente a otras distracciones diarias.

Los tratados de pensadores anarquistas como Bakunin y Kropotkin, así como de Tolstoi en sus incursiones políticas, también pueden ser leídos como muestras de literatura fantástica. Y un teórico tan aparentemente realista y ajeno a vanas ilusiones, como Tomás Hobbes, imaginó en su Leviatán un orden permanentemente estable y pacífico derivado de un lenguaje político común, que eliminase distorsiones y fundase significados universales por todos aceptados, y todo ello, desde luego, respaldado por una incuestionable autoridad. Dicho en otras palabras, y como lo ha explicado con lucidez Sheldon Wolin en su libro Política y Perspectiva, Hobbes concibió la quimera de una paz sin grietas a través de la unificación del lenguaje político y de su sostén autocrático.

De modo que la historia de la filosofía política enseña repetidamente las huellas de lo fantástico, de una tendencia a la fantasía estimulada por la ambición utópica. Ahora bien, esa fantasía no sólo se orienta a formular un estado de cosas pacífico, ordenado, próspero y libre, de acuerdo con aspiraciones nobles y magnánimas, sino que nos ofrece distopías, es decir, productos de la fantasía que describen sociedades indeseables. No debería entonces sorprendernos que Borges, en vista de su arraigado escepticismo y recurrente pesimismo, haya creado una distopía en su cuento “Utopía de un hombre que está cansado”, incluido en El libro de arena. Borges la llama utopía, pero en verdad no se trata de un modelo ideal de sociedad, sino de la descripción de una especie de pesadilla futurista situada más allá de una catástrofe generalizada, pero que prosigue con lo que resta de lo humano en su andadura hacia nuevos abismos.

Borges en modo alguno pretendía ser un filósofo político; en el referido cuento lo que encontramos es el despliegue literario de lo fantástico canalizando una melancólica decepción. En efecto, el cuento pone de manifiesto una sobrecogedora tristeza, y constituye una especie de confesión acerca del cansancio vital de un hombre al que sólo le resta un refugio: la fantasía. La ironía borgeana en el cuento es tan cruda, en su intento de dibujar la más fantástica distopía, que al final se desliza hacia lo grotesco, cuando el personaje que narra se topa con una torre y alguien le explica: “Es el crematorio… Adentro está la cámara letal. Dicen que la inventó un filántropo cuyo nombre, creo, era Adolfo Hitler”. Dentro de esa torre mueren los que quieren, pues en el mundo futuro que Borges describe, “Dueño el hombre de su vida, lo es también de su muerte”. Tan descarnada pesadumbre debe ser entendida como lo que es: un intento, no exactamente feliz, de ser irónico sobre el porvenir que tal vez, digo tal vez, nos aguarda.

4 ¿Qué es la belleza, según Borges?

La idea borgeana sobre qué es la belleza tiene la virtud de la simplicidad: según Borges, la belleza es un misterio. No obstante, como casi siempre ocurre con un sistemático cultivador de espejos y laberintos, detrás de la superficie de esa concepción se esconden sucesivos enigmas. Un punto es básico: Borges no pretende entender la belleza sino aferrarse a su goce, y nos conmina reiteradamente a percibirla. Por ello afirma que todos sabemos dónde encontrar la belleza, y cuando aparece experimentamos un especial estremecimiento. El término es usado en sus magníficas charlas, recopiladas bajo el título de Arte poética; y si bien lo emplea en el marco de un análisis de la belleza literaria, su cobertura se extiende al conjunto de sus reflexiones acerca de lo que denomina el hecho estético.

