31 de marzo de 1964, Brasil despertó con el peso de una sombra que se cernía sobre su futuro, una sombra que no era más que el golpe de Estado que cambiaría su destino. Como un gigante que, sin previo aviso, se veía arrastrado por los vientos helados de la Guerra Fría, ese Brasil que parecía tan ajeno a los huracanes políticos que atravesaban América Latina, se vio de repente sumido en la tormenta. Fue un día cualquiera, sí, pero también el día en que el futuro dejó de ser una promesa y se convirtió en una condena.

Lo que siguió a esa mañana fue el temblor de los movimientos militares que, como serpientes deslizándose en la oscuridad, se unieron con precisión para derrocar a João Goulart, el presidente que había prometido un Brasil diferente, y abrir paso a una dictadura feroz, implacable, que no solo se aferraría al poder durante más de dos décadas, sino que transformaría al país en una cárcel de silencio.

Brasil entraba en un túnel oscuro, el túnel de la represión, y no era un túnel cualquiera, sino uno que se levantaba como un muro con el pretexto de detener al comunismo, pero en el que la libertad se desvanecía y la vida política quedaba bajo llave.

En 1964: O golpe militar no Brasil, Carlos Fico no deja lugar a dudas: el golpe no fue solo la interrupción de un proceso democrático, sino el comienzo de una nueva etapa autoritaria, cuyas raíces se encuentran tanto en los sectores conservadores internos como en la intervención externa. "El golpe de 1964", afirma Fico con rotundidad, "fue un momento de ruptura histórica, que marcó la transformación de un régimen democrático en una dictadura militar, impulsada por la voluntad de sectores conservadores y por la intervención externa." Un golpe, por tanto, no solo nacido de las luchas internas de Brasil, sino también alimentado por el clima tenso y polarizado de la Guerra Fría. La inestabilidad política y social de Brasil sirvió como el caldo de cultivo perfecto para una intervención extranjera, principalmente de Estados Unidos, que temía que el país cayera bajo la influencia del comunismo. La historia de Brasil no solo estuvo marcada por las tensiones internas, sino también por las poderosas dinámicas internacionales que, como una sombra constante, tejieron el destino del golpe. Como tantas veces ha ocurrido, la historia no se escribe solo desde dentro, sino que también se decide desde fuera. Y en este caso, la intervención de las grandes potencias fue tan determinante como la voluntad de las élites brasileñas, que, con el respaldo de la fuerza militar, sellaron el destino del país en aquel fatídico 1964.

Entre la inestabilidad interna y la intervención externa

El Brasil de 1964 era un país al borde del abismo, sumido en una crisis política y social que parecía imposible de resolver. Un país partido en dos, con una creciente polarización ideológica que calaba hondo en sus entrañas. Un Brasil donde las élites tradicionales se sentían amenazadas por las demandas de las clases populares, donde la inestabilidad económica se sumaba a las tensiones internacionales, creando el caldo de cultivo perfecto para la desestabilización. La desconfianza lo empapaba todo, y el golpe de Estado, aunque aún no se había materializado, estaba ya en el aire, flotando como una amenaza latente. Lo sucedido no era algo inesperado; se venía anunciando desde hacía tiempo, en pequeñas manifestaciones ostensibles, en el creciente descontento, en los rumores, en las maniobras a puertas cerradas. La salida de fuerza se presentaba como la solución más fácil, el camino más corto para sofocar el avance de las luchas populares y frenar lo que muchos consideraban una amenaza inminente.

João Goulart había asumido la presidencia en 1961, un hombre elegido en circunstancias difíciles, tras la sorpresiva renuncia de Jânio Quadros. Su gobierno, en un principio, fue visto por muchos como una solución provisional, un paréntesis en la historia del país, un respiro momentáneo que parecía haber sido respaldado por las masas. Con una orientación progresista y vínculos estrechos con los sindicatos y los movimientos laborales, Goulart se lanzó a la tarea de implementar reformas largamente esperadas, como la reforma agraria y la nacionalización de industrias clave. Sin embargo, esas reformas, que para muchos eran un signo de justicia social y equidad, no fueron bien recibidas por las élites brasileñas. De hecho, fueron recibidas con un rechazo feroz por parte de las grandes corporaciones, del ejército, y de la iglesia, siempre dispuesta a alinear sus intereses con los de los poderosos. Para esos sectores, Goulart se convirtió en una amenaza: no solo a su estatus quo, sino a su propia existencia como clase dominante. El país, en su contradicción permanente, se encontraba entonces atrapado entre el anhelo de un futuro más justo y el miedo a lo que ese futuro podría significar para aquellos que habían controlado Brasil durante tanto tiempo.

