Cuando vemos las elecciones contemporáneas en países donde se vota libremente, reafirmamos que no existen sistemas electorales perfectos, siempre habrá cuestionamientos sobre todo del perdedor en la contienda, quien trata de justificar la derrota no convalidando el triunfo del adversario. Así también observamos casos donde priva la gallardía del vencido al reconocer la victoria del favorecido por el voto popular.
En América Latina pudimos conocer los resultados recientes de los procesos electorales en Ecuador, Uruguay, Paraguay, México, así como en Europa los de las elecciones en Rumania y Georgia. Aun cuando su desarrollo fue disímil, se identifican elementos claves que las caracterizan: el primero, el fundamental, la calidad del árbitro electoral y del Poder Judicial al reconocerse niveles de credibilidad por su autonomía; y el segundo, vienen precedidos de consultas electorales donde ha participado masivamente la población.
En todos estos eventos el voto se ejerció como instrumento de cambio cuando existe al menos una mínima posibilidad de derrotar a un gobierno indeseable, veamos el sonado caso del dictador Alberto Fujimori. El 9 de abril de 2000 se celebraron elecciones generales en Perú, con una segunda vuelta de las elecciones presidenciales el 28 de mayo. Las elecciones fueron muy controvertidas y se consideró ampliamente que habían sido fraudulentas. El presidente Fujimori fue reelegido para un tercer mandato con casi tres cuartas partes de los votos. Sin embargo, los comicios se vieron manchados con acusaciones de inconstitucionalidad, soborno, sesgo estructural y fraude electoral absoluto. El candidato rival Alejandro Toledo boicoteó la segunda vuelta de las elecciones presidenciales, en la que más de 30% de los votos fueron declarados nulos. Posteriormente, el derrotado mandatario convocó nuevas elecciones después de su escándalo, huyó de Perú y envió su renuncia por fax desde un hotel en Japón. En este caso el Tribunal Supremo fue fundamental en el restablecimiento del Estado de derecho.
En el caso de Venezuela ha habido un hecho capital monumental en las elecciones del 28 de julio de 2024, cuando la población fraguó una verdadera revolución mediante el voto, dio el triunfo a González Urrutia y sentenció el final del gobierno de Nicolás Maduro, pero la respuesta de este fue su autocoronación para un tercer mandato el 10 de enero de 2025.
De allí en adelante toda iniciativa gubernamental y del resto de los poderes públicos, que flanquean como guardia pretoriana al régimen, es ilegal, ilegítima e inconstitucional. Su accionar ha derivado en la calificación internacional de Estado forajido, que asienta su poder sobre innumerables acciones terroristas, la censura perversa de los medios de comunicación y la represión salvaje a miles de ciudadanos.
En definitiva, quienes asistan a la farsa electoral del 25 de mayo, califiquen como sectarios y antipatriotas a quienes convocan a dejar las calles vacías ese día y llamen a votar son el soporte inmoral de un régimen rechazado por la población y por la comunidad internacional.
Cuando no existe ningún rasgo de autonomía de ninguno de los poderes públicos -como sucede en nuestro país- y crees que el voto permitirá tomar el cielo por asalto, acabas siendo cómplice de una tiranía hambrienta de oxígeno para "legitimarse".
Como es sabido, donde hay democracia el gobierno respeta la decisión de un pueblo que vota por un cambio; pero si ese poder se impone y llama a elecciones nuevamente habiendo ocurrido un fraude, pierde credibilidad. La población debe preguntarse: ¿para qué voy a votar si no tengo poder de decisión, si todo se reduce a una decisión macabra manuscrita en una servilleta?