Pienso que es admisible postular lo siguiente, con referencia al concepto borgeano de la belleza. En primer término, la belleza es algo que percibimos. El hecho estético nos posee como la toma de conciencia de un misterio, que es revelador de una verdad, de la verdad de lo bello. En segundo término, en el caso de la literatura en general y no únicamente de la poesía, la percepción de la belleza de una obra, el goce que experimentamos, bien se trate de un poema como The Waste Land, de T. S. Eliot, o del conjunto de la obra de Franz Kafka, no depende de su significado, no depende de las interpretaciones que de tales obras llevemos a cabo, sino que se trata, en sus palabras, “de algo anterior a toda interpretación y no depende de ellas”.

Pueden añadirse otros puntos. Borges enfatiza que la belleza es algo tan misterioso como subjetivo, es algo que, como ya señalé, pareciera tomar posesión de nuestra sensibilidad; pero cabe preguntarse, por otra parte, ¿existe algo objetivamente bello, más allá de nuestra percepción? Borges no tiene demasiado que decir acerca de las artes plásticas, de la música, del cuerpo humano y de la naturaleza en general; su perspectiva se enfoca sobre la literatura, pero de sus consideraciones se derivan preguntas adicionales, como, por ejemplo: ¿existen acaso algunas normas básicas, algunas reglas, algunos patrones, alguna guía para detectar, apreciar, definir y conceptualizar la belleza? A pesar de los grandes esfuerzos realizados por los estudiosos de la estética, la valoración de lo bello sigue siendo, a mi modo de ver, un terreno dominado por juicios tan numerosos como confusos, que con frecuencia se extravían en estériles y desconcertantes especulaciones.

Para empezar, es legítimo preguntarse, ¿tiene el arte que ver con lo bello, con la belleza? Durante siglos, en Occidente, la pregunta tuvo una respuesta obvia: sí, arte y belleza avanzan cogidos de la mano. Durante la Edad Media y otras etapas históricas, arte y religión iban hermanados, y su conjunción se asumía como perfectamente habitual y hasta lógica. Con el comienzo de la modernidad, no obstante, la belleza empezó a ser abandonada como criterio para juzgar lo que, en nuevas circunstancias, se considera una obra de arte, y hoy existimos en un espacio en el que no solamente desaparece toda regla, sino que la profanación, la destrucción, el desdén y la persecución activa de algunas manifestaciones artísticas convencionales, parte del legado del pasado, es lo que predomina. La consigna es a veces: no a la belleza, sí a la fealdad; no a lo sagrado, sí a la ofensa, al ultraje, la mofa y la humillación.

Me he preguntado: ¿por qué esas personas que atacan con un martillo La Pietá de Miguel Ángel y Los Girasoles de Van Gogh, no se ensañan más bien contra una de tantas muestras del arte moderno? ¿Acaso las obras agredidas revelan, expresan, exteriorizan una belleza que muchas otras, propias de nuestro tiempo sin dioses ni valores estables, no alcanzan a mostrar? ¿Y qué elementos componen tal belleza? Lo cierto es que hoy nos resulta más que extraño, quizás asombroso, que Tomás de Aquino, en su Suma Teológica, se haya atrevido a formular criterios para la belleza, que en su opinión son integritas, consonantia y claritas (integridad, armonía, luminosidad). Y sostengo que ello nos deja un tanto atónitos en vista de que si algo no tenemos en nuestros días son criterios para juzgar la belleza, en el arte o en cualquier otro ámbito. Es más, no tenemos criterios para juzgar qué es arte y qué no lo es.

