Era un fin de semana de diciembre de 1973, y el aire frío de la tarde se deslizaba entre los bloques de Simón Rodríguez al norte de Caracas, acariciando las paredes descascaradas del apartamento de mi entrañable amigo Eduardo Zavala. El Ávila, desde su altura impasible, parecía vigilar la ciudad, mientras el sol se despedía de un día gris con una última ráfaga de luz que se filtraba entre las montañas. El café que preparó Eduardo era espeso, como si de alguna manera quisiera espesar el tiempo que habíamos compartido en esa vieja sala donde el polvo flotaba en el aire y las paredes, salpicadas de carteles de figuras de revolucionarios olvidados, murmullaban sus historias.
Fue en esa tarde, entre las sombras de un lugar que se sentía al mismo tiempo acogedor y cargado de algo indefinible, cuando tuve entre mis manos por primera vez La noche de Tlatelolco, de Elena Poniatowska. La edición, con su portada desgastada, se ofreció ante mí como un objeto sagrado. La portada, que mostraba un fotograma borroso de jóvenes cargando el ataúd de una víctima, hablaba con un silencio aterrador que lograba traspasar la vista. Eduardo, sentado en su sillón, me observaba con una calma desconcertante, como si supiera de antemano lo que estaba a punto de ocurrir.
"Vas a llorar en cuanto lo leas", me dijo con su tono grave, como si estuviera revelando el final de una historia que aún no había comenzado. Lo dijo de una forma tan firme que no me atreví a replicar, porque sabía que Eduardo nunca hablaba por hablar. Me entregué al libro, dejándolo descansar por un momento en mis manos, con la sensación de que esa historia estaba destinada a tocarme en lo más profundo, como si sus palabras ya comenzaran a desbordarse de las páginas.
Esa noche, al regresar a mi apartamento en La Guaira, no pude resistir la tentación. Al día siguiente fui a la librería Centro, en la Torre Sur del Centro Simón Bolívar, donde el inolvidable Sergio, un hombre de todavía pelo negro, velludo, delgado y mirada entre perdida y profunda y cigarrillo en mano siempre tenía algo reservado para mí. Me entregué al fragor de su lectura como quien se sumerge en un sueño turbulento que no tiene regreso. La realidad se fue disolviendo mientras las palabras de Poniatowska, cargadas de nombres, fechas y rostros desfigurados por el dolor, tomaban cuerpo ante mis ojos renovando la forma de escribir crónica.
La historia de la masacre de Tlatelolco comenzó a desvelarse como una herida abierta, una herida que no solo había marcado a México, sino a toda América Latina.
La masacre había ocurrido durante las protestas estudiantiles previas a los Juegos Olímpicos de 1968 en México, cuando miles de jóvenes y ciudadanos se habían alzado en contra de un gobierno autoritario, y el ejército y la policía, con la frialdad de quienes no temen ver morir a la juventud, rodearon la Plaza de las Tres Culturas y abrieron fuego. Las páginas del libro se llenaban de testimonios desgarradores: madres que buscaban a sus hijos, estudiantes que caían bajo las balas sin saber por qué, una nación entera que parecía haber sido condenada al silencio por los poderosos.
Poniatowska no solo narraba los hechos de esa noche siniestra, sino que se adentraba en las entrañas de un México cuya violencia era consecuencia de un régimen que creía que podía callar a un pueblo entero con la represión. Los relatos que construían esa crónica colectiva no solo trataban de lo ocurrido en Tlatelolco, sino del miedo omnipresente, de la desconfianza que se respiraba en cada rincón, de la censura que tocaba las puertas de todos, de la sensación de que el gobierno había jugado a ser Dios y decidir quién debía vivir y quién debía morir.
Mis ojos se mojaron sin que pudiera evitarlo. Las lágrimas, al principio tímidas, comenzaron a caer sin control, y sentí que el dolor de aquellos jóvenes, de esas madres, de aquellos hombres que se habían quedado en el olvido, me atravesaba como una daga invisible. Cada página era una punzada, cada testimonio una voz ahogada que finalmente encontraba su cauce.
