En el crisol tumultuoso de la historia, donde los ecos de la traición se enredan con el rugido de un caos incesante, Stefan Zweig inicia su relato autobiográfico, El mundo de ayer, con la gravedad de un hombre que se siente el último de los testigos de una era desmoronada. Con el espíritu abatido de un apátrida, busca desentrañar la esencia de un tiempo en ruinas, un tiempo que se desmorona bajo el peso de sus propias contradicciones y desdichas. Así, entre las sombras de un mundo que se derrumba, Zweig traza con la delicadeza de un orfebre la memoria de un pasado que, al igual que el suyo, parece desvanecerse en la niebla de la desesperanza. En las primeras líneas del prefacio de su obra revela con inusual honestidad y profundidad el dilema del escritor que se enfrenta a una época turbulenta. En su reflexión, Zweig no se erige como protagonista de su propia historia, sino que se convierte en un mero vehículo para relatar el drama colectivo de su generación. Su disposición a colocarse a sí mismo en un segundo plano subraya un acto de humildad y desinterés notable, y refuerza el propósito de su narración: no contar su vida, sino interpretar el destino de toda una era convulsionada.
El apátrida y la verdad
Zweig describe cómo, a lo largo de su vida, ha sido despojado de todo lo que una vez conoció: "Tres veces me han arrebatado la casa y la existencia, me han separado de mi vida anterior y de mi pasado, y con dramática vehemencia me han arrojado al vacío, en ese «no sé adónde ir» que ya me resulta tan familiar." Un paria como hoy lo son más de ocho millones de compatriotas venezolanos. Esta experiencia de pérdida y desplazamiento repetido se convierte en un marco para su análisis de una época marcada por el caos. La reiterada expulsión de su vida anterior lo lleva a la condición de apátrida, una figura que, en la aparente pérdida de pertenencia, encuentra una libertad única y radical. Su desposesión, lejos de ser una simple calamidad, se transforma en un punto de vista privilegiado para examinar la historia con la mayor imparcialidad posible. "Es precisamente el apátrida -enfatiza- el que se convierte en un hombre libre, libre en un sentido nuevo; sólo aquel que a nada está ligado, a nada debe reverencia". Al describirse a sí mismo como un "apátrida", Zweig no solo refleja su propia alienación personal sino que también alude a una condición más universal: la de una generación que, a través de las convulsiones históricas, ha sido desarraigada y forzada a enfrentarse a su propia identidad en un contexto de constante cambio. Su renuncia a las raíces, dice, es también una forma de liberación, una oportunidad para ofrecer una visión más despojada y honesta de los acontecimientos que definen su época.
La sinceridad y la imparcialidad que Zweig se propone como objetivos en su narración son también un testimonio de la búsqueda de verdad en medio del caos. En este sentido, Zweig se alinea con los grandes escritores que, al despojarse de sus propias identidades y preferencias, buscan ofrecer un relato más puro y objetivo de la experiencia humana. La historia se convierte en un escenario donde la autenticidad se convierte en el valor supremo, y el autor, al renunciar a su protagonismo, aspira a ser un cronista fiel de la era que le tocó vivir. Me aprovecho de esa fidelidad de Zweig con la realidad para parafrasear su historia sobre un caso poco conocido pese haber sido motivo de una polémica obra de teatro A patriot for me (1965) del dramaturgo británico Jhon Osborne y de una exitosa película dramática El coronel Redl (1985) del reconocido director húngaro István Szavó.
El misterio del coronel Redl
Con su habitual agudeza, Zweig inicia su breve crónica apuntando que reconstruir una época a través de sus hechos es mucho más sencillo que captar su verdadera esencia. La atmósfera espiritual que se desliza entre los dedos como la niebla de un amanecer no queda fijada en los libros de historia, sino en los matices íntimos de las vivencias personales. En aquel entonces, era un joven que no creía en la guerra, una de esas ilusiones inocentes que se desvanecen con el primer roce de la realidad. Sin embargo, recuerda que se vio atrapado en una especie de vigilia inquieta, soñando despierto con la visión de lo que el destino le tenía reservado.
Era una visión que giraba en torno a un enigma que parecía extraído de una novela de espionaje. Hablamos del “Asunto Redl”, un episodio tan sombrío y oculto que en las crónicas oficiales apenas pudiera ocupar unas pocas líneas. El coronel Redl, cuya historia parece tejida con hilos de un suspenso inverosímil, apareció en su vida de manera fugaz, pero no menos significativa. Vivía a una calle de distancia, en un barrio de Viena donde la gente se conocía más por los chismes que por los nombres. Se lo presentó un amigo, el fiscal T., en un café que parecía sacado de una pintura de épocas olvidadas, donde Redl, un hombre de apariencia bonachona y cara redonda, se entregaba al vicio de sus cigarros puros, ajeno a los dramas que se desarrollaban en el crepúsculo de la historia.
