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Cultura criolla

Estaba por terminar el siglo XIX, 1871 para ser preciso, cuando el antropólogo inglés Edward B. Tyler, publicó Primitive Culture. En su primer capítulo se lee: “La cultura o civilización, tomada en su amplio sentido etnográfico, es todo aquel complejo que incluye el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, las costumbres y […]
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Estaba por terminar el siglo XIX, 1871 para ser preciso, cuando el antropólogo inglés Edward B. Tyler, publicó Primitive Culture. En su primer capítulo se lee: “La cultura o civilización, tomada en su amplio sentido etnográfico, es todo aquel complejo que incluye el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, las costumbres y cualesquiera otras capacidades y hábitos adquiridos por el hombre como miembro de la sociedad.”  

De allí viene aquello tan común entre sus colegas que afirman: Cultura es todo lo que el hombre hace.

Es bueno apuntar que el estadounidense Clifford Geertz, un siglo más tarde, en 1973, desde las páginas de su libro The Interpretation of Cultures, afirma: “El concepto de cultura que yo sostengo… es esencialmente semiótico. Creyendo, con Max Weber, que el hombre es un animal suspendido en redes de significación que él mismo ha tejido, considero que la cultura son esas redes.”

Luego de Geertz, este concepto ha seguido mutando. Por ejemplo, el francés Pierre Bourdieu considera que en realidad es un conjunto de prácticas y disposiciones que se generan y reproducen en contextos de poder y desigualdad.  Luego el indio Arjun Appadurai, a fines de siglo pasado propuso que ya no se puede pensar en culturas como entidades fijas o locales. Él habla de “flujos culturales”.

Las propuestas son de todo tenor, pienso que van enhebrándose una a la otra. Si nos paseamos por las distintas oleadas que nos han conformado podemos sacar nuestras propias conclusiones. Veamos el caso de los alimentos. Naranjas, limones y mandarinas llegaron a Europa desde el Extremo Oriente con los árabes. Maíz, papa, tomate y tabaco de América. El durazno, nativo de China y aclimatado en Irán. El algodón desde Egipto. ¿Dónde dejamos el café?  

Es el hombre, el ser humano –antes de que salten los correctos rabiosos a encausarme por sexista discriminador–, que siempre ha actuado como vehículo unificador del mundo. Siglos atrás a pie, sobre lomos de bestias, en naves primitivas o de velamen, en aviones y barcos, con todas aquellas herramientas que su propio ingenio fue desarrollando para acarrear consigo sus más preciadas pertenencias: las que cincelaron su entorno, creencias y sustento; aquellas que le hicieron lo que es. 

El negro esclavo perdió todo, pero en su cabeza venía el ritmo de los cantos que entonaban en sus natales Angola y Congo, de donde provenían la mayor parte de los llegados a Venezuela. También traían el recuerdo de sus tambores, los cuales replicaron apenas tuvieron la oportunidad. El español trajo el trigo y las cabras y los caballos y las reses y los cerdos.  Siglos más tarde llegaron los italianos con la pasta y el pasticho y la pizza. 

Igualmente recalaron portugueses, haitianos, colombianos, peruanos, argentinos, uruguayos, chilenos, franceses, alemanes. Todos vinieron a poner su capa de saberes y costumbres, fueron añadiendo sus toques a la venezolanidad.  Ya lo dijo José Ignacio Cabrujas: Nosotros somos los únicos ciudadanos universales que existen en el planeta Tierra.  

Todo esto estuvo aliñado por una fuente de riquezas que aparentaba ser inagotable, mientras nos arrullaba las maldiciones del caudillo y la del petróleo. La primera nos hizo arrogantes, altaneros, humillantes; la segunda nos convirtió en unos niños malcriados y pocos comprometidos con el esfuerzo. Nos acostumbramos al crédito oficial que bien podía quedarse sin pagar porque el Estado en algún momento lo condonaría. 

Crecimos sabiéndonos hijos de un país petrolero donde el combustible nos caía del cielo y nunca pagamos su costo real. Todo en aras de un supuesto reparto equitativo de la riqueza, generando una nación de parásitos e irresponsables. El compromiso para con los desposeídos se convirtió en la jaculatoria que todos, en la izquierda y en la derecha, entonaban con fervor medieval. El festín de Rolls Royce en alpargatas fue digna de Buñuel.

Así llegamos al ungimiento de un engendro como Hugo Chávez, a quien se entregaron con armas y bagajes todas las élites nacionales. Pocas voces se alzaron para advertir, y fueron calladas alevosamente. Las cúpulas le presumían una marioneta a la que moverían con las mañas acostumbradas. El tiro les salió por la culata. El prestigio, tal cual ocurre desde el siglo XVI, se reafirmó como una lucrativa e importante realidad.  Nunca, como en estos tiempos, burocracia y paternalismo han ido del brazo.

Y fue ese país, hijo de un aluvión cultural, el que comenzó a desmigajarse. El éxodo, anatema bíblico del que poco sabíamos, se hizo pan de cada día. Y nuestra cultura, todo lo que hemos aprendido, lo que hemos hecho, lo que somos, comenzó a dispersarse por el mundo. La universalidad nos ha llevado de regreso a todo el planeta. 

Mientras tanto, y así como si no quieres, la melancolía por el lar nativo, las humillaciones en los territorios que nos alojan como el pariente pobre que somos, el desarraigo que no se logra superar, van conformando un nuevo venezolano del que no sabemos qué esperar.  

 

© Alfredo Cedeño  

http://textosyfotos.blogspot.com/

alfredorcs@gmail.com

 

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