Eduardo tenía razón. Habría de llorar, y no solo por la tragedia de Tlatelolco, sino por la rabia que se despertaba en mi pecho al leer las injusticias cometidas, al ver la impunidad con la que el gobierno mexicano cerró las heridas, al comprender que aquellos muertos, esos jóvenes, no solo eran víctimas de una masacre, sino también de un sistema que prefería mirar hacia otro lado.
Las horas pasaron sin que me diera cuenta, y cuando cerré el libro, el mundo exterior parecía haber desaparecido. Mi mente se quedó atrapada en las imágenes de Tlatelolco, en la plaza llena de sangre y gritos, en la angustia de aquellos que aún luchaban por encontrar a sus seres queridos entre los escombros del olvido. El dolor de esa noche me invadió por completo, y sentí que el peso de la injusticia era algo que ya no podría apartar de mí.
A la mañana siguiente, al despertar, el sol iluminaba la ciudad con una claridad inusitada. Sin embargo, yo seguía atrapado en la neblina de aquellos testimonios. Me pregunté por qué Eduardo había visto y vivido más que yo, me había advertido de esa forma tan certera. Quizás, solo quizás, él sabía que aquel libro no solo era una crónica de la Masacre de Tlatelolco, sino también un reflejo de la fragilidad de nuestra memoria colectiva, de cómo el dolor puede permanecer oculto en los recovecos del tiempo, esperando el momento adecuado para salir a la luz.
La noche de Tlatelolco no solo me mostró la sangre de los caídos, sino también la herida que lleva la historia de nuestros pueblos, una herida que sigue abierta y cuya cura aún parece lejana.
La voz silenciada: La lucha por la memoria
La noche del 2 de octubre de 1968, la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco, Ciudad de México, se convirtió en un escenario de horror y represión. En medio de una manifestación estudiantil, que había tomado fuerza durante los días previos, los estudiantes exigían libertad, democracia y el fin de la opresión del gobierno de Gustavo Díaz Ordaz. Lo que comenzó como una protesta pacífica se transformó en un baño de sangre, cuando el ejército y la policía abrieron fuego contra los manifestantes. La masacre dejó un saldo de cientos de muertos y desaparecidos, pero el número exacto de víctimas sigue siendo incierto, dado que el gobierno trató de ocultar la magnitud de lo sucedido.
Era inexplicable cómo, por aquellos días, sabíamos más del ¿Mayo Francés" que de la Masacre de Tlatelolco. Habíamos leído mucho sobre el valor de Daniel Cohn-Bendit, Dany "el Rojo", en París, su lucha en las barricadas, su rostro iluminado por la esperanza revolucionaria, pero no teníamos idea de la oratoria y la valentía de Carlos "Cara de Vaca" Hernández o Rafael Galván en la Ciudad de México. Aquel mayo de 1968, París era la ciudad de las utopías, la vanguardia de los jóvenes que querían cambiar el mundo, pero nosotros, los venezolanos, apenas si conocíamos los nombres de aquellos que se jugaban la vida en las calles del DF, luchando por la libertad, por el simple derecho a ser escuchados en un país que prefería silenciarlos.
El valor de un Dany "el Rojo", con su discurso incendiario, era un faro en el que nos reflejábamos, pero el valor de los jóvenes de Tlatelolco, que enfrentaban el poder con la sola fuerza de su convicción y sus cuerpos, permanecía en la sombra, desdibujado por la distancia geográfica, pero, sobre todo, por la voluntad de olvido de un régimen que prefería que no supiéramos de ellos, que no nos atreviéramos a mirarlos. Y mientras tanto, los jóvenes atrapados en un espejismo ideológico, ignoraban que la verdadera lucha, la que definiría su futuro inmediato, no estaba en París, sino en su propio país, bajo el fuego de un gobierno que no dudó en masacrar a sus propios hijos con tal de mantener su orden.
En La noche de Tlatelolco, Elena Poniatowska recopila los testimonios de los sobrevivientes, de aquellos que fueron testigos directos y de los familiares que sufrieron la pérdida de seres queridos en una de las tragedias más oscuras de la historia reciente de México. La escritora, con su aguda sensibilidad, no solo documenta los hechos, sino que también se adentra en los sentimientos de un pueblo que vio cómo la violencia del Estado desbordaba los límites de la humanidad.
