El señor Donald Trump pareciera estar experimentando uno de esos dramas existencialistas que lo empujan a querer rendir los minutos como si fuesen horas, las horas transformarlas en días, y, ya veremos, estos en semanas y meses.
Lo cierto es que el nuevo inquilino de la Casa Blanca luce desbocado y apurado, todavía maldiciendo la desgracia de no haber sido reelecto en períodos consecutivos, como apasionadamente había deseado por allá en noviembre de 2020. Después de todo, ya raspa los 80 años, y el tiempo, inexorable, generalmente trae consigo ciertos imponderables. Uno nunca sabe. Mientras, Trump quiere dejar un legado de pronóstico reservado.
En los primeros días de su mandato, Trump ha mostrado algunas cartas de lo que uno imagina representan su visión respecto al reposicionamiento de Estados Unidos en la escena internacional. Y, en ese sentido, preocupa ver, con cada día que amanece, a un Donald Trump disparando en cualquier dirección, contra aliados y no aliados, sin que, objetivamente, nada de lo que dice y decide se parezca a una estrategia diligentemente diseñada que tome en cuenta, racionalmente, costos y beneficios.
Y es en medio de este prematuro estado de éxtasis del soberbio presidente, que el planeta sigue estupefacto y expectante ante la escalada de lo que muchos llaman despropósitos, expresados en una suerte de caprichosa “shopping list” que, ya sabemos, incluye, entre otros, comprar Groenlandia, recuperar el dominio sobre el canal de Panamá, hacer de Canadá el Estado número 51 de la Unión, cambiar el nombre del Golfo de México por Golfo de América, y ahora, otra atrevida propuesta, aprovechando la visita reciente de Benjamín Netanyahu a Washington, de tomar el control de la franja de Gaza. En este último caso, haciendo gala de su vena inmobiliaria, Donald anunció al mundo que convertiría a esa devastada tierra de nadie en la “Riviera de Oriente Próximo”.
Son tan delirantes los anuncios de Trump que ciertos analistas han querido darle un sentido racional, apoyándose en el argumento de que toda esta intempestiva y amenazante narrativa es parte de una táctica negociadora de planteamientos máximos para obtener lo que realmente desea. Algo de esto tuvo relativo éxito en el caso de sus amenazas arancelarias a México y Canadá que obligó a los gobiernos de estos dos países a reforzar sus políticas de resguardo fronterizo ante el reclamo de la administración estadounidense respecto a la amenaza de los flujos de migraciones ilegales y el negocio del tráfico de drogas de los carteles, en especial de fentanilo.
El irreverente espíritu patriotero de Trump, enmarcado en el mantra del MAGA, arremetiendo sin control ni debida evaluación y consideración contra cualquier cosa que se mueva, contrasta con los principios y valores básicos y tradicionales de la política exterior de los Estados Unidos, como potencia promotora y garante de la democracia, la defensa de los derechos humanos y las libertades fundamentales.
Trump no habla de armas ni de arsenales militares. Más bien utiliza como instrumento amenazante y de guerra, los aranceles, que se han constituido en la herramienta más efectiva de su pretendido y ambicioso dominio, y que habrá de desencadenar, entre otras inconveniencias, serios desajustes en la economía global.
Tal vez lo más preocupante de todo es que Donald Trump está contribuyendo, con apenas poco más de 3 semanas en el poder, a debilitar las propias bases de la alianza occidental democrática que ha venido resistiendo los embates del autoritarismo mundial, ya peligrosamente posicionado de la mano influyente y efectiva de las principales potencias del eje del mal (Rusia, Irán y China), empeñadas en socavar, definitivamente, el orden mundial liberal basado en normas y reglas internacionalmente pactadas.
El poco valor que Trump atribuye a las mínimas reglas de juego, tanto en el plano nacional como global, comienzan a sumar aceleradamente a la perversidad de la ley del más fuerte.
Por un lado, los coqueteos de Trump con Vladimir Putin, incluso desde su primer mandato, pasando por el tiempo muerto de la administración Biden, y la etapa pre y poselectoral, no son buenas noticias para la causa democrática mundial. El impredecible presidente, si bien no acabó con la guerra de Ucrania en un día, como exageradamente había dicho, ya ha establecido contacto con el presidente ruso, y ha anunciado que los equipos negociadores de ambos gobiernos pronto habrán de reunirse.
Es obvio que la promesa de Trump de interrumpir la ayuda financiera y militar a Volodímir Zelenski, y el nuevo acercamiento con Putin, abre las puertas a un arreglo en el que, seguramente, Ucrania perderá los territorios conquistados desde 2014 por el kremlin (la península de Crimea, incluyendo Sebastopol); así como, desde febrero de 2022, los espacios al este y al sur de las provincias de Donetsk y de Lugansk, sin mencionar el destino definitivo que habrán de tener las regiones de Jersón y Zaporiyia. Todo un arco territorial geoestratégico de gran peso, considerando además las proyecciones que estas posesiones implican respecto al Mar de Azov, al noreste de la península de Crimea, y su conexión con el Mar Negro por el estrecho de Kerch.
De concretarse un desenlace de ese tenor, un flaco favor le estaría haciendo Donald Trump a los principios básicos del derecho internacional, principalmente el respeto a la soberanía e integridad territorial de las naciones, y a las normas de convivencia pacífica entre estados.
Trump ha dicho que su administración apuesta por un mundo de paz y de más unión, una particular visión, que ya estamos observando, pareciera invitar a un nuevo esquema de relaciones globales lideradas por Estados Unidos, en el que la tolerancia a los regímenes autoritarios y de facto ocupará un lugar especial, como mal necesario, para la administración republicana.
No sólo el caso de Ucrania representa un ejemplo patente de la anterior afirmación. Hace poco, aprovechando una rueda de prensa conjunta con el primer ministro de Japón, Donald Trump anunció que no tendría ningún problema en normalizar las relaciones diplomáticas con el gobierno totalitario de Corea del Norte. Todos recuerdan el encuentro que sostuvo éste con el líder norcoreano durante su primera administración.
En un arrebato de igual significación, y en contraste con su política de máxima presión contra Irán en su primer mandato, Trump ha coqueteado con la idea de concretar un nuevo acuerdo nuclear con los ayatolas, acompañado de ciertas garantías y reducción de sanciones a Irán.
Más episodios del irreverente Trump están por venir. El mundo debe prepararse para atestiguar, tal vez en su máxima expresión, eso que los teóricos llaman la Realpolitik, muy acorde con las aproximaciones del flamante presidente, y bastante apartadas de las camisas de fuerza ideológicas y de premisas éticas y morales.
Después de todo, para Trump todo debe tener un sentido práctico. La política doméstica y las relaciones entre estados han de ser entendidas como un negocio, con ganancias palpables y expeditas. Ucrania y la Franja de Gaza están esperando. No hay tiempo que perder.
Javierjdiazaguilera61@gmail.com