“¿Cuántas divisiones tiene el Papa?”. La respuesta del cine al sarcasmo de Joseph Stalin la intentó inicialmente una película de 1968: Las sandalias del pescador de Michael Anderson sobre la novela homónima de Morris West. En ella, un disidente soviético era rescatado del Gulag para saltar al papado y a la arena geopolítica de la Guerra fría. Seguramente, el filme no resiste el paso del tiempo y no amerite una relectura, pero por un lado inauguraba las intrigas vaticanas como tema del cine y por el otro, se anticipaba en diez años a otro disidente, polaco este, que inauguró en el mundo real un papado de veintisiete años. Como la realidad se empeña en inspirarse en el cine, en La Vía Láctea de 1969 un personaje de Luis Buñuel soñaba que un grupo anarquista fusilaba al Papa, anticipándose al atentado de Ali Agca en 1981. La prematura y brumosa muerte de Juan Pablo I en 1978 dio un pretexto a Francis Ford Coppola para una de las líneas argumentales del Padrino III con Banco Ambrosiano incluido. Porque para responderle a Stalin, el papado –aún sin divisiones ni armas a la vista– padece y ejerce la más terrenal de las pasiones: la lucha –sigilosa, despiadada y omnipresente– por el poder.
La falta de armas es ociosa y funciona más bien, como un acicate para una lucha terrenal sin duda, pero con una estimable cuota de abstracción. El poder se ejerce de varias maneras y los vericuetos de ese poder son los que necesariamente atraen a la literatura y al cine. Dejemos de lado los pastiches del cine de horror. Salvo el de William Friedkin en 1973, que nada tenía que ver con el Vaticano, sus derivas en la lucha con el Maligno tienen poco interés. La lucha por el poder de las distintas facciones vaticanas, sus agendas públicas o secretas, el impulso o freno a las reformas en una estructura milenaria que por su propia naturaleza son el caldo de cultivo del subgénero. Se pueden anotar al menos dos títulos. Los dos Papas del brasileño Fernando Meirelles en 2019 narraba en tono simpático la amistad y rivalidad entre Francisco y Benedicto XVI en un filme correcto y ligero. Más satírica era la miniserie de 2020 El nuevo Papa de Paolo Sorrentino, postulando un Papa que abrazaba reformas radicales desencadenando intrigas y crímenes.
Una película que está teniendo su cuarto de hora es Cónclave de Edward Berger, un director que nos había dado el remake de Sin novedad en el frente y ahora la emprende con una novela de un escritor interesante Thomas Harris, excolaborador de Roman Polanski para El escritor fantasma (2010) y Yo acuso (2019). La película es la crónica del cónclave en el cual se elegirá el nuevo Papa. Más que el cónclave en sí, el interés del libreto está en el clima previo. El libreto define muy bien las facciones en pugna, los temas a debatir y el perfil de los posibles papables, cada uno con sus pros y sus contras, sus virtudes y defectos. Los cuatro candidatos que llevan las preferencias iniciales representan las fuerzas en pugna de la Iglesia actual (al menos en la versión de la película). No hay santos entre ellos, cada uno carga con sus pequeñas rivalidades, sus ambiciones no siempre disimuladas que dibujan el juego de poder que, en última instancia es lo único que prima. A partir de ese esquema inicial la trama empieza a jugar con distintas variaciones y enroques que, en cada vuelta de tuerca, revelan juegos del poder dignos del mejor Maquiavelo. Hay citas que se esconden, decisiones conocidas por pocos que son enterradas y una serie de conflictos que el libreto sortea con solvencia y preparan un final inesperado que no conviene adelantar. La película se apoya en un elenco de lujo en el cual Ralph Fiennes, John Lightgow y Stanley Tucci se sacan chispas. El final es electrizante, a caballo entre la sátira lo patético y lo inconcebible.
Cónclave. EE UU, 2024. Director: Edward Berger. Con Ralph Fiennes, John Lightgow, Isabella Rosellini, Stanley Tucci.