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Café del día: el día que conocí a Mario Vargas Llosa

“Vargas Llosa ha sido el último tótem latinoamericano del intelectual a la manera de los grandes. De esa especie casi extinguida pulula por ahí menos que un puñado. El que se moja los pies, se acerca al candelero, saca la espada y da sablazos”  Por ROGER VILAIN Hay gente cuyos vínculos conmigo son de vista, […]
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“Vargas Llosa ha sido el último tótem latinoamericano del intelectual a la manera de los grandes. De esa especie casi extinguida pulula por ahí menos que un puñado. El que se moja los pies, se acerca al candelero, saca la espada y da sablazos” 

Por ROGER VILAIN

Hay gente cuyos vínculos conmigo son de vista, cierto trato y comunicación. En el trabajo, en reuniones varias, en el café al que suelo ir con frecuencia. Y no la conozco. A Mario Vargas Llosa sí, aunque jamás lo vi en persona.

Fue en la tardía adolescencia cuando la amistad nació gracias a sus libros de ensayos —los varios tomos de Contra viento y marea—. En ellos descubrí la insurrección, el ir corriente arriba y la absoluta valentía, pues en sus páginas mandaba al diablo a Castro, a su revolución, a todo cuanto despidiera el tufo pestilente de lo autoritario. Hacerlo en los sesenta —unirse al peruano, años después, sería un pasito burocrático— era tener cojones.

Recuerdo el día: una tarde en la biblioteca de mi pueblo. Upata era todavía la comarca apacible de antaño, perfil sin dudas incrustado en las memorias de Alejandro Otero, quizás su hijo más ilustre, reflejadas en el libro que el Fondo Editorial Predios llegó a editar con tino. En aquella biblioteca hallé los ensayos del peruano, ahí supe que leer, leer y gozar, era más que deglutir las páginas de muerte lenta impuestas por la escuela.

Contra viento y marea supuso una clase de ciudadanía, el ejemplo palpable del civismo ejercido sin ambages, ése que marca el punto sobre las íes, da el justo golpe sobre la mesa y salda cuentas con el mundo. Y entonces irrumpió el deslumbramiento.

De seguidas, claro, navegué en su obra de ficción, que implicó el espaldarazo para hacer de aquel muchacho un letraherido sin remedio. No faltaba más: las putas de La casa verde, las chifladuras de Pedro Camacho en La tía Julia… o, más adelante, un rompecabezas llamado Conversación en la catedral, fueron el tiro de gracia. Hasta el sol de hoy la literatura —sigo la confesión del escritor— también para mí es una forma de vivir.

Vargas Llosa ha sido el último tótem latinoamericano del intelectual a la manera de los grandes. De esa especie casi extinguida pulula por ahí menos que un puñado. El que se moja los pies, se acerca al candelero, saca la espada y da sablazos en aras de acomodar ciertos entuertos, de discrepar y expresarlo sin eufemismos transigentes. Sus ideas políticas, candentes, sinceras y oportunas significaron, para tantos y sobre todo para mandones de pelaje variopinto, la mosca en el frasco de leche. Yo aprendí temprano la lección, es decir, supe ver en ello el llamado a disentir por el camino del medio y a desvincularme a tiempo de quienes me antecedieron en ideología y conductas, especie de parricidio político contrario a la insanía de querer, porque sí, permanecer —en el poder, en la palestra, en la punta del iceberg, en la cresta de la ola—. ¿Cómo seguir atenazando el universo a la manera de mis padres?, ¿cómo, pongo por caso, continuar pensando como aquellos valedores de la década de los sesenta?

En el ocaso de su vida practiqué con él algo de lo anterior. Su abierto apoyo a cierta derecha más a la derecha que lo aconsejable me hizo fruncir el ceño. No estuve de acuerdo pero pude comprenderlo. En el fondo es una cuestión de pragmatismo: el menos malo, la amenaza más pequeña, decisión acompañada por un grueso pañuelo en la nariz.

Con sus contradicciones, que resultaron muchas, permanecerá por su talento a prueba de metralla y por encarnar al librepensador que llegó a ser. Eso me basta y eso me sobra para alzar mi copa y brindar, tilín tilín, por el día que conocí a Mario Vargas Llosa.

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