La plaza estaba llena esa noche. Estudiantes, pero también familias enteras, se habían congregado en Tlatelolco para protestar contra el autoritarismo del gobierno, en vísperas de los Juegos Olímpicos que estaban por celebrarse en el país. La represión estaba en el aire desde hacía semanas, pero nada podría haber preparado a los mexicanos para lo que ocurrió esa noche. Cuando el ejército rodeó la plaza, el sol ya se había puesto y las luces de la ciudad iluminaban una escena que sería grabada en la memoria colectiva de México para siempre.
El relato de los sobrevivientes, tal como lo presenta Poniatowska, es desgarrador. Algunos hablan de la confusión, de las ráfagas de disparos que destrozaron la calma, del humo que se elevaba mientras los manifestantes trataban de huir, algunos cayendo sin vida, otros heridos, atrapados en la furia de la represión. Nadie sabía a ciencia cierta quién había dado la orden de disparar, pero la respuesta fue clara: una masacre.
La violencia de esa noche fue la culminación de un largo periodo de tensiones políticas y sociales. Los estudiantes, que habían comenzado su lucha por la liberación de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), pronto se convirtieron en el rostro visible de un pueblo cansado de la corrupción, la censura y la falta de libertad. Para el gobierno, la protesta estudiantil se había convertido en una amenaza para la estabilidad que tanto deseaban proyectar con los Juegos Olímpicos. Pero, más allá de los intereses políticos, lo que se buscaba, según Poniatowska, era sofocar cualquier intento de expresión que pudiera cuestionar el sistema impuesto.
El 28 de julio de 1968, los estudiantes habían realizado una manifestación masiva en la Ciudad de México. Los días siguientes fueron de constante tensión. Los soldados patrullaban las calles, las protestas se multiplicaban, pero la represión también. La Masacre de Tlatelolco, entonces, fue el punto culminante de ese choque entre la opresión y las aspiraciones de un pueblo que deseaba justicia, derechos y un futuro mejor.
Los testimonios reunidos por Poniatowska nos dan una idea de la magnitud del desgarro emocional que dejó esa noche. Había jóvenes que hablaban de sus compañeros caídos, de la angustia al ver a sus amigos heridos o muertos y de la impotencia al ver que el gobierno no solo les negaba la justicia, sino que también les robaba la memoria de aquellos que murieron por una causa justa. A través de las voces de las madres, padres y amigos, el dolor se transforma en un clamor por la verdad, por el reconocimiento de que el pueblo de México había sido víctima de una violencia que buscaba ocultar las demandas sociales tras una cortina de silencio y represión.
El gobierno intentó minimizar lo sucedido. Durante años, se negó a reconocer, cómo suelen hacerlo todo los gobiernos autoritarios, la magnitud de la masacre y las versiones oficiales intentaron dibujar una realidad muy distinta a la vivida en Tlatelolco. La prensa, controlada por el régimen, hizo su parte al minimizar los hechos, al presentar la masacre como un "incidente aislado" o como una reacción ante una "amenaza comunista". La lucha por la memoria histórica, la búsqueda de justicia para las víctimas y la exigencia de que se reconociera la verdad, son algunos de los ejes de la obra de Poniatowska.
En su crónica, Elena Poniatowska no solo documenta la masacre, sino que también reflexiona sobre el contexto que permitió que un hecho como este ocurriera. La noche de Tlatelolco se convierte en un grito de resistencia, un llamado a la memoria colectiva para no permitir que la historia sea borrada, ni que los responsables queden impunes. La obra también se centra en la necesidad de un cambio en las estructuras del poder, pues, como denuncia la autora a través de los testimonios, la represión no solo fue física, sino también simbólica, intentando callar las voces que pedían un México más justo y democrático.
La tragedia de Tlatelolco, entonces, es un símbolo de la lucha por la democracia, la justicia y la verdad. Un símbolo de los sacrificios de aquellos que murieron exigiendo lo que les pertenecía por derecho: un país libre de corrupción, represión y abuso de poder. La noche del 2 de octubre de 1968 no solo fue una masacre, fue el comienzo de un despertar colectivo que, a pesar del dolor, se convirtió en un motor para las luchas sociales futuras en México.