Lejos de mi intención entrar a discutir los razonamientos sobre estética de Tomás de Aquino, tarea que acomete con brío James Joyce en sus obras de juventud, Stephen el héroe (capítulos 19 y 25) y Retrato del artista adolescente (capítulo 5), que el lector interesado puede consultar. Merece no obstante la pena reproducir la definición que expuso Aquino de lo bello: es, aseveró, aquello cuya aprehensión agrada. Es una estupenda conceptualización, me parece, que de nuevo y a la manera de Borges coloca el peso sobre la percepción, sobre la subjetividad, pero sin olvidar que no lo es todo. Borges, pienso, no hubiese rechazado esta visión del asunto, y tal vez hubiese estado de acuerdo también con lo afirmado por Marx sobre el arte griego: “La dificultad no consiste en comprender que el arte griego y la epopeya están ligados a ciertas formas del desarrollo social. La dificultad estriba en comprender que puedan procurarnos aún goces estéticos y sean considerados de algún modo como norma y modelos inimitables”. Es obvio que esto no se aplica a lo que ocurre en nuestros días, pues no existen criterios estéticos predominantes o normas universales. Mas la pregunta de Marx mantiene su sentido: ¿por qué admiramos ese arte clásico, en qué consiste la belleza de las esculturas de Fidias y Praxíteles? ¿Qué contienen y qué reflejan para lograr extasiarnos?

Como ya vimos, Borges se acoge a una interpretación sencilla pero plena de sentido: cuando hablamos de nuestra percepción de la belleza hablamos de algo misterioso. Cuando ocurre, la belleza lo hace en nuestra percepción, es una revelación. Explicarla no siempre es fácil y otras veces resulta imposible. Ese es uno de los principales atractivos de lo bello: su carácter enigmático y su fuente misteriosa.

5 Borges y Wittgenstein: decir y mostrar

En una de sus conferencias sobre poesía, Borges aseveró que “…el significado es, en realidad, algo que se le añade al poema. Sé a ciencia cierta que sentimos la belleza de un poema antes incluso de empezar a pensar en el significado”. Me pregunto si la distinción a la que Borges alude, es decir, la diferencia entre la belleza y el significado, entre el sentido de un gran poema y su “sonido”, su “ritmo”, su musicalidad y su poder de encantamiento, no está quizá planteada en términos demasiado radicales. Poemas como, por ejemplo, Residencia en la tierra de Neruda, La tierra estéril (o Tierra baldía) de T. S. Eliot, o Anábasis de Saint John-Perse nos cautivan, pienso, pues experimentamos a la vez el impacto de una inefable belleza verbal, una música de las palabras que no es común, con la segura impresión de que el poeta aspira y procura transmitir un significado particular, algo que le importa y que desea comunicar de una manera creativamente singular. Otro ejemplo que quisiera destacar, pues encuentro en el mismo una manifestación notable de armonía entre belleza y significado, es el magnífico y seductor poema del galés Dylan Thomas, Fern Hill, a mi modo de ver uno de los logros más admirables y cautivadores de la poesía en lengua inglesa del pasado siglo. Fern Hill combina una extraordinaria musicalidad con un fascinante ajuste a lo que, en mi opinión, quiere significar y transmitir. Se trata, creo, de la sensación sublime del avance de la existencia personal, el apego a etapas ya transcurridas, la incertidumbre sobre el porvenir, y la convicción de que la andadura individual debería insertarse en un ámbito que le desborde.

Claro está, los poemas que he mencionado me atraen de manera especial en lo personal, pero obviamente cada cual tiene sus preferencias. Ahora bien, y para precisar el punto que ahora elaboro, no es otro que la relación entre lo que un poema dice (su significado o sentido) y lo que muestra (es decir, la belleza que emite) y que, según señala Borges, nos impacta como tal, más allá de lo que con las palabras se quiere decir. Tomo la distinción entre decir y mostrar de una obra de gran importancia filosófica, el llamado Tractatus de Ludwig Wittgenstein, y lo hago a manera de analogía y a plena conciencia de que estoy hablando de similitudes, de movimientos del pensamiento que convergen y se enrumban hacia una misma dirección, nutriendo nuestra visión de las cosas y esclareciendo nuestras reflexiones.

