La llegada a la Presidencia de Estados Unidos de Donald Trump en este su segundo periodo está alterando el orden mundial, sobre todo por las políticas arancelarias, con un marcado acento nacionalista en un intento por robustecer la economía y recuperar el tiempo perdido, lo que se sabrá en su momento cuando las consecuencias y evidencias de sus políticas lo ubiquen con la razón o sin ella en sus decisiones de Estado; también están de por medio sus políticas migratorias, las cuales están causando un parteaguas entre la vieja filosofía de seguir creciendo de la mano con la migración perenne y sus aportes a esta gran nación, o limitándola como está sucediendo en la actualidad.
En el caso de los hispanoamericanos, su volumen no tiene que ver con el rumbo de las migraciones históricas. Más bien su fenómeno está marcado por la implantación de dictaduras comunistas que han llevado a la miseria a nuestros países.
Ante esta realidad y quizás aprovechando una de las fuentes patrimoniales constitucionales más hermosas de la democracia estadounidense, como es vivir en libertad y decir cuánto a uno se le ocurra, el presidente Trump está en su derecho de no querer propiciar más migraciones y de repatriar a cuantos pueda, sobre todo a aquellos que han llegado en los últimos años huyendo del castrismo, del chavismo y del sandinismo; y, por otra parte, a expresar independientemente cada quien su sentir ante estas circunstancias.
Quizás sea este un momento en el que la gran Constitución de esta nación deje de transpirar aires de libertad y oportunidades para todos, sin exclusiones de ningún tipo; quizás las célebres palabras de expresidentes como Ronald Reagan, George Bush o Bill Clinton estén ya pereciendo de validez humanista y trascendencia universal, empática, tradicionalista y de cálidos mensajes al migrante, quien, una vez instalado aquí, presta sus manos para edificar construcciones solventes y modernas o sus neuronas para amplificar el tesón moderno, tecnológico y resplandeciente de la Unión Americana.
Ante esta realidad, se debe ver qué hacer, no quedarse de brazos cruzados y una salida quizás sea sacar a relucir nuestro ímpetu, nuestro espíritu, nuestro decoro y nuestra herencia ancestral y emocional, y repensar en nuestro retorno al suelo que nos vio nacer. Como hispanos es hora de pensar en resolver nosotros mismos nuestros propios problemas, y esto incluye buscar mecanismos de entendimiento a través del diálogo político buscando salidas a la crisis que nos agobia tanto como región como de país al que pertenecemos.
En este sentido, satisfactoriamente veo un interés en el presidente Trump por propiciar mecanismos democráticos en Hispanoamérica, por lo que le propondría un trato: que frene la repatriación forzada masiva y que nos dé una mano con las herramientas de la diplomacia política y la geopolítica accionaria, para lograr cambiar, cívicamente, dictaduras por democracias en nuestros países. Es mejor la repatriación que la deportación. Luego vendrán las inversiones y las nuevas y entusiastas agendas para el porvenir.
Así seremos centenares, miles y millones quienes por nuestros propios métodos volveremos a nuestras patrias, a continuar viviendo el resto de nuestras vidas bajo nuestros cielos y en la tierra donde nacimos, trabajando para ella y defendiéndola de tantos lobos que en nuestra historia la han acechado. Entonces recordaremos con nostalgia y cariño los duros y hermosos días de esta diáspora encarnada y vivida en nuestros huesos y corazones en la patria de Jefferson, Lincoln y Whitman. ¿Qué dice, presidente Trump?, ¿hacemos el trato?
El autor es escritor, periodista y político nicaragüense. Columnista Internacional y Presidente del partido Organización Política Accionaria (OPA).