La noche de Tlatelolco no solo preserva la memoria de esa tragedia, sino que es un recordatorio de que, aunque el poder pueda silenciar una voz, jamás podrá apagar una demanda colectiva que busca justicia.
Un eco de injusticia en la historia mexicana
La masacre de Tlatelolco, ocurrida el 2 de octubre de 1968, es uno de los episodios más oscuros de la historia reciente de México. En pleno apogeo de las protestas estudiantiles previas a los Juegos Olímpicos, el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz respondió con una violencia desmesurada ante las demandas de libertad, democracia y justicia de los jóvenes. Las obras de Luis González de Alba, Sergio Aguayo y Carlos Olmedo, al abordar el contexto, los hechos y las consecuencias de la masacre, contribuyen a la preservación de la memoria histórica y a la reflexión sobre los costos de la represión en un país que luchaba por encontrar su identidad democrática. A través de testimonios e investigaciones, estos autores revelan cómo la masacre no fue solo un acto de violencia física, sino una herida profunda en el tejido social mexicano que, aún hoy, sigue demandando justicia.
La represión aumentó conforme las manifestaciones crecieron, culminando en la tragedia de Tlatelolco, donde miles de estudiantes fueron rodeados por el ejército y la policía. El número exacto de víctimas aún se desconoce.
Luis González de Alba, en Tlatelolco: las claves de la masacre, analiza los antecedentes y las claves políticas que llevaron al gobierno mexicano a reprimir con violencia a los manifestantes. En su texto, González de Alba sostiene que "la masacre fue la culminación de la negación sistemática de los derechos más elementales de la juventud mexicana", y enfatiza cómo el gobierno trató de ocultar los hechos mediante una narrativa oficial que minimizó el alcance de la masacre.
Sergio Aguayo, en 1968: El movimiento estudiantil y su represión, examina cómo el gobierno de Díaz Ordaz utilizó la violencia como herramienta para sofocar la disidencia. Aguayo destaca que "la represión no fue un hecho aislado, sino parte de una estrategia estatal que buscaba mantener el orden a toda costa, incluso a costa de la vida de los ciudadanos". Esta reflexión subraya el carácter sistemático de la violencia del Estado, que no solo buscaba controlar a los estudiantes, sino también mandar un mensaje claro de que cualquier forma de oposición sería aplastada.
La masacre de Tlatelolco no solo fue un acto de violencia física, sino un quiebre en la historia mexicana. Miles de jóvenes y ciudadanos de diferentes clases sociales y grupos políticos fueron testigos de una represión brutal, mientras que las autoridades intentaron silenciar la verdad y minimizar la magnitud de la tragedia. La obra de Carlos Olmedo, Historia mínima del movimiento estudiantil de 1968, se adentra en los testimonios de los sobrevivientes, lo que permite comprender el dolor y la pérdida que vivieron las víctimas. Olmedo señala que "la noche del 2 de octubre no solo destruyó vidas humanas, sino que también fracturó el sentido de pertenencia a una nación que había creído en su capacidad de autorregulación".
Los testimonios recogidos en estas obras revelan la desolación y desesperanza que se vivieron esa noche en la Plaza de las Tres Culturas. La confusión y el miedo se apoderaron de los estudiantes, que, a pesar de su valentía, se vieron impotentes frente a la maquinaria militar del Estado. La violencia, la falta de justicia y la ocultación de la verdad se convirtieron en características definitorias de la política mexicana de la época.
El legado de la masacre de Tlatelolco no se limita a los números y hechos históricos; es un dolor colectivo que persiste hasta hoy. La impunidad, el desinterés de las autoridades por esclarecer los hechos y la falta de reparación para las víctimas siguen siendo temas de discusión en la sociedad mexicana. A pesar de las décadas que han pasado, la memoria de los caídos sigue viva, como lo demuestran los trabajos de investigación de González de Alba, Aguayo y Olmedo. Como bien dice González de Alba, "el olvido de Tlatelolco es un daño profundo, no solo para las víctimas, sino para todos aquellos que aún tenemos esperanza en la justicia".