El gobierno de João Goulart, desde su llegada al poder, se vio atrapado en una red de inestabilidad que parecía cerrar cada vez más sobre él, una inestabilidad que no solo era producto de las luchas internas de Brasil, sino que se veía reflejada en el panorama global de la Guerra Fría. En Brasil, como en muchos otros rincones de América Latina, la lucha ideológica entre el capitalismo y el comunismo se había convertido en una cuestión de vida o muerte, y Goulart, con sus reformas progresistas y su cercanía a los movimientos populares, fue percibido por muchos como una figura de izquierda peligrosa, una amenaza directa no solo para las élites brasileñas, sino también para los intereses internacionales, sobre todo los de Estados Unidos.

La Guerra Fría, ese enfrentamiento global que marcó el siglo XX, jugó un papel decisivo en la política brasileña. Estados Unidos, bajo la administración de Lyndon B. Johnson, veía en Goulart y en sus políticas un potencial para que Brasil cayera en la órbita del comunismo, algo que, en un contexto ya tenso con Cuba y en medio del avance de las ideologías de izquierda en América Latina, resultaba intolerable para Washington. A pesar de que Goulart no era comunista, su política de apertura hacia los movimientos populares y sus reformas estructurales, que tocaban las bases mismas del poder económico y social, fueron vistas con desconfianza en la Casa Blanca.

Elio Gaspari, en su obra "1964: O golpe de Estado", describe cómo esta preocupación por el avance del comunismo fue lo que impulsó a Estados Unidos a intervenir en los asuntos internos de Brasil, apoyando abiertamente el golpe de Estado. A través de la llamada "Operación Brother Sam", Estados Unidos no solo mostró su apoyo diplomático a los golpistas, sino que también proporcionó recursos materiales y financieros para desestabilizar el gobierno de Goulart. Mientras las tensiones crecían en Brasil, la intervención estadounidense no hizo más que aumentar la polarización interna, debilitando aún más al presidente, quien ya se encontraba enfrentando dificultades políticas y sociales. En un movimiento característico de la Guerra Fría, el gobierno estadounidense reconoció el golpe casi de inmediato, viéndolo como una acción preventiva ante lo que consideraban una amenaza comunista para todo el hemisferio. Sin saberlo, o tal vez sabiéndolo demasiado bien, Estados Unidos estaba contribuyendo a la creación de un régimen que, bajo el pretexto de frenar el avance de la izquierda, reprimiría a su propio pueblo durante las siguientes dos décadas.

La conspiración silenciosa y el camino hacia la dictadura

Para muchos, el golpe de 1964 no fue una sorpresa. La conspiración, como sucede siempre en estos casos, se fue tejiendo en las sombras, lenta pero de forma constante, hasta que alcanzó la masa crítica. Desde 1963, las fuerzas militares y los sectores conservadores empezaron a preparar el terreno, agitando el fantasma del comunismo como quien agita una bandera en una tormenta, con la esperanza de que eso bastara para sembrar el miedo y la desconfianza. La estrategia fue clara: dividir y sembrar el pánico, convencer a la opinión pública de que Goulart representaba una amenaza no solo para el país, sino para el continente entero.

A principios de 1964, la presión sobre el presidente brasileño ya era insoportable. Los militares, cada vez más desconfiados de su gobierno, comenzaban a moverse con sigilo, y en las calles la tensión era palpable. Manifestaciones a favor y en contra de Goulart llenaban las plazas y avenidas, creando una atmósfera de incertidumbre y miedo. La situación parecía insostenible; la polarización estaba en su punto máximo y la estabilidad política se desmoronaba como un castillo de naipes. La inestabilidad, como una ola invisible, empujaba al país hacia la opción trágica del militarismo, hacia el momento en que la democracia, tan frágil, sucumbiría ante el peso de la fuerza.

En ese contexto, el gobierno de Goulart intentó, en vano, aferrarse al poder. Convocó a una reforma constitucional que le permitiría tomar medidas más radicales, con la esperanza de salvar lo que quedaba de su mandato. Pero la reacción no se hizo esperar: los opositores, tanto dentro como fuera de las instituciones, respondieron con firmeza. El 19 de marzo de 1964, el Congreso Nacional aprobó una resolución pidiendo su destitución, y entonces, como si el destino ya estuviera sellado, los militares comenzaron a movilizarse con decisión. El golpe que se había estado fraguando en la oscuridad de los pasillos del poder ya no podía ser detenido. Lo inevitable se hacía realidad, y Brasil, con su democracia al borde del colapso, se adentraba en una nueva etapa de su historia: la etapa del silencio impuesto, de la represión, y de la dictadura militar.

