A mediados del siglo XX ya había tenido lugar la creación y el colapso de la Sociedad de Naciones –o la Liga de Naciones nacida del Tratado de Versalles en julio de 1919–, el auge y caída del fascismo y del nazismo en Europa –dejando a salvo el caso de la España con pretensiones autárquicas gobernada por el general Franco–, tanto como la II Guerra Mundial y la consolidación de la Rusia Soviética, sin que todavía pudiere descartarse la eventualidad de una tercera conflagración de alcance global. En 1945 tendrá lugar la firma del documento fundacional de la Organización de las Naciones Unidas –la mayor entidad internacional proyectada para la discusión de temas comunes de los países comprometidos en mantener la paz y la seguridad, además de otros empeños relativos al progreso social y al respeto de los derechos humanos–.
La Unión Soviética se afianzó bajo una forma no democrática del socialismo real –tal como suele calificársele–, dando lugar a un régimen férreo de planificación centralizada y muy burocrático, cuyo desvanecimiento económico había sido de alguna manera advertido en diversos análisis a cargo de reputados observadores y estudiosos –entre marzo de 1990 y diciembre de 1991, se producirá la desintegración del gobierno central y de sus estructuras políticas federales, culminando en la independencia de las quince repúblicas hasta entonces asediadas por el comunismo–.
Los socialistas occidentales afirmaron desde aquellos tiempos iniciales de la Unión Soviética, que el régimen ruso no era lo que ellos proponían como alternativa política para sus respectivos países –esta postura se sostuvo y fortaleció más allá de los confines de la guerra fría–. El fracaso del socialismo real –la Unión Soviética, como queda dicho–, no dio sin embargo al traste con el pensamiento de izquierda democrática –en tal sentido erró Fukuyama al conceptuar el derrumbe como el “fin de la historia”–. Una izquierda socialdemócrata con la que bien puede no estarse de acuerdo, pero que ciertamente nunca cayó en el chantaje de abstenerse de cualquier género de crítica, para no ser calificada de traidora a la causa del proletariado. De esta manera, continuaron dándose las formas alternativas al autoritarismo primitivo de las tendencias extremas nombradas “comunistas o marxistas-leninistas”.
Bertrand Russell en la reedición de su ensayo sobre los caminos de la libertad –el socialismo, el anarquismo y el sindicalismo–, ya desde 1948 advertía que “…el mundo de hoy es de escasez, y es probable que siga siéndolo durante mucho tiempo…” –una afirmación sin duda premonitoria, como demuestran los hechos–. Más adelante añade: “…Sigue siendo de primera importancia el evitar la guerra, si eso es posible. Lo mismo ocurre con el combinar la libertad con la justicia económica, en la medida en que esto puede conseguirse. Es evidente que habría que sacrificar cierto grado de libertad en beneficio de la justicia, y cierto grado de justicia en beneficio de la libertad…”. Un problema que el mismo Russell concibe como más difícil de abordar en la exigüidad que en la abundancia de recursos disponibles. A fin de cuentas, Russell –en su testimonio autobiográfico– se considera liberal doctrinario, también socialista aunque igualmente escéptico de tales formas de pensamiento y acción política, en la medida en que nunca fue ninguna de esas cosas en sentido profundo.
En Naciones Unidas, figuran como miembros activos un número de países afectos a un autoritarismo reiterativo, tanto de derechas como de izquierdas. Queda claro que los extremos ideológicos no resuelven los problemas fundamentales de las sociedades humanas –la moderación que de suyo suele resultar del centro ideológico, sin duda plantea mejores posibilidades–. En las últimas décadas, el socialismo huérfano de justificaciones suficientes a sus continuados dislates, ha venido apelando a sus pretendidos vínculos emotivos con temas como el cambio climático, las cuestiones de género, el pensamiento wok y otros asuntos que se divulgan como propuestas reivindicadoras de derechos de los menos favorecidos. Con todo ello, no han podido resolver los problemas planteados rutinariamente en el orden económico, social ni cultural de las grandes mayorías. Por su parte, la derecha insiste en hacer valer sus convicciones y, ciertamente, gracias a la economía de mercado, la garantía y robustecimiento del derecho de propiedad y la libertad de elegir, sigue alcanzando niveles sustanciales de crecimiento económico e innovación, aunque no termina de resolver el fondo de la pobreza. Quede claro que para nosotros el capitalismo –con sus necesarios ajustes– es indudablemente el mejor sistema económico posible.
En nuestro siglo XXI ya no estamos enteramente ante un debate ideológico que pueda favorecer tendencias políticas o económicas, antes bien, enfrentamos algo mucho más trascendente y complejo: preservar los valores de la democracia –el peor de todos los sistemas de gobierno, con la excepción de todos los demás, como diría Churchill–, de la familia como núcleo primario de la sociedad, de los derechos fundamentales del hombre y del ciudadano, de la salud en general –las epidemias, el agua potable y los desechos sólidos–, tanto como la dignidad de la persona humana, sea cual fuere su condición social. Como colofón de todas estas reflexiones y para coadyuvar a la comprensión de nuestro desafío, vale la pena recordar la aguda frase de Somerset Maugham: “…Si una nación valora algo más que la libertad, perderá su libertad, y lo irónico es que si lo que valora más es la comodidad o el dinero, también los perderá…”.