La Masacre de Tlatelolco es uno de los episodios más oscuros de la historia de México y su repercusión sigue vigente, no solo por la magnitud de la tragedia, sino por el silencio y la impunidad que ha acompañado a los responsables. Las obras de González de Alba, Aguayo y Olmedo son fundamentales para entender el contexto, los hechos y las consecuencias de aquella noche, y sobre todo, para preservar la memoria de los caídos, quienes, como afirman estos autores, no deben ser olvidados. La Masacre de Tlatelolco no solo representa un acto de violencia, sino un símbolo de la lucha por la justicia, la democracia y los derechos humanos en México.
La Masacre de Tlatelolco a través del cine
La Masacre de Tlatelolco, ocurrida el 2 de octubre de 1968, marcó no solo la historia política de México, sino también se convirtió en un tema recurrente en la cinematografía mexicana. Las películas y documentales que abordan este suceso reflejan no solo los momentos de violencia y represión, sino también las tensiones sociales, políticas y culturales de un México que vivió bajo un régimen autoritario. El cine, como medio de expresión artística y testimonio social, ha sido clave para preservar la memoria de los eventos ocurridos en la Plaza de las Tres Culturas y explorar las implicaciones emocionales, políticas y sociales de la tragedia.
Una de las películas más representativas sobre la masacre es Tlatelolco: Las claves de la masacre (2018), dirigida por Carlos Mendoza. Basada en el libro homónimo de Luis González de Alba, la película presenta una mirada compleja de los eventos del 2 de octubre, teniendo en cuenta tanto la perspectiva de los estudiantes como los intereses políticos del gobierno mexicano. La historia profundiza en los factores sociales y políticos que precedieron la masacre, destacando la represión sufrida por los jóvenes y la difícil lucha por la democracia. Como señala Mendoza: “La masacre de Tlatelolco no fue solo un acto de violencia, fue el producto de un sistema que consideraba que la vida de los jóvenes no valía nada ante el orden que querían imponer.”
Este enfoque subraya el papel de la violencia como herramienta de control, pero también pone de manifiesto la resistencia de los jóvenes que, a pesar de la opresión, se alzaron en demanda de justicia y democracia. La película de Mendoza, al igual que el libro de González de Alba, destaca cómo el gobierno mexicano utilizó la violencia para mantener un orden basado en la censura y represión, ignorando las demandas legítimas de los estudiantes.
Otra pieza clave es La noche de Tlatelolco (1973), dirigida por Carlos Velo y basada en el libro de Elena Poniatowska. Este filme se enfoca en los testimonios de los sobrevivientes y testigos de la masacre, capturando sus experiencias personales y sufrimiento. La película se convierte en un medio de resistencia contra el olvido, impuesto por el gobierno, que intentó silenciar las voces de los caídos. Como bien señala Poniatowska: "La tragedia de Tlatelolco no solo fue la muerte de muchos, sino también la muerte de la verdad". Este trabajo cinematográfico transmite la angustia de un pueblo que vivió la represión de forma directa.
El cine ha seguido interpretando los eventos de 1968, no solo como una masacre, sino como un reflejo de la lucha por los derechos fundamentales. Canoa, dirigida por Felipe Cazals en 1976, aunque no trata directamente de Tlatelolco, se inserta en el contexto de la represión política de esos años. Rojo amanecer, dirigida por Jorge Fons en 1989, recrea los momentos vividos por una familia común durante la masacre. Esta película presenta una visión más íntima de los eventos, enfocándose en cómo la violencia política afecta a las personas en su vida cotidiana. Rojo amanecer, al igual que las otras películas mencionadas, pone en primer plano la brutalidad del estado y el impacto emocional de los sobrevivientes, quienes cargaron con la memoria de esa noche de horror a lo largo de sus vidas.
Las películas y documentales sobre la masacre de Tlatelolco son una forma de resistencia cultural y política que han logrado preservar la memoria de uno de los episodios más trágicos de la historia reciente de México. Estas obras cinematográficas no solo documentan los hechos, sino que también permiten comprender las emociones y los traumas que generaron los eventos de 1968 en la sociedad mexicana. El cine, como testimonio visual y emocional, ha desempeñado un papel crucial en la reconstrucción de la memoria histórica, convirtiéndose en una herramienta imprescindible para que las nuevas generaciones no olviden las lecciones de ese oscuro capítulo y continúen luchando por la justicia y la verdad.