Con el tiempo, entendió que estábamos rodeados de una cortina de misterio, tejida con los secretos de los días más comunes. Redl, el hombre de confianza del heredero del trono del Imperio Austro-húngaro, se había convertido en el director del servicio secreto del ejército, una responsabilidad que, como se reveló más tarde, era mucho más que un simple trabajo. En 1912, durante la crisis de la Guerra de los Balcanes, sucedió algo impensable: "El secreto más importante del ejército austríaco, ‘el plan de operaciones’, había sido vendido a Rusia". En caso de una guerra real, los rusos habrían tenido a su disposición todos los movimientos tácticos de la ofensiva austríaca, como una receta predecible para el desastre.
La noticia de esta traición desató un pánico sin parangón en los altos mandos del ejército. Redl, en su papel de experto, fue encargado de desenmarañar la red de traición que se había tejido entre los oficiales de mayor graduación. Mientras tanto, el Ministerio de Asuntos Exteriores, atrapado en sus propias intrigas y envidias, decidió investigar el caso por su cuenta, desafiando la autoridad militar y ordenando a la policía que abriera todas las cartas del extranjero, sin respetar el secreto postal. Este acto, que a primera vista podría parecer una medida de seguridad, era en realidad una muestra del antagonismo y la desconfianza que impregnaban la vida administrativa.
Así, entre el humo de los cigarros y las cartas interceptadas, se revelaba el verdadero rostro de un tiempo en el que las apariencias eran siempre engañosas. En cada rincón de aquella época, en cada encuentro casual y en cada decisión secreta, se ocultaba la atmósfera espiritual que ni los documentos ni los relatos oficiales podían capturar.
El enigma del billete y la desaparición
Un buen día, en la penumbra de la oficina de correos de un rincón de Viena, un enigma llegó en forma de una carta. Procedente de la estación fronteriza rusa de Podwoloczyska y destinada a la enigmática dirección cifrada de Opernball, el sobre parecía no contener más que el vacío del misterio. Al ser abierta, la carta reveló seis o siete billetes de mil coronas austríacas, una fortuna en tiempos de incertidumbre. El hallazgo, tan sospechoso como inesperado, fue inmediatamente enviado a la jefatura de policía, que, en un alarde de eficiencia administrativa, dispuso el despliegue de un detective para capturar a la persona que reclamara el contenido de tan enigmática correspondencia.
Así, la tragedia, como si hubiera sido escrita por el destino con tinta de ironía, adoptó un cariz típicamente vienés. A las doce del mediodía, un hombre se presentó en la estafeta, pidiendo la carta bajo el nombre de Opernball. El funcionario de correos, siguiendo el protocolo establecido, hizo la señal convenida al detective, quien, en un acto de desdén por el deber, "había salido a tomar un aperitivo y, cuando regresó, sólo pudo comprobar que el desconocido había subido a un coche de punto y se había marchado en dirección desconocida." Había desaparecido en la bruma de una Viena enérgica y elocuente, tras subir a un elegante coche de punto, esos carruajes de dos caballos que eran la envidia de los transeúntes y la elegancia misma.
En el escenario de la comedia vienesa, los coches de punto eran el epítome del estatus social, y sus conductores, esos hombres de semblante severo, no se dignaban a limpiar los vehículos con sus propias manos. Cada parada contaba con un «aguador», cuya tarea era alimentar a los caballos y mantener en buen estado los arreos. El aguador de la estafeta de correos, con la astucia de un observador, había anotado el número del coche y, tras un cuarto de hora, las comisarías de policía ya estaban al tanto de la situación. El coche fue encontrado, y el cochero proporcionó la descripción del pasajero que había llevado al café Kaiserhof, ese lugar frecuentado por las figuras más sombrías y extravagantes de la sociedad.
Por una feliz coincidencia, la navaja de bolsillo con la que el desconocido había abierto el sobre fue hallada en el carruaje. Los policías, en su búsqueda febril, se dirigieron rápidamente al café Kaiserhof. Sin embargo, el hombre descrito había desaparecido nuevamente, pero el personal del café, con la naturalidad de quienes conocen bien los caprichos de sus clientes, confirmó que el sujeto en cuestión era el coronel Redl, un habitué del lugar, y que había regresado al hotel Klomser.