El último suspiro de Goulart

La madrugada del 31 de marzo se levantó con un aire pesado, cargado de noticias inquietantes que parecían presagiar lo que ya estaba en marcha. En el norte del país, las tropas militares comenzaron a moverse, desplazándose con una precisión casi mecánica hacia el sur, como si todo fuera parte de un plan meticulosamente diseñado. Su objetivo era claro: tomar el control de las principales ciudades, desmantelar cualquier resistencia y despojar al gobierno de Goulart de su último vestigio de poder.

En Río de Janeiro, la capital, la tensión se palpaba como un peso sobre el pecho. Las calles, normalmente bulliciosas y llenas de vida, ahora parecían estar impregnadas de un silencio inquietante. Algo se quebraba en el aire, algo que indicaba que ya no había vuelta atrás. Los rumores, las llamadas a la acción, las promesas de resistencia se extendían por la ciudad como un virus invisible, pero nada podía ocultar el hecho de que la incertidumbre se había instalado en cada rincón, en cada esquina. El gobierno de Goulart, como un animal herido, intentó movilizar las fuerzas leales, pero la desconfianza en su liderazgo ya había calado tan hondo en el ejército y en muchas de las fuerzas de seguridad que esas lealtades se mostraban vacías, frágiles, casi inexistentes.

En las horas previas al golpe, todo parecía inevitable, como un destino que no se puede evitar, una marea que ya ha comenzado a arrastrarlo todo. La idea de que Goulart podría salvar su presidencia se desvanecía en el aire cargado de electricidad, mientras las tropas avanzaban, cada vez más cerca, y el país se deslizaba hacia la historia que se escribiría con sangre.

Y cómo suele suceder en la historia de los hombres, como diría el presidente Luis Herrera Campins: "los militares son leales hasta que dejan de serlo". Y en ese día crucial, en el que las horas se volvían densas, João Goulart convocó a sus principales asesores para tomar una decisión. La tensión en la habitación era palpable, un aire de desesperación flotaba entre los rostros marcados por la fatiga y la incertidumbre. Pero, como era de esperar, la lealtad de los militares, esa constante que tantas veces había respaldado al presidente, ya había comenzado a resquebrajarse. Algunos de sus generales más cercanos, aquellos que antes le habían prometido apoyo, ya se habían alineado con los golpistas, mientras que otros, como el comandante del Ejército, el general Humberto de Alencar Castelo Branco, se mantenían en silencio, como sombras al acecho, esperando el momento adecuado para actuar.

Goulart, acorralado en su propio territorio, con la sensación de que el país se deslizaba entre sus dedos, intentó buscar apoyo donde podía: en los movimientos sindicales, en las fuerzas políticas progresistas, en aquellos que aún creían en su gobierno. Pero todo fue en vano. El respaldo que alguna vez había tenido ya no era suficiente para contrarrestar la marea militar que avanzaba con determinación.

Las horas pasaban, implacables. El golpe, como una fuerza arrasadora, se consolidaba a medida que las fuerzas militares tomaban el control de las principales ciudades. Primero fue Minas Gerais, luego Río de Janeiro y São Paulo. Cada conquista de las tropas golpistas era una lápida más en la tumba de un gobierno que, por mucho que intentara resistir, ya había sido sentenciado. Goulart, ya completamente aislado, comprendió lo que muchos antes que él habían comprendido: la resistencia ya no era una opción. Era inútil. A las 17:00 horas, se despidió de la capital, de su gobierno, de su sueño, y partió hacia Porto Alegre, en el sur del país, con la esperanza de reorganizar una resistencia que ya estaba destinada al fracaso. La derrota, esa que siempre parece llegar con la misma cara, se había vuelto irreversible. Y Brasil, su historia, y su destino se deslizaban hacia la oscuridad con la misma indiferencia con la que el tiempo avanza.

