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Urnas para una traición: el juego sucio de la dictadura

El acto de votar es un derecho fundamental en una democracia, pero cuando este se convierte en una herramienta de legitimación para regímenes que han usurpado el poder se transforma en un mecanismo de complicidad. La Constitución de Venezuela, en su artículo 138, es clara: los actos de las autoridades usurpadoras son nulos y carecen […]
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El acto de votar es un derecho fundamental en una democracia, pero cuando este se convierte en una herramienta de legitimación para regímenes que han usurpado el poder se transforma en un mecanismo de complicidad. La Constitución de Venezuela, en su artículo 138, es clara: los actos de las autoridades usurpadoras son nulos y carecen de valor jurídico alguno. Entonces, ¿qué significa participar en un proceso electoral organizado por quienes han demostrado, sin lugar a duda, su voluntad de perpetuar el fraude? ¿Qué buscan aquellos líderes que llaman a votar en unas elecciones convocadas por los mismos que hace apenas unos meses robaron la voluntad popular? ¿Es ingenuidad, cobardía o complicidad?

El voto no es un simple trámite burocrático; es la máxima expresión de la soberanía popular, el acto mediante el cual el pueblo decide su destino. Ontológicamente, representa la esencia del contrato social, el fundamento del Estado de derecho. Axiológicamente, es un símbolo de libertad, justicia y dignidad. Participar en un proceso fraudulento no solo carece de sentido, sino que viola estos principios fundamentales. Votar en un sistema diseñado para asegurar la continuidad de los usurpadores equivale a convalidar su crimen.

El problema no radica únicamente en la ilegalidad de los actos de los usurpadores, sino en la destrucción de los valores sobre los cuales se cimienta una sociedad libre. Un régimen que roba elecciones no es un gobierno, es una estructura criminal que opera bajo la apariencia de institucionalidad. Quienes, sabiendo esto, insisten en llamar a votar, ¿qué buscan realmente? ¿Acaso creen que es posible derrotar a una maquinaria diseñada para perpetuar el poder de la élite gobernante? ¿O más bien son conscientes de la trampa y solo buscan mantener su cuota de poder dentro del sistema?

Aquí no se trata de un falso dilema entre votar o abstenerse; se trata de entender que participar en un proceso viciado desde su origen es otorgarle legitimidad a la farsa. La historia demuestra que regímenes autoritarios han utilizado elecciones como una herramienta para justificar su permanencia en el poder. No es nuevo, pero tampoco es excusable. La complicidad de aquellos que, con discursos vacíos, promueven la participación en estos fraudes debe ser señalada y condenada con la misma severidad con la que se juzga a los usurpadores mismos.

El artículo 138 no es un adorno legal; es una afirmación categórica de que un gobierno ilegítimo no puede generar actos válidos. Si sus actos son nulos, su convocatoria a elecciones también lo es. Quien vota en un proceso nulo, contribuye a darle una apariencia de legalidad al crimen. Si los usurpadores han demostrado que la voluntad popular no les interesa, ¿por qué habrían de respetarla ahora? La respuesta es evidente: no lo harán. Llamar a votar bajo estas condiciones es, en el mejor de los casos, un error histórico; en el peor, un acto deliberado de traición.

Hannah Arendt advertía en Los orígenes del totalitarismo que la principal herramienta de los regímenes autoritarios es la normalización del absurdo. Llamar a elecciones cuando la estructura de poder sigue intacta es un ejemplo perfecto de ese absurdo. ¿Cómo se puede hablar de elecciones libres cuando los mismos que robaron la elección anterior son los organizadores de la siguiente? Giorgio Agamben, en "Estado de excepción", analiza cómo los regímenes ilegítimos utilizan el derecho como una ficción para justificar su permanencia. La participación en estos procesos no es un ejercicio democrático, sino una prueba de cómo se manipula la legalidad para disfrazar el abuso de poder.

Las elecciones convocadas por Nicolás Maduro no son más que una farsa grotesca para perpetuar su dominio sobre Venezuela. En un país donde la represión es la norma, donde decenas de presos políticos languidecen en mazmorras por el "delito" de pensar diferente, y donde líderes y profesionales que defendieron las elecciones del 28 de julio están encarcelados, hablar de elecciones libres es una burla sangrienta.

Más indigno aún es dejar sola a una dama que lo ha dado todo por el rescate de la libertad. María Corina Machado se ha ganado con peso propio nuestra lealtad, y darle la espalda a Edmundo González Urrutia en estos momentos en los que luchan por la victoria es una traición imperdonable. ¿Dónde ha quedado el valor de los líderes políticos que se llaman de oposición? ¿Cómo pueden mirar al pueblo a los ojos mientras pactan con quienes lo han sumido en la desesperanza?

Cinco líderes políticos, en este preciso momento, están siendo brutalmente torturados en la residencia de la Embajada de Argentina, bajo la custodia de Brasil. Han sido privados de agua, luz y servicios esenciales. Están en la oscuridad, sometidos a un suplicio que recuerda las peores dictaduras del siglo XX. Y aun así, en medio de esta barbarie, el régimen convoca elecciones para salvaguardar su poder. ¿Qué clase de seres humanos pueden organizar comicios mientras sus opositores son despojados de toda dignidad? ¿Qué clase de estructura política acepta jugar bajo estas reglas, pretendiendo que hay democracia donde solo hay miedo y represión?

Espero que la sociedad venezolana y los militantes de base de esos partidos que avalan este circo les pasen la factura de su vida. Que ganen, si acaso, con los votos de sus familiares y allegados, pero que sepan que su victoria será pírrica, vacía, carente de legitimidad, escrita con sangre y sufrimiento.

No se puede ignorar la responsabilidad de ciertos sectores políticos que, con pleno conocimiento de la realidad, siguen apostando a la legitimación de estos fraudes. ¿Lo hacen por pragmatismo? ¿Por cálculo político? ¿O simplemente por desesperación ante su irrelevancia? La historia es implacable con los colaboracionistas. Jean-Paul Sartre, al analizar el colaboracionismo en la Francia ocupada por los nazis, sostenía que no hay neutralidad cuando se enfrenta a una dictadura: o se resiste o se es cómplice.

Los que hoy llaman a votar, ¿son verdaderos opositores o solo actores en el teatro de la dictadura? El dilema es claro: ¿se debe jugar en un tablero donde las reglas son dictadas por el tirano? La respuesta se encuentra en la coherencia, en la dignidad y en la memoria histórica. Participar en un fraude no es estrategia, es claudicación. La resistencia no se construye con ilusiones de cambio dentro de un sistema diseñado para no cambiar, sino con la determinación de enfrentar y desmontar el aparato de dominación. No hay ambigüedades posibles.

Entonces, para aquellos líderes que insisten en que votar es la única vía, la pregunta es simple: si ya robaron una vez y se salieron con la suya usando la fuerza bruta, ¿qué les hace pensar que esta vez será diferente? La opresión no se desmonta con ilusiones, ni la libertad se mendiga en urnas amañadas. Se gana con dignidad, con sacrificio, con el coraje de quienes prefieren la verdad a la comodidad de la resignación. Que cada voto forzado, que cada farsa legitimada, pese en la conciencia de quienes aún tienen alma. Que la historia no los absuelva, porque los pueblos recuerdan, y cuando despiertan, jamás perdonan.

 

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