Si bien es cierto que el Tractatus se centra en la lógica, intuyo que los problemas que intenta dilucidar tienen que ver con el lenguaje en general (tarea que Wittgenstein prosiguió en su otra gran obra, las Investigaciones filosóficas), y sobre capacidad y limitaciones del lenguage para interpretar y reflejar el mundo. Como muchos han observado, el Tractatus, y en particular la distinción entre saying (decir) y showing (mostrar) se dirige a argumentar que “Lo inexpresable, en efecto, existe. Esto se muestra, es lo místico” (parágrafo 6.522). Tal consideración es reforzada así: “Lo que puede ser mostrado, no puede ser dicho” (parágrafo 4.1212). Cabe enfatizar que bajo el calificativo “lo místico”, Wittgenstein no se refiere exclusivamente a lo religioso, e incluye aspectos tocantes a la ética y la estética, vistos desde el peculiar y muy original ángulo filosófico que desarrolla en sus reflexiones.

Considero razonable establecer una analogía entre decir, en el contexto del Tractatus, de un lado, y del otro el término significado, en el marco de las consideraciones de Borges sobre la poesía. De igual forma puede hacerse un paralelismo entre lo que Wittgenstein entiende como lo que puede ser mostrado y no dicho, por una parte, y por la otra la belleza de un poema en el sentido de encantamiento, que es lo que creo ansía proyectar Borges. Ese hechizo pertenece al territorio de las emociones, y las emociones, a diferencia de las proposiciones de la lógica, sí pueden ser expresadas en la poesía, pueden ser mostradas, mas no dichas, ya que pertenecen al ámbito de la belleza que trasciende las meras palabras y se organiza en el ritmo, la musicalidad, lo misterioso que encierra todo gran poema. Para retornar a los ejemplos citados, me atrevo a apostar que un lector atento de esos y otros poemas de igual categoría, reproducirá en su sensibilidad la observación de Borges; aunque debo anotar que el significado no es algo añadido “desde fuera” a un poema, a los poemas acá mencionados y otros, sino que está indisolublemente vinculado a lo que muestran.

Es un lugar común señalar las dificultades de toda traducción de un poema, desde su idioma original a otro. La distinción entre decir y mostrar nos ayuda a vislumbrar con mayor rigor el origen de tales escollos. No es seguramente un reto insuperable, para una persona que se maneje con distinguida fluidez en, por ejemplo, las lenguas francesa e inglesa, traducir al inglés Anábasis de Perse, y de hecho poetas de la talla de Eliot y de Ungaretti tradujeron ese poema escrito originalmente en francés, al inglés y al italiano respectivamente. Estos son casos de especial importancia, pues se trata de dos grandes poetas que llevaron a sus propias lenguas la obra de un gran creador en un idioma diferente. En otras palabras, difícilmente podrían hallarse mejores resultados de una traducción poética, pues a la destreza linguística de Eliot y Ungaretti se sumó su sensibilidad creadora. Sin embargo, el resultado, al menos en mi consideración, es insatisfactorio, es sólo un eco del original. El problema deriva de que pareciera imposible traducir a plenitud lo que un gran poema muestra, y no sólo lo que dice.

Señalé anteriormente que a Wittgenstein le inquietaban las limitaciones del lenguaje en general, como medio de comunicación, de interpretación y de revelación de la realidad. En el Tractatus apunta que “El lenguaje disfraza el pensamiento” (parágrafo 4.002). El filósofo experimentaba marcada desconfianza acerca de la capacidad del lenguaje para acceder a la realidad, para desvelar y expresar la “verdad” de las ideas y de las cosas. Temía a las trampas del lenguaje y a su aptitud para distorsionar y confundir. En cambio, encuentro en Borges una implícita confianza en el vigor del lenguaje y en su capacidad comunicativa, a pesar de las reiteradas críticas a su propio idioma español y su acentuado apego a otras literaturas.  En la práctica, no obstante, Borges usó siempre nuestro idioma con una destreza incomparable, que pone de manifiesto (que “muestra”) más allá de la pericia en el empleo de las palabras, el don de trascenderlas. Se me ocurre que, en esa conjunción entre decir y mostrar, hallamos la magia de su producción literaria.

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