El exilio de Goulart y el nacimiento de la dictadura

A las 20:00 horas, João Goulart cruzaba la frontera, dejando atrás un Brasil que ya no reconocería, un país que ya no era el suyo. A lo lejos, la sombra de la dictadura se alzaba con la certeza de que el golpe había triunfado. Goulart, exiliado en Uruguay, luego se refugió en Buenos Aires, pero su partida no solo marcaba el fin de su mandato, sino también el principio de un nuevo régimen que, aunque revestido de legalidad, nacía bajo los auspicios de la fuerza y la represión. Ya no había nada que hacer, el golpe estaba consumado, y con ello Brasil emprendía un camino cuyo final estaba mucho más allá de la fatídica noche del 31 de marzo.

Mientras tanto, en Brasil, los militares proclamaban con solemne indiferencia el fin del gobierno de Goulart y el inicio de una nueva etapa bajo su estricto control. El general Castelo Branco, el cerebro detrás de la operación, asumió la presidencia como resultado de la manipulada victoria de los golpistas. No era una victoria limpia, ni un cambio de poder legítimo; era una toma violenta, un golpe a la democracia que desterraba la esperanza de un futuro menos desigual y menos opresivo. En las semanas que siguieron, y como si fuera el guion de una obra ya escrita, el régimen militar comenzó a consolidarse con una represión feroz. Las leyes democráticas fueron rápidamente derogadas, las libertades civiles suspendidas, y los opositores, aquellos que aún se atrevían a alzar la voz, fueron perseguidos con la brutalidad que caracteriza a los regímenes autoritarios.

Lo que los golpistas habían prometido como una "revolución" para restaurar el orden y frenar el caos en Brasil, pronto se transformó en lo opuesto. La promesa de libertad y justicia se desvaneció, reemplazada por un sistema represivo que se aferró al poder como un parásito, alimentándose de la sumisión y la indefensión. Brasil, esa nación vibrante de contrastes y contradicciones, se sumergió en un túnel oscuro, del que no vería salida durante más de dos décadas.

La mentira de la "democracia" militar en Brasil

Proclamado el nuevo régimen de los gorilas militares, como se les llamó con desprecio en los primeros días, Brasil se adentraba en una de sus etapas más oscuras. Tocaba ahora justificar lo injustificable, dar sentido a lo absurdo, construir un relato para que el golpe, tan violento como necesario, fuera entendido por el pueblo como una acción legítima. Los militares, en complicidad con los sectores más conservadores y con el respaldo tácito de Estados Unidos, se aferraron a una excusa que caló profundo: la "revolución democrática". En su versión oficial, el golpe no era más que una medida para evitar lo que se describía como una amenaza comunista inminente, una amenaza que nunca fue más que un espejismo, un pretexto para lo que ya se sabía iba a venir.

Pero, como siempre sucede, las palabras fueron un telón de humo que rápidamente se disipó. El menú de la nueva dictadura ya seguía la receta probada de otros países latinoamericanos. A medida que los días pasaban, quedó claro que la "amenaza roja" era solo una cortina de humo, una excusa para algo mucho más profundo: la consolidación del poder de las élites tradicionales y económicas, esas mismas que temían el avance de las reformas y los movimientos populares. Mientras se combatía a los comunistas inexistentes, los sectores progresistas, las clases populares, todo aquel que intentaba un cambio real en el país, se veían desplazados, silenciados, perseguidos.

La dictadura que se instauró después del golpe no se limitó a la represión política; no bastó con derrocar a Goulart. Lo que siguió fue una maquinaria bien aceitada de control social, una maquinaria que estableció un clima de censura y violencia. Miles de opositores fueron encarcelados, torturados, exiliados. La política del miedo se apoderó de Brasil, y la sombra de la violencia se instaló en cada rincón del país. Los derechos humanos fueron sistemáticamente pisoteados, las voces disidentes silenciadas. Brasil, otrora vibrante y esperanzado, entró en un periodo de oscuridad, un túnel sin luz al final, donde la única certeza era la del control total. Vivir bajo esa dictadura era vivir con el miedo en el estómago, con la sensación de que, en cualquier momento, la libertad podría ser arrancada, como una flor de un campo devastado.

Cicatrices de una nación rota

El golpe de 1964 en Brasil no fue solo el inicio de un cambio de gobierno; fue el principio de un largo período sombrío, una transición que sumió al país en las sombras de una dictadura militar que se alargaría hasta 1985. Durante esas dos décadas, Brasil sufrió una transformación profunda, pero no en el sentido de progreso ni de avance. Fue una metamorfosis teñida de represión, censura, y, sobre todo, de dolor. Miles de personas desaparecieron, arrancadas de su vida, de sus hogares, de sus familias, como si nunca hubieran existido. La promesa de estabilidad, la promesa de orden, se tradujo en el silenciado sufrimiento de aquellos que se atrevieron a resistir.