El detective, al recibir la noticia, se quedó estupefacto. El misterio, envuelto en las capas de la comedia vienesa, había sido resuelto. En el torbellino de los acontecimientos, el coronel Redl había demostrado una vez más que la realidad, con toda su carga de ironía y absurdo, no necesitaba de mayores elaboraciones para revelar sus secretos.
Traición, chantaje y la sombra de la guerra
El coronel Redl, la figura que en la opaca penumbra de la guerra guiaba el servicio de espionaje del ejército austríaco, ocultaba un secreto tan oscuro como el propio destino que había sellado. "El coronel Redl, jefe supremo del servicio de espionaje del ejército austríaco, era al mismo tiempo un espía pagado por el Estado mayor ruso." El hecho de que Redl no solo había vendido secretos cruciales, sino que había entregado el plan de operaciones en su totalidad, había sido un golpe devastador para la seguridad del imperio. Ahora, la razón detrás de la inexplicable captura y condena de todos los espías austríacos enviados a Rusia se hacía dolorosamente clara.
Cuando la noticia se filtró, desató una frenética actividad telefónica que se extendió por horas hasta que, finalmente, se logró contactar con Franz Conrad von Hótzendorf, el imponente jefe del estado mayor austríaco. Testigos de aquella escena narran que, al escuchar el desolador informe, el rostro de Hótzendorf se volvió tan pálido como la cera. En los corredores del palacio imperial, el teléfono sonaba sin cesar, y las consultas se sucedían una tras otra en busca de una solución. ¿Qué hacer ante una traición de tal magnitud?
Mientras tanto, la policía había tomado precauciones para asegurar que el coronel Redl no pudiera escapar. En el momento en que Redl se disponía a abandonar el hotel Klomser, un detective se le acercó con la discreción de un felino y le mostró una navaja con una expresión que mezclaba cortesía y determinación. "¿Por casualidad el coronel ha olvidado esta navaja en el coche?" preguntó, y en ese momento, Redl comprendió la gravedad de su situación. "En aquel mismo instante el coronel Redl supo que estaba perdido." Mirara donde mirara, sus ojos encontraban los rostros inconfundibles de los agentes de la policía secreta, cada uno con una mirada que lo desnudaba de cualquier ilusión de escape.
Cuando Redl volvió a su habitación en el hotel, dos agentes lo siguieron hasta allí y le dejaron un revólver, en un gesto que no necesitaba palabras para ser comprendido. En el palacio imperial se había decidido que la forma más adecuada de zanjar el asunto era una resolución discreta, que no dejara huella del escándalo que estaba por desatarse. Los agentes patrullaron el pasillo hasta las dos de la madrugada, cuando, al fin, el silencio fue roto por un disparo.
El siguiente amanecer trajo consigo una breve nota necrológica en los periódicos de la noche, que honraba al coronel Redl como un benemérito fallecido de repente. Sin embargo, el secreto no permaneció oculto por mucho tiempo. A medida que los detalles comenzaron a filtrarse, se descubrió que Redl había sido víctima de chantajistas debido a sus inclinaciones homosexuales, un aspecto de su vida que permaneció oculto para sus superiores y compañeros. Los chantajes, finalmente, lo habían llevado a una escapatoria desesperada y trágica.
El ejército austriaco se estremeció al comprender la magnitud del peligro que había acechado desde las sombras. La revelación de que una sola persona había podido poner en riesgo centenares de miles de vidas y llevar a la monarquía al borde del precipicio provocó un escalofrío colectivo. Fue en esos momentos cuando Zweig comprendíó, por primera vez, el sabor del miedo, ese miedo que se desliza en la piel y sella con una certeza sombría la proximidad del desastre. La guerra, como una sombra interminable, había estado más cerca de lo que nadie se había atrevido a imaginar.
"El camino que se abría ante mí, a la edad de treinta y dos años, era claro y llano -rememora Zweig-; en aquel radiante verano el mundo se me ofrecía bello y lleno de sentido como una fruta exquisita. Y yo lo amaba por su presente y por su futuro, aún más esplendoroso. Entonces, el 28 de junio de 1914, sonó aquel disparo en Sarajevo que, en cuestión de segundos, troceó, como si de un cántaro se tratara, el mundo de seguridad y de cordura en el que nos habían criado y educado y que habíamos adoptado como patria".