El golpe no solo cambió el rumbo de Brasil; dejó cicatrices profundas, marcas invisibles pero permanentes en su historia. Son las mismas cicatrices que todas las dictaduras dejan: la destrucción de la democracia, la muerte de la libertad, la desconfianza sembrada entre amigos, entre vecinos, entre hermanos. Esas cicatrices, esas huellas en el alma de un país, son las que persisten mucho después de que los regímenes caen, mucho después de que las puertas de la opresión se cierran.

El investigador Elio Gaspari lo explica con la claridad que solo la distancia temporal puede permitir: "El golpe de 1964 no fue una revolución, sino una ruptura". Porque lo que ocurrió no fue un cambio legítimo, no fue el resultado de una voluntad popular, sino una imposición de la fuerza, de la violencia, de la represión. Desde ese día, Brasil pasó a ser gobernado por un régimen que ya no necesitaba la legitimidad, sino solo el poder. Y ese poder, por las malas, fue el que dictó las reglas de un juego oscuro, cruel, que duraría más de dos décadas y cuyo eco todavía resuena en cada rincón del país.

El regreso a la democracia en Brasil en 1985, como sucedió en otros rincones de América Latina, no fue una panacea que borrara las cicatrices del pasado. Las secuelas del golpe de 1964 eran demasiado profundas, demasiado imbuidas en la carne misma del país. El legado de terror que dejó la dictadura no era poca cosa. Era un peso que se arrastraba como una sombra que nunca se disipaba del todo. La transición política, en lugar de ser una liberación, fue un proceso largo, doloroso, plagado de heridas abiertas que no cicatrizaron de inmediato. La herida más grande, sin duda, fue la de las responsabilidades del golpe y la dictadura, un tema que sigue siendo un campo de batalla en los debates sobre la historia reciente de Brasil. ¿Quiénes fueron los culpables? ¿Y quiénes fueron los que resistieron? ¿Hasta qué punto fue legítimo el gobierno que vino después del golpe? Preguntas difíciles, respuestas ambiguas.

El golpe de 1964, para muchos, fue la victoria de los intereses conservadores, de los militares que se vieron a sí mismos como los salvadores de una nación al borde de caer en el abismo del comunismo. Pero, como suele suceder con los regímenes autoritarios, esta victoria no estuvo exenta de resistencia. Hubo una oposición creciente, casi invisible al principio, pero con el tiempo, cada vez más fuerte, que con el paso de los años contribuyó, irónicamente, a la democratización del país. Fue una resistencia que creció, se organizó y, finalmente, arrastró al régimen hacia su final. Como si fuera una reacción en cadena, un proceso irreversible iniciado por aquellos que nunca aceptaron vivir bajo la tiranía del miedo.

El golpe de 1964, cuando miramos atrás, se revela como un recordatorio de los peligros de la polarización política, de la intervención externa en los asuntos internos de un país, y, sobre todo, de la fragilidad de las democracias. Como un cristal fino que puede quebrarse con un solo golpe, las democracias se muestran vulnerables a las presiones, tanto internas como externas, que las socavan. La caída de João Goulart, que muchos celebraron como un triunfo de la estabilidad, fue, en realidad, el inicio de un largo período de autoritarismo, de represión, de sufrimiento. Y esa huella, esa marca en la historia de Brasil, sigue presente. Tan indeleble, tan imborrable, como el golpe mismo.

El Informe “Brasil: Nunca Más” y la memoria de un país roto

El 1985 fue un año de cierres y aperturas en Brasil. Mientras el régimen militar que había gobernado al país con mano de hierro durante más de dos décadas empezaba a desmoronarse, con la promesa de un retorno a la democracia en el horizonte, el fantasma de la dictadura seguía rondando. No solo en los pasillos del poder, sino también en los recuerdos de los millones de brasileños que habían vivido bajo el régimen, aquellos que fueron testigos de la represión o, peor aún, sus víctimas. Como suele suceder cuando la historia se cierra abruptamente en su versión oficial, la transición hacia una nueva etapa no borró las huellas de la violencia. Es en este contexto de incomodidad y silencios aún no rotos que surge el informe "Brasil: Nunca Mais", elaborado por la Comisión de la Verdad, una de las iniciativas más significativas de los años posteriores a la caída de la dictadura.

El informe no fue solo una serie de documentos técnicos ni una lista interminable de datos y estadísticas. No, "Brasil: Nunca Mais" fue un grito, un testimonio de los horrores vividos por miles de personas, muchas de las cuales nunca obtuvieron justicia. Fue una herida abierta en el rostro de una nación que había preferido mirar hacia otro lado durante demasiado tiempo, que había permitido que las sombras del autoritarismo siguieran dominando su historia. El informe se presenta, en sus propias palabras, como un ejercicio de memoria, un intento de reconstruir la verdad para que, por fin, el país pudiera cerrar el ciclo de su tragedia reciente.

Y es que, a veces, no basta con poner fin a un régimen para que se acaben las cicatrices que deja en la piel de la sociedad. En Brasil, como en otros lugares de América Latina, la dictadura dejó mucho más que cadáveres y desaparecidos. Dejó miedo, desconfianza, traición. Aquella "revolución" que los militares prometieron como solución a los "males de la democracia" no solo instauró un régimen de represión, sino que corrompió las estructuras del país. La desaparición de más de 400 personas, la tortura sistemática, los asesinatos, el exilio forzado... Todos esos horrores pasaron sin que la justicia diera respuesta, sin que la sociedad pudiera siquiera comprender la magnitud del sufrimiento.

La gran revelación del informe es, sin lugar a dudas, la magnitud de la violencia, la complejidad de las estructuras que la permitieron. No se trató solo de un pequeño grupo de militares con ansias de poder, sino de un sistema donde se involucraron muchas otras instituciones: la iglesia, la clase empresarial, los servicios de inteligencia internacionales, en especial Estados Unidos, que no dudó en dar su apoyo tácito al golpe de 1964. La dictadura, en Brasil, fue el resultado de una confluencia de intereses, de miedos, de ideologías. Y, tal vez lo más grave, del silencio cómplice de todos aquellos que sabían lo que pasaba pero preferían no intervenir.

El informe "Brasil: Nunca Mais" no es solo una recopilación de datos fríos y cifras escalofriantes. Es también un testimonio de la fragilidad humana, de cómo una sociedad entera puede ceder al autoritarismo cuando las ideas de libertad y justicia se vuelven demasiado abstractas frente a los miedos más inmediatos. El régimen militar no solo utilizó la represión como método de control, sino que también hizo de la mentira y el engaño su principal herramienta. Los responsables de los crímenes más atroces nunca fueron condenados, ni durante ni después de la dictadura. Y lo peor de todo: muchos creyeron que con la transición democrática todo quedaba atrás, como si el simple hecho de poner un pie en la nueva era borrara las cicatrices de los antiguos tiempos.

El informe de la Comisión de la Verdad, en este sentido, no fue solo una denuncia, sino un acto de justicia que vino años después del fin del régimen. Porque la justicia no puede ser solo una cuestión de castigos y sanciones. A veces, la verdadera justicia está en reconocer lo que pasó, en darle voz a los que no la tuvieron y, por supuesto, en asumir que el futuro de un país no puede construirse sin la verdad del pasado. La política de amnistía que tanto favoreció a los golpistas, que les permitió seguir viviendo tranquilos en la posdictadura, quedó condenada por este informe. La amnesia colectiva es un lujo que no pueden permitirse las sociedades que buscan sanar sus heridas.

Pero "Brasil: Nunca Mais" no es solo un libro sobre la dictadura; es también una reflexión sobre cómo los regímenes autoritarios pueden construirse no solo a través de la fuerza, sino mediante una manipulación silenciosa de las instituciones, de los medios, de la cultura. Es un recordatorio de lo que siempre estuvo en juego durante los años oscuros de la dictadura: la batalla por las narrativas. Y también la lucha por la memoria. En un país que, como Brasil, ha sufrido tanto, la memoria es la única forma de evitar que la historia se repita. El informe es el testamento de las víctimas, pero también es un aviso a las generaciones futuras: para que nunca más haya lugar para la dictadura, nunca más podemos permitirnos olvidar.

Así, el informe de la Comisión de la Verdad fue mucho más que un acto de justicia. Fue un ejercicio de restauración de la humanidad. No solo de las víctimas que sobrevivieron, sino también de un país entero que necesitaba, con urgencia, reencontrarse con su propia historia. Porque, como bien decía el dicho, "quien olvida su historia está condenado a repetirla".

El informe "Brasil: Nunca Mais" no solo fue un documento jurídico o histórico. Fue una herida que, aunque tratada, nunca terminará de sanar.